Crucificado, Oswaldo Guayasamín (Ecuador, 1919-1999)
25 de marzo, 2018
Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, el
cielo se puso oscuro. A esa hora, Jesús gritó con mucha fuerza: Eloí, Eloí, ¿lemá sabactani? Eso quiere
decir: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”.
Marcos 15.34-35, TLA
Siempre que se recurre al evangelio de Marcos como primero de los relatos
de la vida y obra de Jesús de Nazaret se hace con la idea de encontrar en él la
versión más antigua de los acontecimientos ligados a la figura del maestro
nazareno. En el caso de las llamadas “siete palabras” proferidas por Jesús en
la cruz, llama la atención que la única referida en este evangelio sea la que
nos ocupa, motivo por el cual la abordamos en primer lugar (Mt también la
consigna como única frase del Señor). Lc y Jn incluyen tres cada uno. Lo ideal
es abordarlas a partir de cada evangelio o por separado, a fin de no incurrir
en armonizaciones forzadas e infieles a los proyectos de cada uno de ellos.
Según la interpretación más extendida, Jesús, con esta
frase recogida en el idioma mismo en que la pronunció (arameo), citó las
primeras palabras del salmo 22, atribuido a David, un canto de alabanza en
medio del sufrimiento. La trasposición de este texto a la situación en que se
encontraba el Señor implica varios problemas, pues, en primer lugar, tomó
únicamente el inicio del salmo sin hacer alusión al resto, aun cuando algunas
secciones podrían aplicarse al momento vivido, especialmente los vv. 7-8 (Mr
15.29a), 16 (“horadaron mis manos y mis pies”), pero sobre todo el 18, citado por
los demás evangelios (Mt 27.35, abocado a demostrar el cumplimiento de las
profecías; Lc 23.34 y Jn 19.24). Ello implica una relación directa de Jesús con
los Salmos, la cual ha sido demostrada ampliamente.
En segundo lugar, a partir de esa relación con los salmos
debe interpretarse la cita de una oración que no le pertenecía, lo que hace ver
a Jesús como alguien seguidor de la tradición sálmica para expresar su
experiencia sin necesidad de crear algo nuevo, lo que no le resta
espontaneidad. Como siervo que se entregó en su tarea de servicio, afrontó el
sufrimiento con plena conciencia: “Mostrar en la experiencia de sufrimiento y
de muerte de Jesús el cumplimiento de los salmos de súplica es una manera de
responder a la pregunta: ¿quién es Jesús? Jesús es el justo doliente, el
inocente maltratado injustamente, como aquel que en los salmos de lamentación
grita su desgracia y su miseria, su esperanza y su confianza en Dios”.[1] “La cita
del versículo del salmo puede también sugerir aquí que Jesús pudo encontrarse
en una situación similar a la del justo del salmo, una situación que el varón
de dolores, hundido en la desgracia y la miseria, puede sentir como abandono de
Dios. La súplica se eleva hacia un Dios de quien todo haría creer que está
ausente”.[2]
El tercer aspecto, quizá el más importante, tiene que ver
con la experiencia del abandono por parte de Dios, un asunto que, dadas las
circunstancias tan dramáticas, obliga a relacionar la frase con el mensaje de
Jesús, tan concentrado como estuvo precisamente en lo contrario de lo que
expresa la cita del salmo: la cercanía irrestricta de Dios, el acompañamiento
continuo del Padre en la vida humana y la manifestación de su amor en medio de
la cotidianidad. Todo ello entra en abierta contradicción con la exclamación de
Jesús en la cruz. En realidad, estamos ante un profundo grito de protesta que
se complementa con lo acontecido previamente: la oscuridad del cielo en pleno
mediodía. No podía ser de otra manera, pues en un momento histórico climático
el Hijo de Dios, desde su situación humana, siente el golpe metafísico y
ontológico del abandono de Dios, lo más opuesto a lo que había predicado y
transmitido durante su labor de servicio y proclamación de la cercanía del
Reino de Dios.
La teología contemporánea ha trabajado este tema en el
límite de sus posibilidades: Karl Barth dijo que, en ese momento, “Dios actuó
como Judas”;[3]
Bonhoeffer constató que Jesús murió “ante
Dios y sin Dios”; y Wolfhart Pannenberg
afirmó que “Jesús murió como un excluido,
sumergido en una profunda crisis relacional con Dios”.[4] “Jesús
no encontró en sus últimos momentos el consuelo de quien experimenta a Dios
cercano y de su parte”.[5] Jürgen
Moltmann señaló que Jesús enfrentó la muerte en flagrante contradicción con su
mensaje, lo que golpeó profundamente la conciencia de sus seguidores, pues puso
en crisis la imagen de Dios que había predicado todo el tiempo, lo cual les
resultó escandaloso en grado sumo: “El grito de muerte de Jesús en la cruz es
‘la herida abierta’ de toda teología cristiana, pues, consciente o
inconscientemente, toda teología cristiana responde a la pregunta con la que
murió Jesús para dar un sentido teológico a su muerte”.[6] Desde
América Latina, es Jon Sobrino quien ha seguido esa línea de interpretación
acerca del verdadero viacrucis de Jesús vista desde la exclusión como forma de
vida permanente.
Las palabras de Cecilio Arrastía son precisas y
elocuentes para plantear espiritualmente este drama:
Prescindimos de especulaciones sobre las dos
naturalezas del Señor y digamos, así de golpe, que lo primero que esta palabra
nos dice es que allí está muriendo no el dios gnóstico, sino el Dios de los
cristianos; no una aparición fantasmal, sino un Dios-hombre muy de carne, muy
de hueso. Que quien habla ahora con Dios es la humanidad entera en la humanidad
de Cristo. Aquí no hay eufemismos, ni conjeturas, ni teorías. Es un espíritu
angustiado en un cuerpo lacerado el que clama. En el clamor hay dolor y hay
esperanza pues es un clamor cerrado en el molde difícil de una paradoja. Tal
parece que todo dolor, hasta el de Dios participa de la tensión de lo
paradójico. Pero en esta tensión encontramos algo inspirador. Cristo le
pregunta a Dios por qué lo ha desamparado. Pero antes le llama a Dios, “mío”. Y
aquí está lo hermoso de la frase: puede llamar a Dios “mío”, en verdad Dios no
lo ha desamparado, no ha cancelado el pacto por el cual vive dándose al que
sufre. Y mientras se viva así, no hay desamparo real.[7]
Y el poeta Pedro de Padilla (España, 1540-1595) también es puntual
y profundo:
De ti muerto, Jesús, nace la vida
que muriendo a la muerte diste muerte,
y de tu amor nos vino aquella muerte
que nos levanta a nueva y mejor vida.
Muerte más venturosa que la vida,
pues libra al hombre de la eterna muerte,
y así mayor trazo que tu muerte
nunca lo tuvo ni tendrá la vida
del sentido, la vida de la muerte,
porque su muerte puede darte vida
que no tema las fuerzas de la muerte.
Muriendo vivo y muero estando en vida,
y estoy tan deseoso de esta muerte
que por poder morir amo la vida.[8]
[1] Michel
Gourgues, Los salmos y Jesús. Jesús y los
salmos. 2ª ed. Estella, Verbo Divino, 1980 (Cuadernos bíblicos, 25), p. 27,
www.mercaba.org/ORARHOY/FOLLETOS%20EVD/025_los_salmos_y_jesus_-_michel_gourgues.pdf.
[2] Ibíd., p. 48.
[3] Cit. por Manuel Fraijó, “El mal:
así lo afronta el cristianismo”, en Javier Muguerza y Yolanda Ruano de la
Fuente, eds., Occidente: razón y mal.
Bilbao, Fundación BBVA, 2008, p. 40.
[4] Ibíd., p. 40.
[5] Ídem.
[6] J. Moltmann, El Dios crucificado. La cruz de Cristo como
base y crítica de la teología cristiana. Salamanca, Sígueme, 1989, p. 188,
cit. por M. Fraijó, op. cit., p. 41.
[7] C. Arrastía, “Desesperación,
necesidad”, en Diálogo desde una cruz. (Meditaciones
sobre las Siete Palabras). [1965] 2ª ed. México, Casa Unida de Publicaciones,
1993, p. 43.
[8] P. de Padilla, Sonetos, en Biblioteca Virtual Miguel de
Cervantes, www.cervantesvirtual.com/obra-visor/sonetos--29/html/00091f94-82b2-11df-acc7-002185ce6064_1.html#PV_43_.
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