LOS HOMBRES DEL MAESTRO (IX)
TOMÁS
Luis Arnaldich
Su nombre
figura por vez primera en la lista que dan los evangelios sinópticos de los doce apóstoles. Pero en el
orden de su colocación se percibe una variante dictada por la modestia y
humildad que caracterizan a San Mateo. Mientras Marcos y Lucas (Mc 3.18; Lc.
6.15) hablan de Mateo y Tomás, el primer evangelista invierte los términos,
escribiendo: Tomás y Mateo, y para que el recuerdo de su pasada profesión le
sirviera de ocasión para humillarse, añade a su nombre el epíteto del publicano
(Mt 10.3).
El hecho de que
un hombre se llamara Tomás debía extrañar a los lectores griegos del Evangelio,
y de ahí que San Juan Evangelista, al mencionarle, añade: Llamado Dídimo, como
si dijera: nombre que en griego corresponde a la palabra "Dídimo"
(Jn 11.16; 21.2). Antes de los escritos del Nuevo Testamento no encontramos
ningún individuo que lleve el nombre de Tomás, mientras que la palabra
"Dídimo" como nombre propio figura en algunos papiros del siglo lll
a. de Cristo originarios de Egipto. Se sabe que el término "Tomás"
proviene de una raíz hebraica que significa duplicar, cuyo sentido aparece en
el libro del Cantar de los Cantares (4.2; 6.6), en donde se habla de
"crías mellizas o duplicadas". Esta aclaración hecha por el
evangelista dio pie a que se formularan multitud de hipótesis encaminadas a
identificar el otro mellizo.
Antiguas
crónicas le asignan un hermano gemelo, llamado Eleazar o Eliezer; una hermana,
con el nombre de Lydia o Lypsia. En las Actas apócrifas que llevan su nombre y
en la Doctrina Apostolorum los
mellizos son llamados Judas y Tomás, nombres que se repiten juntos en la
historia del rey Abgaro, de Edesa (Eusebio, H.
Eccl. 16).
Debía
encontrarse Tomás atareado en su trabajo junto a las redes cuando oyó la
invitación de Cristo, que le inducía a que le siguiera para transformarle en
pescador de almas. Es de creer que, al oír la llamada de Jesús, lo abandonara
todo y le siguiera, porque es muy probable que perteneciera él a aquel numeroso
grupo de auténticos israelitas que sentían llamear en su corazón los ideales
religiosos y mesiánicos, avivados por la esperanza de la llegada inminente del
Mesías, que debía restablecer el reino de Israel. Por lo que nos deja adivinar
el evangelio de San Juan, en las contadas ocasiones en que señala algún hecho o
refiere algún diálogo en que interviene Santo Tomás, deducimos que nuestro
apóstol era de modales poco refinados y amigo de soluciones tajantes, rápidas y
expeditivas. Pero junto a esta brusquedad y rudeza tenía un corazón
impresionable y sensible, demostrando repetidamente un amor extraordinario y
una lealtad sin límites hacia su divino Maestro, que exteriorizaba con brutal
franqueza. De ahí que, en justa correspondencia, profesara Jesús hacia él un
afecto especial, como se lo demostró al aparecerse por segunda vez a sus
apóstoles reunidos en el Cenáculo con el fin de quitar de los ojos de Tomás la
venda de la incredulidad, que amenazaba cegarle, diciéndole en tono amistoso:
"No hagas el incrédulo, que no te conviene".
De este amor y
lealtad de Tomás hacia Cristo tenemos un fiel testimonio en su primera intervención
que recuerda el Evangelio (Jn 11.1-16). Crecía la animosidad del judaísmo
oficial contra Jesús, y se buscaba una ocasión propicia para quitarle
silenciosamente de en medio. Todas estas maquinaciones conocíalas Jesús, y por
ello, con el fin de ponerse al abrigo de toda asechanza, se retiró a la región
de Perea. Conocían su paradero las hermanas de Lázaro, que le mandaron un
recado con la noticia de que Lázaro, su hermano, estaba enfermo. A pesar de
esta alarmante noticia permaneció Jesús dos días más en el lugar en que se
hallaba: pasados los cuales dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a Judea. La
noticia desconcertó a los apóstoles, que recordaban el atentado que pocos días
antes tuvo Jesús. Rabí —le dicen—, los judíos te buscan para apedrearte, y de
nuevo vas allá? Cristo les responde que nada adverso sucederá en tanto que no
llegue la hora decretada por el Padre, añadiendo: "Lázaro, nuestro amigo,
está dormido, pero yo voy a despertarle". A estas palabras se acogen los
discípulos con el fin de disuadirle del viaje a Judea. Sabían cuánta era la
amistad que mediaba entre Jesús y la familia de Lázaro, y no dudaban de que, en
caso de grave enfermedad, acudiría Jesús junto al lecho de su amigo. Pero, al
anunciarles sin tapujos que Lázaro había muerto, callaron todos, consternados
por la muerte de un amigo entrañable y por conjeturar que aquel triste
desenlace empujaría a su Maestro a ir a Betania, situada junto a los muros de
la ciudad de Jerusalén, donde, pocos días antes, los judíos juntaron piedras para
apedrearles. Sólo Tomás rompió el silencio para increpar a sus compañeros de
apostolado, reprochándoles implícitamente su cobardía y falta de fidelidad a su
Maestro. "Vamos también nosotros a morir con Él", dijo Tomás. […]
Sus compañeros
de apostolado, entusiasmados, contaron a Tomás que habían visto a Cristo, que
le habían tocado y comido con Él. Tomás, en el fondo, quiere dar fe a su
testimonio, pero responde con una negación fría a su narración entusiasta. No
merece ni quiere sufrir la humillación de ser él el único del Colegio
apostólico que no vea al Maestro resucitado, y de ahí sus protestas de que no
creerá en lo que le dicen hasta que lo vea y toque él personalmente. Es curioso
ver cómo cada vez sus exigencias van en aumento: quiere ver con sus propios
ojos la señal o marca dejada por los golpes y tocar la herida. Si no veo en sus
manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano
en su costado, no creeré (Jn 20,25).
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EL CAMINAR DEL DISCÍPULO
DISCIPULADO Y SEGUIMIENTO DE JESÚS
EL SEGUIMIENTO Y LA CRUZ (III)
Dietrich Bonhoeffer
Es impuesta
a todo cristiano. El primer sufrimiento
de Cristo que todos debemos experimentar es la llamada que nos invita a
liberarnos de las ataduras de este mundo. Es la muerte del hombre viejo en su
encuentro con Jesucristo. Quien entra en el camino del seguimiento se sitúa en
la muerte de Jesús, transforma su vida en muerte; así sucede desde el
principio. La cruz no es la meta terrible de una vida piadosa y feliz, sino que
se encuentra al comienzo de la comunión con Jesús.
Toda llamada de
Cristo conduce a la muerte. Bien sea porque debamos, como los primeros
discípulos, dejar nuestra casa y nuestra profesión para seguirle, bien sea
porque, como Lutero, debamos abandonar el claustro para volver al mundo, en
ambos casos nos espera la misma muerte, la muerte en Jesucristo, la muerte de
nuestro hombre viejo a la llamada de Jesucristo. Puesto que la llamada que
Jesús dirige al joven rico le trae la muerte, puesto que no le es posible
seguir más que en la medida en que ha muerto a su propia voluntad, puesto que
todo mandamiento de Jesús nos ordena morir a todos nuestros deseos y apetitos,
y puesto que no podemos querer nuestra propia muerte, es preciso que Jesús, en
su palabra, sea nuestra vida y nuestra muerte.
La llamada al
seguimiento de Jesús, el bautismo en nombre de Jesucristo, son muerte y vida.
La llamada de Cristo, el bautismo, sitúan al cristiano en el combate diario
contra el pecado y el demonio. Cada día, con sus tentaciones de la carne y del
mundo, vuelca sobre el cristiano nuevos sufrimientos de Jesucristo. Las heridas
que nos son infligidas en esta lucha, las cicatrices que el cristiano conserva
de ella, son signos vivos de la comunidad con Cristo en la cruz. Pero hay otro
sufrimiento, otra deshonra, que no es ahorrada a ningún cristiano. Es verdad
que sólo el sufrimiento de Cristo es un sufrimiento reconciliador; pero como
Cristo ha sufrido por causa del pecado del mundo, como todo el peso de la culpa
ha caído sobre él, y como Jesús ha imputado el fruto de su sufrimiento a los
que le siguen, la tentación y el pecado recaen también sobre el discípulo, le
recubren de oprobio y le expulsan, igual que al macho cabrío expiatorio, fuera
de las puertas de la ciudad.
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AARÓN SÁENZ GARZA: EL PROTESTANTE QUE PUDO SER
PRESIDENTE DE MÉXICO
Comenzaremos
con una afirmación abiertamente
polémica: buena parte (sino es que la mayoría) de las iglesias evangélicas
mexicanas de la actualidad desconoce la manera en que se ha relacionado su
presencia con los acontecimientos históricos del pasado ya no tan reciente.
Ahora que, en
tiempos electorales, se discute apasionadamente a qué confesión se adscribe el
candidato que lleva la delantera en las preferencias, al parecer ha quedado en
el olvido el episodio de Aarón Sáenz Garza (1891-1983), abogado, militar y
diplomático de formación presbiteriana, quien en 1929 pudo haber sido el primer
candidato presidencial por el naciente Partido Nacional Revolucionario (PNR),
antecedente del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Luego de sus
años iniciales, en 1911 “continuó sus estudios en la Escuela Nacional de
Jurisprudencia y en 1913, inmediatamente después de los asesinatos de Madero y
Pino Suárez, salió de México en busca de Carranza, ya convertido en el jefe de
la Revolución Constitucionalista, quien lo envió a incorporarse a las fuerzas
revolucionarias de Sonora, que pronto habrían de constituir el pie veterano del
Cuerpo de Ejército del Noroeste”.
Con una larga
carrera política posterior (embajador en Brasil, regente de la capital,
ministro de Educación, Industria y Comercio, y de Relaciones Exteriores),
siempre fiel a los principios emanados de la Revolución Mexicana, y en estrecha
cercanía con los presidentes Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles (con quien
incluso emparentó), fue derrotado en la histórica convención llevada a cabo en
Querétaro entre febrero y marzo
1929, por Pascual Ortiz Rubio, quien finalmente sería presidente (1930-1932), aunque
sin terminar su periodo.
Así resume
Raymundo Riva Palacio lo acontecido en aquella ocasión, trazando puentes con la
situación presente: “La fortaleza de López Obrador en las preferencias
electorales desafía la historia política de México. Desde 1929 no se había
tenido un aspirante protestante a la presidencia, cuando el general Aarón Sáenz
desafió a Pascual Ortiz Rubio —el “delfín” de Plutarco Elías Calles, quien
ordenó la Guerra Cristera—, pero fue relegado por el propio Partido Nacional
Revolucionario, precursor del PRI, por su inclinación religiosa”.
Y es que,
efectivamente, una de las causas por las que Sáenz Garza no resultó electo
candidato a la presidencia fue precisamente su adscripción religiosa: “Mientras
estaba reunido el cónclave saencista, Gonzalo N. Santos [operador político de
Plutarco Elías Calles] pronunció un atronador discurso en el que, quitándose
por fin la careta, acusó a Sáenz de reaccionario y de ser obispo protestante”.
Otra
reconstrucción de lo sucedido, que coincide en lo esencial, puede leerse en el
libro El partido de la revolución institucionalizada. La formación del nuevo Estado en México (1928-1945), de Luis Javier
Garrido (México, Siglo XXI, 1982). Miguel Ángel Granados Chapa se refiere a la
enorme animadversión que le causaba esta filiación a José Vasconcelos
(candidato católico de la oposición en 1929), quien lo calificaba
despectivamente como “pocho”, “pastor” o “agringado”. (LC-O)
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