26
de agosto, 2018
Grita que la hierba se seca,
y las flores se marchitan,
cuando Dios lanza sobre ellas
el viento del desierto.
En cambio, la palabra de Dios
permanece para siempre.
Isaías 40.7-8, Traducción en Lenguaje Actual
Grita que la hierba se seca,
y las flores se marchitan,
cuando Dios lanza sobre ellas
el viento del desierto.
En cambio, la palabra de Dios
permanece para siempre.
Isaías 40.7-8, Traducción en Lenguaje Actual
Un
pueblo se encuentra exiliado después de múltiples experiencias dolorosas. Una
voz clama en medio del desierto para anunciar esperanza, a pesar de los signos
en contra. Predicar en el desierto es
una labor poco halagüeña y escasamente esperanzadora, pero, al mismo tiempo, el
contraste sirve para mostrar la insistencia divina para transformar las
situaciones críticas. La misma frase utilizará el Nuevo Testamento para
referirse a la actividad precursora de Juan Bautista (Mr 1.3). “La esperanza
del retorno ha ido tomando forma, va cobrando intensidad. ¿Qué voz es ésa? ¿De
quién se trata? Podría ser la del […] profeta; sin embargo, ha quedado así,
imprecisa” (Biblia de Nuestro Pueblo).
El texto bíblico va a hacer un profundo contraste entre la fugacidad de la vida
humana (y la de una nación) y la eternidad de la palabra divina. La segunda
parte del libro de Isaías rompe radicalmente con el pesimismo de la primera (caps.
1-39) y lanza un mensaje desafiante basado en una palabra crucial para el
momento que se vivía: “¡Consuelen a
mi pueblo! ¡Denle ánimo!” (v. 1). El consuelo eran la gran urgencia colectiva,
por encima de todas las demás. “La alegría más grande para los desterrados es
saber que Dios mismo está preparando el regreso, que Él mismo allana el camino”.
En otras palabras, la liberación era posible, a pesar de todo.
Es muy importante tener en cuenta que todo esto es
promovido por la predicación profética, pero más importante es considerar
que “esa actividad profética está siempre sujeta a la Palabra, es Dios quien
inspira la Palabra y la respalda (9s), de lo contrario se hablará de ‘palabras
de un profeta’ que se marchitan y se secan. Sólo
la Palabra de Dios subsiste por siempre” (énfasis agregado). Hoy que estamos inundados de palabras,
¿cuál de todas es la Palabra de Dios?”.
Ésta es una pregunta fundamental para acceder a un auténtico discernimiento
bíblico y profético. Ni todo lo que se anuncia es bíblico, ni todo es
profético: bíblico puede serlo todo en apariencia, hasta el apoyo a gobiernos
criminales (como el del actual Israel, que pretende justificar su actuación con
referencias a la Biblia Hebrea). Menos aún es profético, cuando se contradicen
abiertamente los grandes principios libertarios que han dado lugar, por
ejemplo, a la defensa de los derechos humanos (la gran tradición al respecto arranca
desde el mismísimo Génesis, con Agar, Ismael y Tamar).
La permanencia de la Palabra divina es una realidad
dinámica que está más allá de la perspectiva dogmática que tiende a colocarla
en un horizonte casi mágico, propio de otras prácticas religiosas. Cuando se
insiste tanto en la llamada inerrancia
y en la supuesta intocabilidad del texto sagrado, se corre el riesgo de
alejarse de la forma tan intensa en que el mensaje divino se entretejió con los
acontecimientos contradictorios que vivió el pueblo de Dios. En ese sentido se
aplican las palabras de José S. Croatto: “La lectura […] que corresponde mejor
al texto y su contexto de producción considera a este profeta como un
reconstructor utópico ‘de Israel’, sacándolo de en medio de las naciones, donde
vive desmembrado y sin identidad”.[1] El mismo
autor afirma que este profeta escribió “desde la nada, desde el sufrimiento”,
no desde la superioridad de una fe separada de la historia. Es en medio de los
conflictos de la historia humana que la permanencia de la Palabra divina
alcanza su dimensión más grande.
La afirmación persistente de las metáforas carne = hierba,
flores que se marchitan (v. 7) acentúa el abismo existente entre la vida humana
efímera y la eternidad de la Palabra divina: “Dios se presenta en su aliento y
en su palabra: aliento que vivifica y también abrasa, palabra que permanece y
se cumple”.[2]
Esa Palabra será la base para la reconstrucción espiritual del pueblo, ya libre
de las estructuras políticas e ideológicas que ocasionaron la desaparición de
la nación debido a la opresión, la desobediencia de los gobernantes y la
indiferencia del pueblo. Isaías 40.11 utiliza la imagen pastoril —típica de las
tierras bíblicas— y la aplica al mismo Dios, que no simplemente promete el
retorno por medio del profeta, sino que Él mismo lo realiza y acompaña. La
imagen del pastor y su rebaño ha sido fuente de inspiración para otros profetas
(cf. Jr 23.1-6; Ez 34), y en el Nuevo Testamento Jesús mismo la utiliza (Mt 18.12-14
par.) y se la aplica a sí mismo (Jn 10.11-18).
La Palabra de Dios es eterna, está llena de palabras de
consuelo sumamente eficaces para ayudarnos a plantear la problemática humana y
abrir posibilidades para su resolución. Tal como lo ha resumido el exegeta
anglicano C.H. Dodd (1884-1973):
La Iglesia nos la
presenta como revelación de Dios; no, ciertamente como una especie de
enciclopedia donde basta echar mano de un capítulo y versículo para zanjar
inmediatamente los problemas. Por el contrario, la Biblia nos hace tomar
conciencia de la profundidad y alcance de nuestro problema, enraizada como está
en el pasado remoto, pero todavía viviente. Nos sumerge en la corriente de la
historia, en una parte de su curso particularmente significativa. Nos hace
presentes una serie de acontecimientos cruciales a través de los cuales la
corriente se abrió al canal por el que nos sigue arrastrando: acontecimientos
como la vocación de Abraham, el éxodo y la donación de la Ley, el destierro y
el retorno de los judíos, y el punto culminante de todo el drama consignado en
los evangelios, que […] lo domina e interpreta totalmente. Es historia del
mismo material que nuestra historia contemporánea, del mismo material que
nuestra experiencia personal de los acontecimientos diarios. Pero se nos
presenta de tal manera que aparece llena de significado, a diferencia de
nuestras vidas y de nuestra historia contemporánea, al menos tal como las
vemos. La historia bíblica está llena de
significado porque se refiere en cada punto a la realidad fundamental que se
halla detrás de toda historia y de toda experiencia humana, esto es, el Dios
vivo en su reino, y porque avanza hacia un punto culminante en el que el reino
de Dios vino a los hombres con un efecto definitivo.[3]
[1] José Severino Croatto, “El Déutero-Isaías,
profeta de la utopía”, en RIBLA, núm.
24, 1997, p. 35, http://claiweb.org/index.php/miembros-2/revistas-2/17-ribla.
[2] Luis Alonso Schökel y José Luis Sicre
Díaz, Profetas. I. Madrid,
Cristiandad, 1980, p. 279.
[3] C.H. Dodd, La Biblia y el hombre de hoy. Madrid, Cristiandad, 1973, p. 27.
Énfasis agregado.
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