LAS DISCÍPULAS DE JESÚS (X)
Ana María Tepedino
María
Magdalena: testigo de primera hora
María
Magdalena parece haber desempeñado un papel
prominente entre los discípulos de Jesús: Es la única mujer citada por los
cuatro evangelistas en primer lugar, acompaña a Jesús desde el inicio de su
misión (cf. Lc 8.3), es la primera que reconoce la visión del Señor resucitado
(cf. Jn 20.11-18).
Brown, al
comentar la aparición a María Magdalena, argumenta a favor de la antigüedad del
relato, diciendo que la primacía que todos los evangelistas le otorgan entre
las mujeres seguidoras de Jesús siempre que las relacionan, se debe a que ella
fue la primera que vio a Jesús resucitado. Continúa diciendo que Juan y el
apéndice de Marcos son más correctos que Mateo, al ponerla como única testigo
de la cristofanía.
En Marcos,
aparece acompañada por María, madre de Santiago, y por Salomé. En Mateo,
aparece acompañada por la otra María. En Lucas, por una cierta María, además de
Juana y otras mujeres. En Juan y en la conclusión posterior de Marcos aparece
sola.
También los
evangelios apócrifos de los siglos III y IV, los evangelios de Tomás, Pistis Sofia, el evangelio de Felipe, el diálogo del Salvador, el
evangelio de Pedro, el evangelio de María Magdalena (textos encontrados en Nag
Hammadi, en Egipto, en 1945) se refieren a ella como a quien ejerce un papel de
liderazgo en la comunidad primitiva.
“El apócrifo
evangelio de Pedro, en el número 51, recuerda que María Magdalena llevó a
mujeres amigas al sepulcro. Siempre se la menciona en primer lugar. En el
número 50, se le llama discípula (mathetes).
En el evangelio de Felipe y en el diálogo del Salvador se la presenta como
"portadora de la Revelación y encarnación de la Sabiduría, como a la mujer
que conoce el universo”.
Aunque de forma
distinta, todos los evangelistas la presentan en la misión: mientras en Lucas y
en la conclusión posterior de Marcos (cf. 16.1-8) anuncia a los discípulos
estrictamente lo que presenció, en Marcos y en Mateo recibe del ángel con otras
mujeres el encargo de anunciar la Resurrección a los discípulos y en Juan
recibe el mandato del mismo Cristo resucitado.
No obstante,
¿cómo presentan a María Magdalena? Lucas 8.2 la presenta entre las mujeres que
acompañaban a Jesús desde Galilea: “María, de la ciudad de Magdala (en la parte
nordeste del lago de Galilea, aproximadamente a siete millas al sudeste de
Cafarnaúm)”, mujer de la que Jesús había expulsado siete demonios.
Cuando el
evangelio habla de la posesión diabólica, normalmente se refiere a una
enfermedad mental, probablemente epilepsia. Por tanto, se nos dice que sufría
una enfermedad mental. No se la caracteriza como pecadora, sino como alguien
que experimentó en su propia vida el poder liberador sin límites del Reino.
El número
“siete” significa simbólicamente plenitud. En este caso, la mención de los
siete demonios expulsados quiere decir que quedó curada por completo,
convirtiéndose en una persona sana e integrada, que podía participar en la
sociedad. La enfermedad significaba la muerte, pues impedía a la persona
participar activamente en la sociedad, de la que se la excluía y marginaba. Si
esto era cierto en relación con la ceguera, la mudez, sordera, mucho más con la
epilepsia, considerada como posesión diabólica. Se la marginaba por partida
doble, por ser mujer y por estar enferma. Jesús la cura, dándole, por tanto, la
salvación. Ella comenzó a seguirlo, como muchas otras mujeres curadas.
Elisabeth
Moltmann llama la atención sobre el hecho de que no se conoce ningún caso de
curación de un discípulo varón precedente a su vocación. Eran llamados para que
dejasen su servicio y comenzaran una vida itinerante como discípulos de Jesús.
Se ha dicho siempre que el evangelio no relata ninguna vocación de mujer y que,
por eso, no puede tenérselas como “apóstoles”, como “discípulas”. Como ya
señalamos en la primera parte de este capítulo, parece que no necesitaban una
vocación explícita, sino que seguían espontáneamente a Jesús (llevando consigo
incluso sus bienes, como dice Lucas a propósito de María Magdalena, Juana y
Susana), ya que encontraban en él la fuerza que les devolvía la dignidad de
seres humanos, porque las trataba igual que a los hombres y porque, a través de
la extraordinaria experiencia de la igualdad, se convertían realmente en personas
humanas. La relación de subordinación, de dependencia, de pasividad adormece a
las personas deshumanizándolas, mientras que las relaciones igualitarias,
personalizadoras, las curan y hacen eclosionar las potencialidades ocultas de
todos los seres humanos.
E. Schüssler
Fiorenza comenta que el evangelio dice que María Magdalena servía a Jesús igual
que “él vino a dar la vida y a servir” (cf. Hch 3.13, 26; 4.27-30). Su ser está
penetrado por este estado del discípulo; nunca se dice de los discípulos
varones que sirvieran a Jesús como Jesús les había servido.
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EL CAMINAR DEL DISCÍPULO
DISCIPULADO Y SEGUIMIENTO DE JESÚS
Dietrich Bonhoeffer
La
comprensión paradójica de los mandamientos está justificada desde un punto de vista cristiano, pero nunca puede conducir a la
supresión de una interpretación sencilla de los mandamientos. Al contrario,
sólo está justificada y es posible para el que, en un punto cualquiera de su
vida, ha intentado ya seriamente la experiencia de comprender las cosas con
sencillez y, así, se halla en comunión con Jesús, le sigue y espera el fin.
Comprender la
llamada de Jesús paradójicamente es la posibilidad más dificil de todas, una
posibilidad realmente imposible en el plano humano. Por eso corre el peligro
continuo de transformarse en lo contrario, de convertirse en una escapatoria
fácil, en una huida de la obediencia concreta. Quien no sabe que le sería
infinitamente más fácil comprender de forma sencilla el mandamiento de Jesús,
obedecerlo a la letra -por ejemplo, abandonando realmente todos sus bienes en
lugar de conservarlos- no tiene derecho a interpretar paradójicamente la
palabra de Jesús. Por tanto, esta interpretación paradójica del mandamiento de
Jesús siempre debe incluir la comprensión literal.
La llamada
concreta de Jesús y la obediencia sencilla tienen un sentido irrevocable. Jesús
llama con ellas a una situación concreta en la que es posible creer en él; si
llama tan concretamente y desea que se le comprenda de este modo es porque sabe
que el hombre sólo se vuelve libre para la fe en la obediencia concreta.
Donde la
obediencia sencilla es eliminada fundamentalmente, la gracia cara del
llamamiento de Jesús se transforma de nuevo en gracia barata de la
autojustificación. Con esto se proclama también una ley falsa, que cierra los oídos
a la llamada concreta de Cristo. Esta falsa leyes la ley del mundo, a la que
corresponde y se opone la ley de la gracia. El mundo no es el que ha sido
superado en Cristo y al que hay que vencer de nuevo cada día en comunión con
él, sino que se ha convertido en una ley rigurosa e intangible.
La gracia, por
su parte, no es ya el don de Dios por el que somos arrancados del pecado y
situados en la obediencia a Cristo, sino una ley divina general, un principio
divino cuya aplicación sólo depende del caso particular. El combate sistemático
contra «el legalismo» de la obediencia sencilla resulta ser la más peligrosa de
las leyes: la ley del mundo y la ley de la gracia. El combate sistemático
contra el legalismo es el mayor legalismo de todos. No se puede triunfar del
legalismo más que obedeciendo realmente a la llamada de Jesús al seguimiento,
en el que Jesús mismo cumple y abroga la ley.
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UN PREFACIO A
LA BIBLIA HEBREA (Fragmento)
George Steiner
Lo que
tienen ustedes en la mano no es un libro. Es el libro. Esto es, desde luego, lo que significa “Biblia”. Es el
libro que define, y no sólo en el ámbito occidental, la noción misma de texto.
Todos nuestros
demás libros, por diferentes que sean en materia o método, guardan relación,
aunque sea indirectamente, con este libro de libros. Guardan relación con los
hechos de un discurso articulado, de un texto dirigido al lector, con la
confianza en unos medios léxicos, gramaticales y semánticos, que la Biblia
origina y despliega en un nivel y con una prodigalidad no superados desde entonces.
Todos los demás
libros, ya sean historias, narraciones imaginarias, códigos legales, tratados
morales, poemas líricos, diálogos dramáticos, meditaciones
teológico-filosóficas, son como chispas, muchas veces desde luego lejanas, que
un soplo incesante levanta de un fuego central.
En Occidente,
pero también en otras partes del planeta donde el “Buen Libro” ha sido introducido,
la Biblia determina, en buena medida, nuestra identidad histórica y social.
Proporciona a la conciencia los instrumentos, a menudo implícitos, para la
remembranza y la cita. Hasta la época moderna, estos instrumentos estaban tan
profundamente grabados en nuestra mentalidad, incluso –tal vez especialmente–
entre gentes no alfabetizadas o pre-alfabetizadas, que la referencia bíblica
hacía las veces de autorreferencia, de pasaporte en el viaje hacia el ser
interior de la persona.
Las Escrituras
eran (para muchos lo son todavía) una presencia en acción, tanto universal como
singular, compartida por todos y de la mayor intimidad. No hay otro libro como
éste; todos los demás están habitados por el murmullo de ese manantial lejano
(hoy en día, los astrofísicos hablan del “ruido de fondo” de la creación).
Según los cálculos más recientes, el Antiguo y el Nuevo Testamento han sido
traducidos, completos o en sustanciales selecciones, a dos mil diez lenguas distintas.
El proceso de traducción y retraducción ha sido continuo durante más de dos
milenios.
Los textos
bíblicos han sido transmitidos por todos los medios y notaciones concebibles:
de los rollos de papiro a los discos compactos, de los infolios monumentales a
la miniaturización de salmos u oraciones en cabezas de alfiler. La crónica de
la imprenta, del diseño de caracteres, gira en torno a las ediciones de la
Biblia, de Gutenberg en adelante.
Pero la Sagrada
Escritura está también disponible en braille y en el lenguaje de signos para
sordos. No hay biblioteca, por extensa que sea, que comprenda la totalidad de
las Biblias y Evangelios hablados, escritos, impresos.
Parece evidente que la Santa Biblia
–pero ¿qué significa ese epíteto?– es el acto lingüístico más publicado y
difundido sobre la faz de la tierra.
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