2 de junio, 2019
Los sacerdotes que
vivían en el valle del río Jordán trabajaron en la reconstrucción de las
secciones que seguían. Nehemías 3.22, TLA
La
segunda parte de Nehemías 3 completa el cuadro de la participación comunitaria
en la reconstrucción de los muros y las puertas de Jerusalén. La enumeración de
colaboradores incluye de manera destacada la participación de las familias sacerdotales
anticipada desde 3.1 con la mención de su trabajo y la dedicación del lugar en
el que actuaron. Todo el capítulo es una muestra de la envidiable capacidad organizativa
de Nehemías en medio de circunstancias tan complejas. Desde el mismo reclutamiento,
que no se detalla con exactitud, se requería haber causado un sólido impacto en
la conciencia de las personas para convencerlas de participar en esa obra
magna. La mención de los sacerdotes (aun cuando aparece en primer lugar) los
incorporó al resto del pueblo como parte de los diferentes integrantes de gremios
(plateros, comerciantes) que se unieron a la labor que los unificó. Su trabajo
material (3.17a, 22-23, 28-29) no se presenta como mejor ni superior al de los
demás grupos representados. Las palabras del Señor en labios de Zacarías resonaban
detrás de esos enormes esfuerzos: “Pero quiero que sepan / que reconstruiré mi
ciudad, / y también mi templo. / ¡Le mostraré cuánto la quiero! / Yo soy el
Dios todopoderoso, / y les juro que así lo haré” (Zac 1.16).
El caso de los sacerdotes, cuya mención tiende siempre
a incomodar por causa de la orientación que en ocasiones dieron a la vida religiosa
del pueblo aparece como una especie de reivindicación de sus tareas, porque
como escribe Samuel Pagán, más allá de que estuviera en entredicho su papel litúrgico,
espiritual y teológico, ellos representaban el lugar relevante que se otorgaba
a la tradición antigua de Israel. Eran, por así decirlo, los “guardianes de la
historia de la salvación”. En esta ocasión, afirma:
Tanto Eliasib como los
sacerdotes que trabajaron en los muros demostraron una teología sabia y práctica.
En el culto se celebraban las intervenciones salvadoras de Dios en medio de la historia
del pueblo; en el trabajo de reconstrucción demostraban que era responsabilidad
del pueblo hacer todo lo posible por protegerse y salvaguardar las tradiciones
de sus antepasados. Los sacerdotes comprendieron que la intervención de Dios
también se hacía realidad a través del trabajo y del esfuerzo decidido. Dios los
inspiraba, pero ellos debían hacer el trabajo físico de una forma efectiva.[1]
Ciertamente esta nueva generación de sacerdotes tenía
frente a sí la exigencia de reencaminar la tarea sacerdotal por los mejores
senderos a fin de superar lo acontecido en otras épocas, en las que sus antepasados
habían desempeñado un papel legitimador de las imposiciones monárquicas más que
subrayar las indicaciones precisas de la ley de Dios para todo el pueblo. Por ello
surgieron los profetas como un contrapeso ideológico y cultural para recordar
la vocación transformadora y de justicia que debía caracterizar a toda la
comunidad. La escasa atención que prestaban a las tribus y la centralización
del culto en el templo de Salomón marcaron su actuación de manera definitiva. Pero
en la época de Esdras y Nehemías, siendo el primero de filiación sacerdotal, se
presentaba una magnífica oportunidad para retomar el rumbo. En Zacarías 3, el
sacerdote Josué recibe ropas limpias en señal de la purificación de su trabajo.
Ese libro da fe de la forma en que las esperanzas del
pueblo no se separaron de ese clan especial, sobre todo al hacer mención de
Josué, quien concentró en su persona muchas de ellas, al lado de Zorobabel,
descendiente de David, en los inicios de la reconstrucción: “…el sumo sacerdote
Josué y el príncipe Zorobabel. Ellos son los dos olivos [Zac 4.14], los dos
ungidos que se mantienen delante del Señor de toda la tierra. Así, pues, la
función mesiánica se atribuye también al sacerdocio ya aquel que por primera
vez lleva el título de ‘sumo sacerdote’”.[2]
Luego de la misteriosa desaparición de Zorobabel, sin que se cumpliera en él la
profecía mesiánica, quedó sólo un ungido y el mensaje del profeta se concentró
en Josué, quien recibió la corona (6.11-13). “Desde entonces, las esperanzas mesiánicas
quedaron vinculadas a la persona del sumo sacerdote”,[3]
lo cual representó una alta responsabilidad que no siempre fue bien sobrellevada.
Malaquías, a su vez, pondría nuevamente el dedo en la llaga al referirse a las
prácticas poco adecuadas del sacerdocio que, lamentablemente, recayó en
prácticas corruptas y poco edificantes (1.6-14; 2.1-9; ).
Una lectura contemporánea de la presencia sacerdotal en
las acciones encaminadas a la reconstrucción del pueblo en todos sus niveles recuerda,
inevitablemente, la realidad y la práctica del sacerdocio universal, situación renovadora
radical hacia la que se encaminaba la revelación completa de los aspectos
comunitarios de la pertenencia y actuación como parte del pueblo de Dios. Desde
la óptica actual, queda bien claro que, para todos los creyentes, la participación
en la obra de Dios no es opcional, sin importar el cargo formal que se haya
alcanzado. Nadie queda excluido de participar, mediante los dones que Dios le
haya otorgado, en la causa de su Reino en el mundo.
La separación entre clero y laicos, sacerdotes y
seglares, ordenados y seculares, es una categoría que tendía a eliminarse,
incluso desde algunos lugares del Antiguo Testamento. Con el señor Jesús esa
eliminación es una realidad absoluta y la indicación clara es la de “desclericalizar”
al pueblo de Dios, a la iglesia, para siempre, con todo y que dentro del orden y
la disciplina comunitarios tenga que haber un orden para reglamentar los
oficios, los llamamientos y las responsabilidades, tal como lo indica el
apóstol Pablo mediante la metáfora del cuerpo (I Corintios 12). El riesgo
verdadero es doble: por un lado, seguir la orientación inversa a la de las
Escrituras, es decir, “reclericalizar” a la iglesia y, sobre todo, como
consecuencia, creer o hacer creer que el trabajo de algunos al servicio de Dios
es superior al de otro. Así lo señaló, agudamente, el pastor bautista cubano
Francisco Rodés:
En verdad el clericalismo
no murió, sino que sobrevivió sobre otras bases, una nueva fuente de servicios
a la religiosidad se abrió, la de los dispensadores de la doctrina correcta,
los que manejaban el arte de predicar la Biblia y alentar la fe. El conocimiento
de la Biblia requería de dedicación, de estudios en seminarios y universidades.
Surge así con fuerza el profesionalismo religioso. El ministro protestante
recupera mucho de la aureola de santidad del antiguo sacerdote, su autoridad se
establece en las nuevas estructuras de las iglesias, que son controladas por
los nuevos clérigos, y el sacerdocio universal de los creyentes se convierte en
otra página mojada del ideario protestante.[4]
Ambas tendencias nos pueden alejar del compromiso y hacer
perder de vista la radical “horizontalización” de la vida y misión de la
iglesia, como sucede, desafortunadamente, en muchos movimientos “neo-apostólicos”.
Pero es posible mirar hacia adelante con la certeza de que cada forma de
servicio a Dios siempre será valiosa, por muy sencilla que sea.
[1] S. Pagán, op. cit., p. 131.
[2] François Castel, Historia de
Israel y de Judá desde los orígenes hasta el siglo II D. C. 5ª ed. Estella, Verbo Divino, 1998, p. 137.
[3] Ídem.
[4] F. Rodés, “El ideal
frustrado de la Reforma Protestante: el sacerdocio universal de los creyentes”,
en Signos de Vida, Quito, Consejo
Latinoamericano de Iglesias, núm. 61, noviembre de 2012, p. 34, https://issuu.com/clai/docs/sv_noviembre_2012__22_.
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