sábado, 1 de junio de 2019

La colaboración sacerdotal: material y espiritual, L. Cervantes-O.



2 de junio, 2019

Los sacerdotes que vivían en el valle del río Jordán trabajaron en la reconstrucción de las secciones que seguían. Nehemías 3.22, TLA

La segunda parte de Nehemías 3 completa el cuadro de la participación comunitaria en la reconstrucción de los muros y las puertas de Jerusalén. La enumeración de colaboradores incluye de manera destacada la participación de las familias sacerdotales anticipada desde 3.1 con la mención de su trabajo y la dedicación del lugar en el que actuaron. Todo el capítulo es una muestra de la envidiable capacidad organizativa de Nehemías en medio de circunstancias tan complejas. Desde el mismo reclutamiento, que no se detalla con exactitud, se requería haber causado un sólido impacto en la conciencia de las personas para convencerlas de participar en esa obra magna. La mención de los sacerdotes (aun cuando aparece en primer lugar) los incorporó al resto del pueblo como parte de los diferentes integrantes de gremios (plateros, comerciantes) que se unieron a la labor que los unificó. Su trabajo material (3.17a, 22-23, 28-29) no se presenta como mejor ni superior al de los demás grupos representados. Las palabras del Señor en labios de Zacarías resonaban detrás de esos enormes esfuerzos: “Pero quiero que sepan / que reconstruiré mi ciudad, / y también mi templo. / ¡Le mostraré cuánto la quiero! / Yo soy el Dios todopoderoso, / y les juro que así lo haré” (Zac 1.16).

El caso de los sacerdotes, cuya mención tiende siempre a incomodar por causa de la orientación que en ocasiones dieron a la vida religiosa del pueblo aparece como una especie de reivindicación de sus tareas, porque como escribe Samuel Pagán, más allá de que estuviera en entredicho su papel litúrgico, espiritual y teológico, ellos representaban el lugar relevante que se otorgaba a la tradición antigua de Israel. Eran, por así decirlo, los “guardianes de la historia de la salvación”. En esta ocasión, afirma:

Tanto Eliasib como los sacerdotes que trabajaron en los muros demostraron una teología sabia y práctica. En el culto se celebraban las intervenciones salvadoras de Dios en medio de la historia del pueblo; en el trabajo de reconstrucción demostraban que era responsabilidad del pueblo hacer todo lo posible por protegerse y salvaguardar las tradiciones de sus antepasados. Los sacerdotes comprendieron que la intervención de Dios también se hacía realidad a través del trabajo y del esfuerzo decidido. Dios los inspiraba, pero ellos debían hacer el trabajo físico de una forma efectiva.[1]

Ciertamente esta nueva generación de sacerdotes tenía frente a sí la exigencia de reencaminar la tarea sacerdotal por los mejores senderos a fin de superar lo acontecido en otras épocas, en las que sus antepasados habían desempeñado un papel legitimador de las imposiciones monárquicas más que subrayar las indicaciones precisas de la ley de Dios para todo el pueblo. Por ello surgieron los profetas como un contrapeso ideológico y cultural para recordar la vocación transformadora y de justicia que debía caracterizar a toda la comunidad. La escasa atención que prestaban a las tribus y la centralización del culto en el templo de Salomón marcaron su actuación de manera definitiva. Pero en la época de Esdras y Nehemías, siendo el primero de filiación sacerdotal, se presentaba una magnífica oportunidad para retomar el rumbo. En Zacarías 3, el sacerdote Josué recibe ropas limpias en señal de la purificación de su trabajo.

Ese libro da fe de la forma en que las esperanzas del pueblo no se separaron de ese clan especial, sobre todo al hacer mención de Josué, quien concentró en su persona muchas de ellas, al lado de Zorobabel, descendiente de David, en los inicios de la reconstrucción: “…el sumo sacerdote Josué y el príncipe Zorobabel. Ellos son los dos olivos [Zac 4.14], los dos ungidos que se mantienen delante del Señor de toda la tierra. Así, pues, la función mesiánica se atribuye también al sacerdocio ya aquel que por primera vez lleva el título de ‘sumo sacerdote’”.[2] Luego de la misteriosa desaparición de Zorobabel, sin que se cumpliera en él la profecía mesiánica, quedó sólo un ungido y el mensaje del profeta se concentró en Josué, quien recibió la corona (6.11-13). “Desde entonces, las esperanzas mesiánicas quedaron vinculadas a la persona del sumo sacerdote”,[3] lo cual representó una alta responsabilidad que no siempre fue bien sobrellevada. Malaquías, a su vez, pondría nuevamente el dedo en la llaga al referirse a las prácticas poco adecuadas del sacerdocio que, lamentablemente, recayó en prácticas corruptas y poco edificantes (1.6-14; 2.1-9; ).

Una lectura contemporánea de la presencia sacerdotal en las acciones encaminadas a la reconstrucción del pueblo en todos sus niveles recuerda, inevitablemente, la realidad y la práctica del sacerdocio universal, situación renovadora radical hacia la que se encaminaba la revelación completa de los aspectos comunitarios de la pertenencia y actuación como parte del pueblo de Dios. Desde la óptica actual, queda bien claro que, para todos los creyentes, la participación en la obra de Dios no es opcional, sin importar el cargo formal que se haya alcanzado. Nadie queda excluido de participar, mediante los dones que Dios le haya otorgado, en la causa de su Reino en el mundo.
La separación entre clero y laicos, sacerdotes y seglares, ordenados y seculares, es una categoría que tendía a eliminarse, incluso desde algunos lugares del Antiguo Testamento. Con el señor Jesús esa eliminación es una realidad absoluta y la indicación clara es la de “desclericalizar” al pueblo de Dios, a la iglesia, para siempre, con todo y que dentro del orden y la disciplina comunitarios tenga que haber un orden para reglamentar los oficios, los llamamientos y las responsabilidades, tal como lo indica el apóstol Pablo mediante la metáfora del cuerpo (I Corintios 12). El riesgo verdadero es doble: por un lado, seguir la orientación inversa a la de las Escrituras, es decir, “reclericalizar” a la iglesia y, sobre todo, como consecuencia, creer o hacer creer que el trabajo de algunos al servicio de Dios es superior al de otro. Así lo señaló, agudamente, el pastor bautista cubano Francisco Rodés:

En verdad el clericalismo no murió, sino que sobrevivió sobre otras bases, una nueva fuente de servicios a la religiosidad se abrió, la de los dispensadores de la doctrina correcta, los que manejaban el arte de predicar la Biblia y alentar la fe. El conocimiento de la Biblia requería de dedicación, de estudios en seminarios y universidades. Surge así con fuerza el profesionalismo religioso. El ministro protestante recupera mucho de la aureola de santidad del antiguo sacerdote, su autoridad se establece en las nuevas estructuras de las iglesias, que son controladas por los nuevos clérigos, y el sacerdocio universal de los creyentes se convierte en otra página mojada del ideario protestante.[4]

Ambas tendencias nos pueden alejar del compromiso y hacer perder de vista la radical “horizontalización” de la vida y misión de la iglesia, como sucede, desafortunadamente, en muchos movimientos “neo-apostólicos”. Pero es posible mirar hacia adelante con la certeza de que cada forma de servicio a Dios siempre será valiosa, por muy sencilla que sea.


[1] S. Pagán, op. cit., p. 131.
[2] François Castel, Historia de Israel y de Judá desde los orígenes hasta el siglo II D. C. 5ª ed. Estella, Verbo Divino, 1998, p. 137.
[3] Ídem.
[4] F. Rodés, “El ideal frustrado de la Reforma Protestante: el sacerdocio universal de los creyentes”, en Signos de Vida, Quito, Consejo Latinoamericano de Iglesias, núm. 61, noviembre de 2012, p. 34, https://issuu.com/clai/docs/sv_noviembre_2012__22_.

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