LA PANDEMIA, EL APOCALIPSIS
Y NUESTRA MISIÓN CRISTIANA
Juan Stam
¡De un día para otro nos cambió la vida! Arrancó
la pandemia del coronavirus y ya todo cambió. Tenemos que aislarnos, no
socializar físicamente, mantener dos metros de distancia y, mejor todavía,
quedarnos en casa. Algunos países o localidades han sido más cautelosos y
estrictos que otros. Algunos gobernantes esperan que ignorándolo se acabe el
problema. Las salidas a la calle están limitadas a lo más necesario: comida,
medicina, trabajo, emergencias. Las escuelas se cerraron y los estudiantes
continúan su aprendizaje a distancia. Las reuniones familiares, de amigos o
grupos se realizan en línea. Los que pueden, trabajan desde sus casas. Otros se
reinventan la circunstancia para sobrevivir. Muchos ya no tienen trabajo. O
comida. Todo, absolutamente todo, ha cambiado. Hay que adaptarse.
Las noticias pueden infundir
temor. Los números de casos y, tristemente también de las muertes, suben
exponencialmente. Hay que disminuir ese crecimiento. Hay que desacelerarlo.
Buscamos achatar la curva para que los servicios hospitalarios no colapsen. Nos
piden lavarnos las manos una y otra vez, estornudar o toser según el protocolo,
y no tocar nada, mucho menos tocarnos la cara. Solo quedándonos en casa se
evita el contagio y la vil multiplicación exponencial. ¡Parece una película de
ciencia ficción!
Ya en varias noticias se han
descrito escenas reales como algo “apocalíptico”, porque claro, en las
películas de ciencia ficción —e incluso en algunas películas o series que se
autodenominan cristianas— se narran cosas terribles como si fueran sacadas del
libro de Apocalipsis. Presentan al Apocalipsis como algo tenebroso, terrible,
que da miedo. Pero ¡nada más lejos de la verdad! Y, probable y tristemente, los
cristianos mismos hemos permitido, y hasta perpetuado, ese uso tan equivocado
del concepto de “apocalíptico”.
El término “apocalipsis” viene
del griego ἀποκάλυψις. Literalmente significa “revelación”, y específicamente la
revelación de Jesucristo. De hecho, en inglés, al libro de Apocalipsis le
llaman “Revelation”. ¿Será que la revelación de nuestro Señor Jesucristo causa
estragos y da miedo? ¡Jamás! El libro de Apocalipsis es un libro de victoria,
de alabanza, de la revelación de la gloria de Dios. “¡El Apocalipsis se lee ‘en
clave de adoración y culto’, o el Apocalipsis se lee mal! Todo este libro es
profundamente litúrgico y debe leerse doxológicamente” (Stam, 1999, Apocalipsis
y Profecía, p. 130). Nos corresponde a los cristianos corregir ese concepto
erróneo de lo “apocalíptico”, y devolverle la esperanza al pueblo. Estamos en
el “ya, pero todavía no”: ya vino Jesús, y esperamos su segunda venida con la
fe de un nuevo cielo y una nueva tierra. Eso es vivir apocalípticamente. Esta
pandemia, en cambio, no es apocalíptica.
Otros dirán “son las señales de
los tiempos”, o “el tiempo está cerca”. Según Jesús mismo, “nadie sabe ni el
día ni la hora” (Mt 24:36). Lógicamente estamos más cerca de la segunda venida
de Cristo, cronológicamente hablando, puesto que el tiempo pasa; pero desde su
vida en la tierra, Jesús ya decía que el tiempo estaba cerca. Según Jesús,
nadie sabe cuándo será. Asimismo, a través de los tiempos ha habido muchos
terremotos, huracanes, diluvios, y hasta pandemias aproximadamente cada 100
años. ¿Cómo afirmar que ésta sí es la pandemia que señala el fin del mundo?
¿Que ésta sí es “la señal de los tiempos”? Es muy probable que los cristianos pensaron
lo mismo durante todas las pandemias, como en la epidemia de la llamada “Gripe española”.
Y ya han pasado 100 años más. A lo mejor faltan muchísimas catástrofes más.
Según las palabras de Jesús, no hay cómo saberlo. ¿Será que no estamos llamados
a vivir viendo solamente hacia el futuro? ¿Será que los cristianos debemos ver
hacia el futuro, pero con los pies en la tierra? ¿Será que el “hoy” también es
importante?
Lo que sí podemos afirmar es que
Dios trata de hablarle a Su pueblo a través de diversas circunstancias. Y, si
no escuchamos, a veces tiene que hablar más fuerte. No como castigo, ni
siquiera como regaño, sino más como un “Estoy hablando. ¡Por favor escuche!” ¿Podemos
escuchar Su voz? ¿Podemos, como manda el salmista, quedarnos quietos y saber
que Él es Dios (Salmo 46.10)? ¿Qué nos quiere decir Dios hoy, inmersos en esta
pandemia? ¿Y cómo, entonces, podemos o debemos responder como cristianos a
nuestra realidad actual en medio del coronavirus?
Lo primero que Dios —y el pueblo—
esperan de nosotros es obediencia. Si nuestros gobernantes y líderes nos piden
quedarnos en casa, debemos dar el ejemplo quedándonos en casa. Hay iglesias que
juzgan el cierre de lugares de reunión como “persecución religiosa”. Pretenden
ser mártires de una sociedad a la cual etiquetan de “anticristiana”. Si eso
fuera cierto, no habría un mandato de cierre y aislamiento social para toda la
población y todos los centros de reunión, de todo tipo. Las reglas aplican a
todos por igual. Más bien, al ignorar y desobedecer los lineamientos
establecidos, no sólo ponen en peligro la salud y las vidas de sus propios
líderes, feligreses y familias, sino también de toda la comunidad, debido a la
magnitud de contagio de este virus. A final de cuentas, su actitud de soberbia
y rechazo de las autoridades no hace más que alejar a otros de su fe y, una vez
abiertas, también de sus templos. El amor cristiano, en cambio, le da prioridad
al prójimo y protege a la comunidad.
Por ahí salió también la noticia
insólita de otros “evangélicos” que decían que el uso de las mascarillas es una
forma secreta de convertir poco a poco a todos los habitantes en musulmanes:
primero las mascarillas, luego los turbantes. ¡Quién sabe si alguien los podrá
tomar en serio! Eso no representa ni a Dios ni al evangelio. No son las Buenas
Nuevas de Cristo.
La
paradoja de una pandemia es que, si el pueblo guarda disciplinadamente la
cuarentena, se reducen los casos contagiados y el número de muertes, haciendo
entonces que algunos piensen que el encierro había sido innecesario. ¿No se dan
cuenta de que la reducción de casos es resultado precisamente del distanciamiento? Ésa es la consecuencia deseada.
Además de obediencia en
protección del prójimo, esta crisis requiere también empatía, mucha empatía.
Solidaridad emocional. Acompañamiento. En este aislamiento social, hay personas
más aisladas que nunca. Llamémoslos. Enviémosles un mensaje. No podemos estar
físicamente, pero podemos estar presentes a la distancia para levantarles el
ánimo y motivarlos. Utilicemos de forma positiva y edificante las redes
sociales. Compartamos mensajes optimistas, en lugar de los que asustan, algunos
de los cuales ni siquiera son verídicas. Hagamos grupos de apoyo. Escuchémonos.
Mantengámonos más disponibles que nunca, porque es un momento que bien puede
llevar a la soledad, la frustración, el temor, y hasta la desesperación y el
pánico. Algunas personas son más resilientes que otras. Unos más fuertes, otros
menos. O algunas situaciones más complicadas. Sepamos escuchar, empatizar, y
apoyarnos los unos a los otros.
Luego, además de empatía
emocional, mostremos el amor de Cristo con empatía concreta. Muchos se han
quedado sin trabajo o han perdido parte sustancial de su salario. Muchos no
tendrán para pagar sus deudas, las utilidades como agua y luz, su casa, o hasta
su comida. Dios nos manda a compartir lo que Él nos ha dado, así como hacía la
primera iglesia en el libro de los Hechos. Esta es nuestra oportunidad. Hagamos
realidad el amor de Dios para con nuestro prójimo. Muchos ofrendan a través de
las comunidades de fe. La falta de reunión física puede —pero no debe—
disminuir las ofrendas. Si bien no se puede colaborar en efectivo el domingo en
la mañana, sí es posible utilizar los medios electrónicos para seguir
compartiendo con otros las bendiciones que Dios nos da. Se necesitan
donaciones, ahora más que nunca. Las comunidades de fe, al igual que cada
cristiano de forma individual, tenemos la gran oportunidad de ayudar al
desprotegido, al necesitado, a la población que hoy no tiene trabajo, comida,
ropa seca, o hasta casa. Esta crisis ha demostrado la inequidad social, y la
está profundizando aún más. Una donación a tiempo puede ser el alivio que anime
a alguien a seguir adelante.
De igual manera, podemos escoger
apoyar a pequeños y medianos empresarios y agricultores, más que a las grandes
cadenas de supermercados que a lo mejor hasta están ganando más con la
pandemia. Tal vez sea un poquito más caro, pero hay que verlo como una ayuda a
la persona y su familia, como también para la economía nacional. Además, muchas
veces lo entregan a domicilio, lo cual a su vez permite mantener de manera más
segura la cuarentena. Las redes sociales son una excelente fuente para conseguir
y compartir información al respecto.
La pandemia nos da también la
oportunidad de evaluar y, de ser necesario, ajustar nuestros valores y
prioridades. ¿Vale más la adquisición de cosas materiales, o compartir nuestras
bendiciones con otros? ¿Mi bienestar es más importante que la de mi vecino?
¿Dónde terminan mis derechos y empiezan los del “otro”? ¿Estoy conforme con la
distribución material que permite a unos disfrutar del teletrabajo, en la unión
de su familia, en una casa cómoda con buen patio para despejarse, mientras
otros se quedan sin trabajar ni comer y temen perder su casa por no poderla
pagar? A la luz de las enseñanzas de Cristo, ¿de qué manera podemos “buscar
primero el reino de Dios y Su justicia”? (Mt. 6.33)
Éste es un tiempo de recogimiento,
de meditación, de reestructuración y de acciones de amor. Trae consigo momentos
muy duros, más para unos que para otros. Pero esto también pasará. De todos
nosotros depende que pase de la mejor manera posible. Es tiempo para compartir
esperanza en lugar de miedo. Tiempo de infundir optimismo en vez de
negativismos. Es tiempo de mantener la paz, “la paz que sobrepasa todo
entendimiento”, y de contagiarla a los demás. Tiempo de estar físicamente
distantes, pero espiritualmente más unidos. Es hora de estar agradecidos por
pequeñas bendiciones, por cosas que no siempre valoramos – la salud, el
trabajo, la familia, el saludo y la sonrisa telefónica o virtual, la comida de
cada día, las garantías sociales, la ayuda recibida, y la vida.
Son tiempos interesantes,
definitivamente. Traen consigo obstáculos y dificultades, sobre todo para los
que sufran la enfermedad, pierdan la vida o a familiares, o pierdan su
sostenibilidad económica. Aunque no le temamos a la muerte (Fil 1.21), las
complicaciones en torno a este virus traen pérdida, dolor y tristeza. Puede ser
duro; requiere resiliencia y fortaleza. Pero también es un tiempo de
oportunidades. Oportunidades para poner en práctica el amor de Cristo.
Oportunidades para compartir el evangelio de forma vivencial y verdadera.
Oportunidades para sanar relaciones personales y familiares. Oportunidades para
que nuestro planeta respire y sane. Oportunidades para reflexionar sobre
nuestra sociedad – dónde estamos, cómo llegamos aquí, dónde queremos llegar…
Tal vez Dios no quiere que sus hijos vivamos solo en función de un “final
feliz”. Tal vez hay trabajo que hacer mientras tanto en nuestro planeta Tierra,
creación de Dios al igual que cada uno de nosotros.
Conforme pase el tiempo en
aislamiento, a lo mejor sintamos deseos de “volver a la normalidad”, a la vida
como la conocíamos antes del coronavirus. El reto, creo, es más bien no volver
a la “normalidad” conocida, sino idear y construir una nueva realidad: un mundo
más justo, más equitativo, más balanceado, más sano, más amoroso, más lleno del
amor de Dios.
Soñemos. Imaginémonos
las posibilidades. Construyamos. Quedémonos en la casa y aprovechemos este
tiempo para reflexionar, crecer, aprender, y crear —solidariamente unidos— un
futuro mejor para todos y todas.
“Si vamos a contagiarnos de
algo”, dice un mensaje en las redes sociales, “que sea de fe, esperanza y
amor”. ¡Eso sí es apocalíptico!