EL DIOS DE JOB (I)
David J.A. Clines
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l libro de Job es un himno a la
condición inescrutable de Dios. A diferencia de algunas religiones en las
cuales la deidad es de suyo incognoscible o casi, en el libro de Job no es que
no se pueda saber nada sobre Dios; es más bien que de Dios se sabe —o al menos
se puede decir— demasiado para que estemos seguros de que cualquier afirmación
que hagamos acerca de él es correcta o errónea. ¿Es una deidad cósmica,
tremendamente alejada de las inquietudes humanas, o está íntimamente implicado
en la vida y destino de cada ser humano? ¿Es un dios compasivo o un monstruo
cruel? ¿Gobierna el mundo según los dictados de la justicia, o le tienen sin
cuidado los asuntos humanos?
Todas estas posturas son
afirmadas por el libro de Job, o al menos por uno de los personajes que
participan en sus diálogos. Dentro del libro, todas las voces contradicen a las
demás, de manera que ¿a quién hemos de creer? ¿A los amigos, que hablan como
teólogos representativos de la piedad hebrea tradicional y ortodoxa? ¿A Job
mismo, que lanza acusaciones contra Dios desde el interior de un terrible
sufrimiento, y quizá no esté en sus cabales? ¿A Dios, que se niega
categóricamente a abordar las cuestiones clave que Job y el libro han estado
planteando? ¿O al autor del libro y a su portavoz, el narrador, que se reservan
la última palabra que descompone todo cuanto se ha dicho anteriormente? ¿O
acaso no se trata de privilegiar una voz sobre otra, de declarar que Job tiene
razón y los amigos no, o que Dios tiene razón y el autor no, etcétera, sino de
reconocer todas las voces como elementos básicos de un pensamiento serio sobre
Dios, cada uno con su percepción, por parcial que sea, de un aspecto de la
realidad divina, pero ninguno global, ninguno más allá de la contradicción o la
disputa?
Por supuesto, nos gustaría
encontrar una solución a los problemas del libro, pero quizá esperar una
solución sea demasiado esperar. Si el libro como tal no habla de manera
inequívoca, quizá todo lo que debemos intentar sea prestar una escucha abierta
pero crítica a todas las voces en su multiplicidad y disonancia. Éste sería un
planteamiento tentador.
Pero el libro de Job no es el
informe de un seminario en el cual todas las voces son iguales. Con su
estructura y textura invita a un posicionamiento jerárquico de los
participantes, según el cual la voz de los amigos se ha de escuchar como la
menos creíble, pues en el epílogo Dios dice que no han hablado correctamente de
él (42.7-8). En el mismo lugar se dice que Job ha hablado correctamente, y sin
embargo es objeto de la crítica más severa por parte de Dios, y los lectores
sabemos por el prólogo que en cualquier caso está en un terrible error acerca
de la actitud de Dios respecto a él. Resulta difícil saber si su voz merece más
atención que la de los amigos.
Podríamos haber pensado que la
voz de Dios desde la tempestad (caps. 38-41) impondría automáticamente la
sumisión de todos los lectores del libro, y sin embargo lo que Yahvé dice allí
resulta profundamente insatisfactorio para muchos lectores, y la narración del
libro, en el epílogo, parece pasar por alto los discursos divinos, con lo cual
debilita su fuerza. Así, al final dista mucho de estar claro que se deba
atender a una sola y única voz; y en cualquier caso, el poeta ha puesto ante
nosotros las palabras de todos los interlocutores para nuestra instrucción y
deleite, y tal vez hagamos bien en saborear, en toda su variedad, su reñida
conversación acerca de Dios.
EL RIESGO CERO, NI EXISTIÓ,
NI EXISTIRÁ
Lidia Martín
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n esta situación que estamos viviendo, particularmente desde la desescalada
ahora y a pocas jornadas de volver a la llamada “nueva normalidad”,
efectivamente vamos a seguir siendo más “normales que nunca”, seguiremos la
distribución normal que marca la estadística (así se llama, de hecho, desde el
punto de vista matemático) y tendremos dos extremos dignos de considerar: los
sin ley, en un lado del continuo, y los que buscan probabilidad de riesgo cero,
de otro.
Los primeros
no tienen miedo. Son necios y temerarios. Pasan de cubrebocas, de distancias de
seguridad, de esperar turno a que les toque o de lavarse las manos. Se sienten
invulnerables porque, principalmente, parecen impunes. Pocas veces se les
penaliza de forma realmente contundente y lo que han aprendido a lo largo del
tiempo es que pueden hacer lo que quieran, porque pocas veces pasa algo para
las muchas veces que se lo saltan todo a la torera. Además, en buena parte de
las ocasiones, lo que sucede les salpica a otros y no a ellos mismos y, en su
falta de humanidad y empatía, francamente les da igual.
Los segundos
no sólo tienen mucho miedo, sino que ese temor se ha convertido en ansiedad. La
emoción se ha salido “del tiesto” y ahora les gobierna. Se dicen que no saldrán
nunca más mientras no haya una vacuna, que no van a sentarse en ninguna parte,
que hasta que no haya seguridad absoluta no tienen nada que hacer en la
calle... y se arrinconan en sus casas casi cruzando los dedos porque que esto
pase pronto es casi la única opción que contemplan para poder enfrentar la
vida.
Ahora bien,
¿existió alguna vez realmente ese riesgo cero, o quizá es una ilusión de
control en nuestra mente, muy alejada de la realidad? Porque, si nos damos
cuenta, por razones diferentes, en ambos extremos está asentada esa idea. En
los primeros, porque no lo contemplan. En los segundos, porque creen ciegamente
que esa posibilidad existe. ¿O quizá es sólo lo que quieren creer?
Hoy me pregunto dónde estamos nosotros entre estos dos
puntos. ¿Examinamos esta cuestión desde una perspectiva también espiritual, los
que somos cristianos? La nueva normalidad nos va a obligar a tomar decisiones y
como cristiana sé que mi decisión compromete mi fe frente al mundo, determina
lo que cuento de Dios a aquellos que, quizá no me escuchan, pero me observan.
No puedo
ser, en conciencia, ni una necia, ni una sin ley. No sólo por ser cristiana,
sino porque lo dicta el propio sentido común y cívico. No puedo pensar sólo en
mí misma o en lo que me apetece, sin mirar a nadie más. Sé que mis actos tienen
consecuencias y, siendo así, me debo a mucho más que a mis propios impulsos.
Tampoco
puedo vivir la vida como si la que controlara mis circunstancias fuera yo
misma, sin tener en cuenta a Dios para nada. Él nunca nos ha colocado en una
situación de probabilidad de riesgo cero, precisamente porque es en medio de la
incertidumbre donde desarrollamos nuestra dependencia del Dios que gobierna el
Universo y el coronavirus. Ahí es donde descubro mi propia identidad como
criatura y no como Creador. Yo no controlo ni lo mínimo, es evidente. Él sí y
espera que establezca con Él una relación de confianza en la que Él puede
hacerse fuerte en mi debilidad.
Por muy
atrayente que pueda resultar la idea de confiar en la llegada de una situación
realmente propicia, por muy idealizada que podamos tener esa normalidad que
hemos perdido y a la que seguimos aspirando aún, sin darnos cuenta del punto en
el que estamos, creo que hemos de aprender a vivir agradecidos y con gozo y paz
cualquiera que sea nuestro momento, incluido este, incierto y que no sabemos
cuánto va a durar.
Esta nueva
situación nos obliga a mirar alrededor y mirar arriba: Miramos alrededor para,
en función de lo que la realidad nos va contando acerca de la progresión de
este problema, ser conscientes de lo que conviene y de lo que no. Sabios y no
necios, como reflexionábamos en semanas anteriores.
Miramos
arriba para cotejar esa realidad que percibimos con Quien la permita y nos
permite observarla, para renovar nuestra confianza en que no debemos descansar
en lo que creemos controlar, sino en el Dios que controla las circunstancias y
para recordarnos que es en tenerle en cuenta que está la esencia de la
sabiduría que tanto necesitamos en estos momentos.
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3ª REUNIÓN VIRTUAL DE ORACIÓN Y REFLEXIÓN