El tema de la ansiedad (con los varios sinónimos que aparecen
en otras versiones: preocupación, angustia, inquietud) está asociada con el
miedo, el temor. La palabra griega (μεριμνάω = merimnao) aparece siete veces
en Mateo 6.25-34, y la idea en el pasaje es: “que no te distraigan las
preocupaciones”; “que la ansiedad no te robe la paz”. El antídoto a ese estado
de ánimo es lo que Jesús sugiere en los vv. 33-34 (TLA): “Lo más importante es que reconozcan a Dios
como único rey, y que hagan lo que él les pide. Dios les dará a su tiempo todo
lo que necesiten. Así que no se preocupen por lo que pasará mañana. Ya
tendrán tiempo para eso. Recuerden que ya tenemos bastante con los problemas de
cada día”.
En los tiempos que ahora nos toca vivir —la
presencia de la pandemia causada por el Covid-19— esa ansiedad de la que habla
1 Pedro 5.7 tiene más cercanía con el miedo que con las tentaciones de la vida
cotidiana, sin excluirlas necesariamente.
La verdadera vida cristiana, el espacio
donde se pueda dar esa vida, tiene que estar libre del temor y las preocupaciones
de toda índole. Su espacio es el amor que solo puede hacerse realidad en una
vida en comunidad. 1 Juan 4.18 (RV60) lo señala de manera muy clara: “En el amor no hay temor, sino que el
perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De
donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor”.
Ahora bien, debemos de reconocer que
lograr esto no es nada fácil. Henry Nouwen, en su libro Signos de vida
(p. 11) dice lo siguiente:
Somos
personas dominadas totalmente por el miedo. Cuantas más personas conozco y en
la medida en que consigo hacerlo con mayor profundidad más abrumado me siento
cada vez al ser testigo del poder negativo del miedo. Se diría que con
frecuencia que el miedo ha invadido los rincones más recónditos de nuestro ser,
hasta tal punto que jamás hemos experimentado el sabor de una vida libre de
miedos.
Parece
que siempre hay algo por lo que sentir miedo. Puede ser que ese algo anide en
nuestro interior o que tenga una vigencia a nuestro alrededor; que nos sea una
realidad cercana o que exista lejos de nuestro entorno; que nos sea muy
visible, o que se nos aparezca velado; que proceda de nosotros mismos, de los
demás o, incluso, de Dios.
Parece
que no vivimos un solo momento totalmente libre de miedos. Cuando pensamos,
hablamos, actuamos o tenemos algún tipo de reacción, se diría que el miedo se
nos hace siempre presente. Una omnipresencia que somos incapaces de sacudirnos
de encima. A menudo el miedo ha penetrado en nuestro interior tan profundamente
que controla—seamos o no conscientes de ello—la mayoría de nuestras acciones y
decisiones.
Pensemos, por un momento, las veces que
familiares, amigos y otros conocidos nos dicen una palabra o una frase de lo
terrible, peligroso, devastador que es este virus. Reconozcamos los miedos que
produce la entrada a nuestro país de peligrosos visitantes extranjeros—este es
un miedo presente a diario aquí en Costa Rica. Sabemos de gente que a cada
momento busca estar al tanto de lo que pasa aquí mismo, en Centroamérica o en
el mundo entero. Se sumen a todo lo anterior, la cantidad de “memes” y
“chistes” que nos envían o enviamos y que aumentan nuestra angustia y temor.
Sin olvidar los sermones y reflexiones que recibimos a través de las distintas
redes sociales, y que nos agrandan los miedos al recordamos del Dios “vengador”
de la Biblia, si no hacemos esto o aquello; que el fin del mundo se acerca, y
que la pandemia es una de las plagas apocalípticas profetizadas. El temor de
que esto nunca termine, de que por falta o reducción de trabajo no tengas, en
un futuro muy cercano, como atender a tu familia, etcétera.
Debemos de reconocer, con honestidad, que
experiencias como esta, desconocida por la mayoría de nosotros, nos produce
inseguridad y ansiedad. ¿Debo o no salir a la calle? ¿Debo o no comprar
suficiente alcohol, cubrebocas, gel y otros objetos y sustancias protectoras?
Algunos de quienes trabajamos como pastores, maestros de seminarios y
misioneros nacionales no estamos seguros si, con lo poco que logramos
recolectar, nos va a permitir terminar el mes o todo este episodio; y así y
así, vamos tratando de esquivar el paso de un tiempo nada agradable para la
mayoría. ¿Qué hacer?
Nuestro versículo clave nos ofrece una
clara y certera respuesta: “Echa toda ansiedad sobre Dios”. No sobre el gobierno
o los bancos, o el “tío rico”, etcétera, ¡sino sobre Dios! De acuerdo con este
texto y otros más en la Biblia, la solución no viene por dejar a la deriva las
ansiedades o problemas, o “guardarlas en el fondo del baúl de toda experiencia
negativa y peligrosa”. ¡¡¡No!!! La solución es clara, contundente, concreta:
“¡Échala sobre Dios! ¡Líbrate del temor!”.
Ésa es la primera solución para vencer las
ansiedades, angustias y miedos. La segunda, aunque parezca contradecir la
primera, consiste en no evitar el dolor y el sufrimiento. Nuestra sociedad y
cultura hace todo lo posible por mantener separadas la alegría y la tristeza.
Se nos “vende” la idea de que se debe evitar a toda costa el dolor y el
sufrimiento. Pero en el evangelio de Cristo, en la enseñanza de la Palabra de
Dios eso no es así. Jesús, cuando se refiere a su muerte redentora, manifiesta
en todo momento el valor del contraste alegría-sufrimiento:
De cierto,
de cierto os digo, que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda
solo; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el
que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará (Jn 12.24-25).
Entonces él les dijo: ¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo
que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas
cosas, y que entrara en su gloria? (Lc 24.25-26).
Cuando una
mujer va a dar a luz, se aflige porque le ha llegado la hora; pero después que
nace la criatura, se olvida del dolor a causa de la alegría de que haya nacido
un hombre en el mundo (Jn 16.21).
Para Jesús, la cruz es un símbolo de muerte y de
vida, de sufrimiento y de alegría. Las lágrimas de dolor y las lágrimas de
alegría no deberían de estar tan separadas. La presencia de este dúo es
producto del amor, de la compasión, de aceptar algo de sufrimiento para que
otros celebren la vida.
Henry Nouwen cuenta que, casi al final de la II
Guerra Mundial, la parte de Holanda donde vivía estaba muy aislada, y la gente
se moría de hambre. Él todavía era un adolescente, y en esos días su padre le
regaló una cabra que se llamaba Gualteria. Llegó a querer tanto a su
cabrita que todo el día se pasaba pendiente de ella, con la comida, el agua,
las caminatas, el juego, su corral, etcétera. Pero un día, al entrar en el
garaje donde ella tenía su pequeño corral, Gualteria no estaba. La habían
robado. Dice él: “No recuerdo haber llorado nunca con tanta vehemencia y
durante tanto tiempo. Sollozaba y gritaba de dolor. Mi padre y mi madre no
sabían qué hacer para consolarme. Fue mi primera lección sobre el amor y la
añoranza”.
Pasó el tiempo, hasta que un día su padre le dijo
que había sido el jardinero quien había robado a Gualteria, y la había
sacrificado para alimentar a su familia, a la que ya no le quedaba nada para
comer. El padre sabía desde el principio que había sido el jardinero el autor
del robo, pero nunca se lo echó en cara, a pesar del dolor de su hijo. Llegado
el momento, Nouwen llegó a la conclusión que su padre y Gualteria le habían enseñado
la dura lección de la compasión. Se sufre y se comparte con “el enemigo”, por
su necesidad de felicidad, de vida, por compasión y amor: Alguien sufre para
alegría del otro; y cuando eso ocurre y hay amor, también el que se sacrifica
también celebra con alegría la vida.
Cuando regresamos a 1 Pedro, y leemos el
versículo 7 del capítulo 5 (“Echando toda vuestra ansiedad sobre Dios”) en el
contexto de la carta, donde las palabras “pruebas”, “sufrimientos” y “padecimientos
injustos” aparecen (en conjunto) 22 veces (25 por ciento de las referencias al
sufrimiento en el Nuevo Testamento), empezamos a entender el porqué de la
presencia de ese versículo. La mayoría de los receptores de esa carta eran
gente desplazada de sus comunidades de origen (de países conquistados por Roma)
que, por esclavitud, por necesidad de trabajo, por el peligro de su vida y la
de su familia tuvieron ahora estaban en tierra ajena, y vivían en una situación
de total vulnerabilidad y zozobra (véase 1 Pe 2.13-3.7). Abrumados ante situaciones
que los sobrepasaban, el consejo del Señor fue: “echen sobre mí su carga de
dolor y angustia”. Ya Jesús, en vida aquí en la tierra, lo había hecho con sus
discípulos en momentos de peligro y miedo:
Al
anochecer los discípulos de Jesús subieron a una barca, y comenzaron a cruzar
el lago para ir al pueblo de Cafarnaún. Ya había oscurecido totalmente, y Jesús
todavía no había regresado. de pronto empezó a soplar
un fuerte viento, y las olas se hicieron cada vez más grandes. Los discípulos
ya habían navegado cinco o seis kilómetros, cuando vieron a Jesús caminar sobre
el agua. Como Jesús se acercaba cada vez más a la barca, tuvieron miedo. Pero
él les dijo: «¡Soy yo! ¡No tengan miedo!”.
Eso y otros actos de parte de Dios son muestras de
profundo amor comunitario de la divinidad (el Dios trino), es la tercera
solución. Sin Dios y sin una comunidad de fe, compasiva, amante y solidaria, no
se puede llegar muy lejos en tiempos de zozobra como los de ahora.
En Juan 15, donde Jesús habla de la Vid
verdadera, tres elementos resaltan en relación con el tema la comunidad, no sólo
con la Trinidad, sino también con nuestra comunidad de fe:
1.
Un llamado a la “intimidad” (hacer comunidad) (Jn
15.4, TLA): “Si
ustedes se mantienen unidos a mí, yo me mantendré unido a ustedes. Ya saben que
una rama no puede producir uvas si no se mantiene unida a la planta. Del mismo
modo, ustedes no podrán hacer nada si no se mantienen unidos a mí”.
2.
Una llamada a la “fecundidad” (llevar frutos) (Jn
15.5, TLA): “El
discípulo que se mantiene unido a mí, y con quien yo me mantengo unido, es como
una rama que da mucho fruto; pero si uno de ustedes se separa de mí, no podrá
hacer nada”.
3.
La promesa de un “gozo fecundo” (la alegría) (Jn
15.11, DHH): “Les
hablo así para que se alegren conmigo y su alegría sea completa”.[1]
[1] Bibliografía consultada: Henry Nouwen, Viviendo
en el Espíritu. México, Ediciones Dabar, 1997; Signos de vida:
Intimidad, fecundidad y éxtasis. Madrid, PPC, 1998.
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