28 de junio, 2020
Nuestro
Dios
ha salvado a su pueblo;
ha mostrado su poder,
y es el único rey.
Su Mesías gobierna
sobre todo el mundo.
Apocalipsis 12.10, Traducción en Lenguaje Actual
La providencia es la doctrina bíblica que expresa y
afirma la confianza cierta del Pueblo de Dios en que su Señor está a su lado
protegiéndolo y guiándolo permanentemente. A eso se refieren las siempre recordadas
palabras de Jesús en Mateo 28.20b sobre su presencia y el cuidado hacia sus
discípulos/as. Esa presencia cercana, de naturaleza eminentemente espiritual,
comenzó a hacerse realidad desde que el grupo de seguidores quedó a expensas de
las decisiones de los representantes del imperio romano y de los dirigentes del
judaísmo que los veían como un grupo peligroso para la sociedad de su tiempo. No
obstante ello, pesó más la obediencia a los mandatos de su Señor, quien los
exhortó a dar testimonio de su obra redentora por todo el mundo conocido. La expansión
geográfica del mensaje cristiano hizo posible que ese imperio reaccionase de
manera violenta en su contra, tal como da testimonio el resto del Nuevo Testamento.
A partir de que se comenzaron a formar comunidades cristianas
por el territorio del imperio, aumentó la intensidad de las persecuciones que
atestigua el Apocalipsis y que fueron respondidas de manera simbólica mediante
las visiones registradas en ese documento. El sentido comunitario de la
existencia cristiana es algo que aparece muy marcado y que, en el cap. 12 salta
a la vista con la gran visión que experimentó el autor al ver en el cielo “algo
muy grande y misterioso: una mujer envuelta en el sol” (12.1a) con “la luna debajo
de sus pies” y puesta “una corona con doce estrellas” (12.1b). Este
número es la clave para percibir el énfasis comunitario de la visión: se trata
del Pueblo de Dios de todas las épocas que, en otros lugares del libro aparece
de diversas maneras (24 ancianos [12 por 2], 144 mil elegidos [12 por 12 por mil]).
“La mujer estaba embarazada y daba gritos de dolor, pues estaba a punto de
tener a su hijo” (12.2): del interior del pueblo de Dios vendría el Mesías anunciado.
La oposición a esa figura aparece inmediatamente: “un
gran dragón rojo” con siete cabezas, diez cuernos y una corona en cada cabeza”
(12.3). Las fuerzas hegemónicas del momento se alzan en contra de la
mujer. El dragón “arrastró con la cola a la tercera parte de las estrellas del
cielo, y las arrojó a la tierra; luego se detuvo frente a la mujer, para
comerse a su hijo tan pronto como naciera” (4). El carácter arrasador de
esa figura se concentra en la intención de acabar con el niño. Este niño (en
consonancia con varias profecías del Antiguo Testamento) “gobernaría con gran
poder a todos los países de este mundo” (12.5a). Con esta afirmación, no queda
duda de su naturaleza mesiánica. El hijo deja de estar con la mujer y es
llevado “ante Dios y ante su trono” (5b), recordando el retorno del Hijo de
Dios y del Pueblo a la presencia divina plena. La mujer, entonces, se trasladó
al desierto (espacio histórico de prueba y necesidad), “donde Dios había
preparado un lugar para que la cuidaran durante tres años y medio” (6). El cuidado
divino está delimitado en el tiempo y es una realidad histórica también, medida
minuciosamente y aludiendo a la tribulación anunciada por el también apocalíptico
libro de Daniel. Hasta aquí, se muestran acontecimientos celestiales que
impactan al mundo histórico adonde se desenvolvía el pueblo de Dios. Pero ni el
dragón logra su propósito, ni sucede un pleito entre las dos figuras de la visión.
El conflicto acontece en el v. 7a: “hubo una batalla en
el cielo”. Así, lacónicamente descrito. Miguel (“Quién cómo Dios” o “Sólo Dios
es justo”), el jefe del ejército de ángeles, “peleó contra el dragón” (7b) y
sus ángeles, pero éstos fueron derrotados (8a) “y ya no se les permitió
quedarse más tiempo en el cielo” (8b). El gran dragón, “la serpiente
antigua”, “el diablo, llamado Satanás”, dedicado “a engañar a todo el mundo”, se
explica, fue arrojado del cielo (9a) a la tierra junto con sus ángeles (9b). Por
fin se dan explicaciones sobre esta figura maléfica y se acumulan elementos
para advertir su letalidad y sus propósitos. La mujer anónima no es
identificada: “Cuanto sabemos de ella es que tiene la misión de dar a luz al
Mesías y que, expuesta a la violencia del enemigo, está, al mismo tiempo, a
salvo gracias a la protección divina y se ve obligada a huir al desierto, al
menos por un tiempo”.[1] El accionar del dragón y sus huestes continuará en la
tierra, en las realidades históricas, aun cuando ya ha sido derrotado
completamente, como se verá en el cap. siguiente. Las dificultades inherentes a
ser pueblo de Dios en esas circunstancias se mezclarán con los planes perversos
de esa oposición diabólica, pero también las consecuencias de otros
acontecimientos como plagas, enfermedades y hambre, tal como se observa en
otras visiones (6.45-5, 8).
A sabiendas de esas realidades adversas que deberá
enfrentar la comunidad de fe, lo más relevante del pasaje son las palabras que
se escuchan pronunciadas por “una fuerte voz” (10a): “Nuestro Dios
/ ha salvado a su pueblo; / ha mostrado su poder, / y es el único
rey. / Su Mesías gobierna / sobre todo el mundo” (10b). Se
trata de una gran afirmación de fe que establece, sin margen de duda, que a
pesar de las acciones de esa oposición estrafalaria y criminal, la victoria,
por encima de todas las cosas, es para el pueblo del Señor Dios. Esa afirmación,
“un himno que celebra a la vez la victoria de Dios y la de Cristo sobre las
fuerzas del mal, identificadas con el acusador (otro nombre del Satanás
bíblico) que pretende acabar con los hermanos cristianos (12.10)”.[2] Esas fuerzas tratan de servirse y se suman a los
posibles cataclismos, enfermedades y otras dificultades más, para tratar de
desviar a las comunidades cristianas de su fidelidad a Jesucristo.
Especialmente llamativa es la presencia de la peste,
encarnada en uno de los caballos del cap. 6, por su capacidad destructiva y
aterradora en medio de la humanidad: “Después vi un caballo pálido y amarillento. El que lo montaba
se llamaba Muerte, y lo seguía el representante del reino de la muerte. Y los
dos recibieron poder para matar a la cuarta parte de los habitantes de este
mundo, con guerras, hambres, enfermedades y ataques de animales salvajes” (6.8). En ese contexto, la superioridad del caballo blanco
representa la confianza en que su jinete, símbolo de la acción pacifista y
redentora del Señor Jesucristo, impondrá condiciones de paz y bonanza a toda la
humanidad afectada por estas y otras desgracias:
Así pues, más allá de la identidad aparente de los cuatro
caballos, figuras de la desgracia universal, la disimetría introducida por las
particularidades del caballo blanco sugiere que, en medio de las plagas que se
abaten sobre la humanidad, está misteriosamente presente Cristo que ya venció,
garantía de un desenlace feliz esperado más allá de los sobresaltos de un mundo
convulsionado por las catástrofes. Evidentemente, este mensaje rebasa el
horizonte de los primeros lectores del Apocalipsis, pues las tres plagas mencionadas
se producen en todas las épocas, incluida la nuestra. El mensaje de esperanza
que subyace es altamente actual.[3]
Esa misma confianza en la intervención misteriosa, pero
siempre providencial de Dios, es la que debemos promover dentro y fuera de los
espacios religiosos para esperar que las cosas mejorarán y habrá nuevos horizontes
para la humanidad y la creación.
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