sábado, 27 de junio de 2020

Providencia divina y proyección histórica en el mundo, L. Cervantes-O.


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28 de junio, 2020

Nuestro Dios
ha salvado a su pueblo;
ha mostrado su poder,
y es el único rey.
Su Mesías gobierna
sobre todo el mundo.
Apocalipsis 12.10, Traducción en Lenguaje Actual

La providencia es la doctrina bíblica que expresa y afirma la confianza cierta del Pueblo de Dios en que su Señor está a su lado protegiéndolo y guiándolo permanentemente. A eso se refieren las siempre recordadas palabras de Jesús en Mateo 28.20b sobre su presencia y el cuidado hacia sus discípulos/as. Esa presencia cercana, de naturaleza eminentemente espiritual, comenzó a hacerse realidad desde que el grupo de seguidores quedó a expensas de las decisiones de los representantes del imperio romano y de los dirigentes del judaísmo que los veían como un grupo peligroso para la sociedad de su tiempo. No obstante ello, pesó más la obediencia a los mandatos de su Señor, quien los exhortó a dar testimonio de su obra redentora por todo el mundo conocido. La expansión geográfica del mensaje cristiano hizo posible que ese imperio reaccionase de manera violenta en su contra, tal como da testimonio el resto del Nuevo Testamento.

A partir de que se comenzaron a formar comunidades cristianas por el territorio del imperio, aumentó la intensidad de las persecuciones que atestigua el Apocalipsis y que fueron respondidas de manera simbólica mediante las visiones registradas en ese documento. El sentido comunitario de la existencia cristiana es algo que aparece muy marcado y que, en el cap. 12 salta a la vista con la gran visión que experimentó el autor al ver en el cielo “algo muy grande y misterioso: una mujer envuelta en el sol” (12.1a) con “la luna debajo de sus pies” y puesta “una corona con doce estrellas” (12.1b). Este número es la clave para percibir el énfasis comunitario de la visión: se trata del Pueblo de Dios de todas las épocas que, en otros lugares del libro aparece de diversas maneras (24 ancianos [12 por 2], 144 mil elegidos [12 por 12 por mil]). “La mujer estaba embarazada y daba gritos de dolor, pues estaba a punto de tener a su hijo” (12.2): del interior del pueblo de Dios vendría el Mesías anunciado.

La oposición a esa figura aparece inmediatamente: “un gran dragón rojo” con siete cabezas, diez cuernos y una corona en cada cabeza” (12.3). Las fuerzas hegemónicas del momento se alzan en contra de la mujer. El dragón “arrastró con la cola a la tercera parte de las estrellas del cielo, y las arrojó a la tierra; luego se detuvo frente a la mujer, para comerse a su hijo tan pronto como naciera” (4). El carácter arrasador de esa figura se concentra en la intención de acabar con el niño. Este niño (en consonancia con varias profecías del Antiguo Testamento) “gobernaría con gran poder a todos los países de este mundo” (12.5a). Con esta afirmación, no queda duda de su naturaleza mesiánica. El hijo deja de estar con la mujer y es llevado “ante Dios y ante su trono” (5b), recordando el retorno del Hijo de Dios y del Pueblo a la presencia divina plena. La mujer, entonces, se trasladó al desierto (espacio histórico de prueba y necesidad), “donde Dios había preparado un lugar para que la cuidaran durante tres años y medio” (6). El cuidado divino está delimitado en el tiempo y es una realidad histórica también, medida minuciosamente y aludiendo a la tribulación anunciada por el también apocalíptico libro de Daniel. Hasta aquí, se muestran acontecimientos celestiales que impactan al mundo histórico adonde se desenvolvía el pueblo de Dios. Pero ni el dragón logra su propósito, ni sucede un pleito entre las dos figuras de la visión.

El conflicto acontece en el v. 7a: “hubo una batalla en el cielo”. Así, lacónicamente descrito. Miguel (“Quién cómo Dios” o “Sólo Dios es justo”), el jefe del ejército de ángeles, “peleó contra el dragón” (7b) y sus ángeles, pero éstos fueron derrotados (8a) “y ya no se les permitió quedarse más tiempo en el cielo” (8b). El gran dragón, “la serpiente antigua”, “el diablo, llamado Satanás”, dedicado “a engañar a todo el mundo”, se explica, fue arrojado del cielo (9a) a la tierra junto con sus ángeles (9b). Por fin se dan explicaciones sobre esta figura maléfica y se acumulan elementos para advertir su letalidad y sus propósitos. La mujer anónima no es identificada: “Cuanto sabemos de ella es que tiene la misión de dar a luz al Mesías y que, expuesta a la violencia del enemigo, está, al mismo tiempo, a salvo gracias a la protección divina y se ve obligada a huir al desierto, al menos por un tiempo”.[1] El accionar del dragón y sus huestes continuará en la tierra, en las realidades históricas, aun cuando ya ha sido derrotado completamente, como se verá en el cap. siguiente. Las dificultades inherentes a ser pueblo de Dios en esas circunstancias se mezclarán con los planes perversos de esa oposición diabólica, pero también las consecuencias de otros acontecimientos como plagas, enfermedades y hambre, tal como se observa en otras visiones (6.45-5, 8).

A sabiendas de esas realidades adversas que deberá enfrentar la comunidad de fe, lo más relevante del pasaje son las palabras que se escuchan pronunciadas por “una fuerte voz” (10a): “Nuestro Dios / ha salvado a su pueblo; / ha mostrado su poder, / y es el único rey. / Su Mesías gobierna / sobre todo el mundo” (10b). Se trata de una gran afirmación de fe que establece, sin margen de duda, que a pesar de las acciones de esa oposición estrafalaria y criminal, la victoria, por encima de todas las cosas, es para el pueblo del Señor Dios. Esa afirmación, “un himno que celebra a la vez la victoria de Dios y la de Cristo sobre las fuerzas del mal, identificadas con el acusador (otro nombre del Satanás bíblico) que pretende acabar con los hermanos cristianos (12.10)”.[2] Esas fuerzas tratan de servirse y se suman a los posibles cataclismos, enfermedades y otras dificultades más, para tratar de desviar a las comunidades cristianas de su fidelidad a Jesucristo.

Especialmente llamativa es la presencia de la peste, encarnada en uno de los caballos del cap. 6, por su capacidad destructiva y aterradora en medio de la humanidad: “Después vi un caballo pálido y amarillento. El que lo montaba se llamaba Muerte, y lo seguía el representante del reino de la muerte. Y los dos recibieron poder para matar a la cuarta parte de los habitantes de este mundo, con guerras, hambres, enfermedades y ataques de animales salvajes” (6.8). En ese contexto, la superioridad del caballo blanco representa la confianza en que su jinete, símbolo de la acción pacifista y redentora del Señor Jesucristo, impondrá condiciones de paz y bonanza a toda la humanidad afectada por estas y otras desgracias:

Así pues, más allá de la identidad aparente de los cuatro caballos, figuras de la desgracia universal, la disimetría introducida por las particularidades del caballo blanco sugiere que, en medio de las plagas que se abaten sobre la humanidad, está misteriosamente presente Cristo que ya venció, garantía de un desenlace feliz esperado más allá de los sobresaltos de un mundo convulsionado por las catástrofes. Evidentemente, este mensaje rebasa el horizonte de los primeros lectores del Apocalipsis, pues las tres plagas mencionadas se producen en todas las épocas, incluida la nuestra. El mensaje de esperanza que subyace es altamente actual.[3]

Esa misma confianza en la intervención misteriosa, pero siempre providencial de Dios, es la que debemos promover dentro y fuera de los espacios religiosos para esperar que las cosas mejorarán y habrá nuevos horizontes para la humanidad y la creación.


[1] Yves-Marie Blanchard, El libro del Apocalipsis. Estella, Verbo Divino, 2015 (Cuaderno bíblicos, 170), p. 47.
[2] Ídem.
[3] Ibid., p. 37.

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