4 de octubre de 2020
Antes, cuando yo llamaba a Dios,
él siempre me respondía;
en cambio, ahora,
hasta mis amigos se burlan de mí;
no soy culpable de nada,
pero todos se burlan de mí.
Job 12.4, TLA
En cada conmemoración por el surgimiento y consolidación de la Reforma Protestante
(en todas sus expresiones geográficas e históricas) no debería quedar lugar a
dudas sobre los tipos de escuela que ella ha representado para los/as creyentes
adscritos a su influencia. En primer lugar, la Reforma es una escuela de
lectura de la Biblia, tenaz y renovada, con el fin de encontrar la voluntad
divina en sus páginas y plasmarla en la realidad transformada por la divinidad.
En segundo, es una gran escuela de fe y espiritualidad que nos enseña quién es
Dios, qué es el mundo creado por él y cómo se relaciona la humanidad con él
como parte de un gran pacto de salvación. Y finalmente, es también una sólida escuela
teológica que ha sido capaz, con todo y sus altibajos, de mantener la presencia
cristiana en las sociedades como un bastión espiritual y cultural siempre dispuesto
al diálogo transformador. Atacada y malinterpretada por igual, incluso por muchos
de quienes deberían exponerla con claridad y suficiencia, se mantiene no como
un monumento del pasado sino, más bien, como un espacio de acogida para todo aquél
que desee beber de los inmensos manantiales de la fe en Jesucristo para otorgar
sentido a la existencia y adquirir una vocación para la misión de extender el evangelio.
Sin ánimo de homenajearla acríticamente, este nuevo acercamiento
a la Reforma está permeado por los acontecimientos que estamos viviendo y que
obligan a interrogarla acerca de cómo reaccionar ante la presencia global de una
enfermedad que sigue amenazando a la humanidad. En el siglo XVI, el contexto social
estaba dominado por el enorme temor apocalíptico que ocasionaba la cercanía de
la peste que arrasaba con poblaciones enteras y que no dejó de diezmar a
algunas ciudades que abrazaron el cambio religioso. Incluso, algunos dirigentes
y miles de fieles murieron por causa de ella, como fue el caso del español
Francisco de Enzinas (1518-1552), traductor del Nuevo Testamento (que entregó
en sus manos al emperador Carlos V en Bruselas) quien sucumbió en a los 34 años
en Estrasburgo.[1] Muy al principio
de esta pandemia, muchos recordaron las palabras de Lutero sobre la peste en una
carta de agosto de 1527 en respuesta a Johan Hess, líder de la Reforma en Silesia.
Allí afirmó: “Debo evitar lugares y personas para quienes mi presencia no es
necesaria para no contaminarme, y posiblemente infectar y contaminar a otros
para causar su muerte como resultado de mi negligencia. Si Dios quiere
llevarme, definitivamente me encontrará, hice lo que espera de mí, así que no
soy responsable de mi muerte misma o la de los demás. Mira, esta es una fe
temerosa de Dios, porque no es impetuosa ni tonta, y no tienta a Dios”.[2]
En la historia de la iglesia hay una multitud de
ejemplos acerca de cómo se ha leído el libro de Job, lo que constituye también
una sólida enseñanza para todos los tiempos. En su lectura e interpretación del
libro, los reformadores no dejaron de considerar a Job como un modelo de fe y
afrontaron los problemas derivados de la reacción a su sufrimiento y su
incesante búsqueda de diálogo con Dios. En ello no se apartaron mucho del
modelo dominante de interpretación. Para Lutero y Calvino, “Job es un héroe
solitario de la fe, luchando valientemente contra la duda, el diablo y la
incertidumbre. Es fácil ver cómo sus propias inclinaciones psicológicas
contribuyeron a la formación de esa imagen, pero tal vez sea más difícil
admitir que fue su tradición, sus personalidades y el espíritu de su época, más
que el texto del libro de Job, lo que determinó su configuración”.[3] Cada generación, cada época, hace sentir sus
inclinaciones al tratar de entender lo que Job creyó, sintió y expresó, inevitablemente.
En ese sentido, Lutero comentó incisivamente sobre las características del
libro:
En el cap. 12, como parte de su respuesta a Zofar, Job reconoce que previamente a su crisis, Dios le respondía siempre (v. 4), pero que ahora lo que encuentra es sólo silencio. La facilidad de sus amigos para criticarlo sin compartir ese sufrimiento era una fuente más de dolor para él (v. 5). Las afirmaciones de los vv. 13-14 muestran a Job en pleno dominio de una sana conciencia sobre las acciones de Dios y de su dominio sobre los acontecimientos: “Dios tiene sabiduría y poder; / hace planes y éstos se cumplen. / Si Dios derriba algo, / nadie puede volver a levantarlo. / Si Dios apresa a alguien, / nadie puede ponerlo en libertad.”, algo que los reformadores reconocieron y aceptaron puntualmente. Y todavía en los vv. 17-23, Job se da tiempo para observar el comportamiento divino en relación con los políticos, algo sumamente extraordinario, dada su condición.
[1] Cf. Michael
Becht, “Francisco
de Enzinas”, en Walter Kasper et al.,
eds., Diccionario enciclopédico de la
época de la Reforma. Barcelona,
Herder, 2005, p. 183.
[2] M. Lutero, “Sobre si se debe huir
de una plaga mortal”, disponible en inglés, en el sitio: https://rockrohr.net/wp-content/uploads/2014/03/Luther-WHETHER-ONE-MAY-FLEE-FROM-A-DEADLY-PLAGUE.pdf.
[3] David A.J. Clines, “Job and the spirituality of Reformation”, en W.
Peter Stpehens, ed., The Bible, the Reformation
and the Church. Essays in Honour of James Atkinson. Sheffield Academic Press, 1995, p. 58. Versión: LC-O.
[4] M. Lutero, “Prefacio al libro de Job”, en Obras, tomo
6, Buenos Aires, La Aurora, 1979, p. 62.
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