LOS ESCRITOS REFORMISTAS DE LUTERO
A 500 AÑOS DE SU PUBLICACIÓN
El periodo de julio de 1519 a
julio de 1521 marca el pináculo de
la vida de Lutero en cuanto a sus escritos y obra reformadora. Después de su
regreso de Leipzig a Wittenberg, Lutero se vio forzado a sostener una polémica por
escrito con varios representantes de la teología romana. Sus convicciones iban
afinándose conforme pasaba el tiempo, pero las excesivas tensiones y ansiedades
poco a poco afectaban su salud. Para empeorar las cosas, el Papa demoraba la
convocatoria de un concilio tal y como lo esperaba Lutero. […] …es sorprendente
saber sobre su abundante producción literaria en los meses siguientes al debate
de Leipzig. Estaba convencido de que una reforma de la iglesia era indispensable
y no podía esperar más tiempo. Había llegado el momento para poner manos a la
obra reformadora. […]
En 1520, Lutero también escribió tres
tratados en los cuales prácticamente delineó un programa de reforma.
Alberto L. García y
Rubén D. Domínguez, Introducción
a la vida y teología de Martín Lutero.
Nashville,
AETH-Abingdon Press, 2008, pp. 103, 105.
1. A la nobleza
cristiana de la nación alemana acerca del mejoramiento del estado cristiano (agosto)
(Fragmento)
C |
on gran habilidad
los "romanistas" se circundaron
de tres murallas, con las cuales se protegían hasta ahora, de modo que nadie ha
podido reformarlos y con ello toda la cristiandad ha caído terriblemente.
Primero: cuando uno quería obligarlos por el poder secular, establecían y manifestaban
que el poder secular no tenía ningún derecho sobre ellos, sino, por el
contrario, el poder eclesiástico estaba por encima del secular. Segundo: si uno
quería censurarlos mediante las Sagradas Escrituras, le objetaban que
interpretar las Escrituras no le correspondía a nadie sino al Papa. Tercero:
cuando uno los amenazaba con un concilio, inventaban que nadie puede convocar un
concilio sino el Papa. De esta manera, nos hurtaron subrepticiamente los tres
azotes para quedarse sin castigo, y se hicieron fuertes detrás de la protección
de estas tres murallas para practicar toda clase de villanías y maldades, como
lo vemos ahora. Y cuando se vieron forzados a celebrar un concilio, le restaron
eficacia con anticipación, obligando previamente a los príncipes mediante
juramentos a dejarlos tales como son. Además, dieron al Papa pleno poder
respecto al ordenamiento del concilio con supercherías y ficciones. Tan
terriblemente temen por su pellejo ante un concilio correcto libre, que
intimaron a los reyes y príncipes para que creyesen que estarían contra Dios,
si no les obedeciesen en todas esas fantasmagorías pérfidas y astutas.
Que Dios nos
ayude ahora y nos dé una de las trompetas con las cuales se destruyeron las murallas
de Jericó, a fin de que derribemos también de un soplo esas murallas de paja y
papel, y tomemos los azotes cristianos para castigar el pecado y revelar la astucia
y el embuste del diablo. Así, mediante el castigo, nos corregiremos y
recuperaremos el favor de Dios. […]
Muchas veces
ofrecí mis escritos para su juicio y examen. Pero no me valió para nada. También
sé perfectamente que mi causa, si es justa, ha de ser condenada en la tierra y
sólo justificada por Cristo en el cielo. Toda la Escritura enseña que la causa
de los cristianos y de la cristiandad debe ser juzgada sólo por Dios. Jamás fue
justificada alguna causa por los hombres en la tierra, sino siempre hubo en
exceso una resistencia grande y fuerte. Siempre han sido mi preocupación mayor
y mi temor que mi causa quede sin condenación, puesto que en esto notaría por
cierto que aún no agrada a Dios. Por ello que procedan con desenvoltura el
Papa, los obispos, los curas, los monjes o los doctos. Son las personas
indicadas para perseguir la verdad, como siempre lo hicieron. ¡Que Dios nos dé
a todos un entendimiento cristiano y, especialmente a la nobleza cristiana de
la nación alemana, un modo de pensar recto y espiritual para hacer lo mejor en
beneficio de la pobre Iglesia!
Amén.
2. La cautividad babilónica
de la iglesia (octubre) (Fragmento)
Comenzaré por negar la existencia de siete sacramentos, y, por el momento,
propondré sólo tres: el bautismo, la penitencia y el pan. Todos ellos se han
reducido por obra y gracia de la curia romana a una mísera cautividad, y la
iglesia ha sido totalmente despojada de su libertad. Aquilatando mis palabras
al uso de la Escritura, en realidad tendría que decir que no admito más que un
sacramento y tres signos sacramentales. […]
Lo único
convincente, lo que no me deja lugar a dudas, son las propias palabras de Cristo: “Ésta es mi sangre que
será derramada por vosotros y por muchos en remisión de los pecados” (Mt 26.28).
Ahí tienes,
con claridad meridiana, que la sangre se entregó a todos aquellos por cuyos
pecados fue derramada. ¿Quién se atreverá a decir que no se derramó por los
laicos? ¿Es que no te das cuenta de quiénes son a los que se dirige cuando pasa
el cáliz? ¿No se lo da a todos? “Por Vosotros”, dice: admitamos que se refiera
aquí a los sacerdotes, pero en él “y por muchos” no puede reducirse sólo a
ellos. Y, sin embargo, dice: “Bebed todos de él” (Mt 26.27). […]
Levantaos
todos los aduladores del papa a una, aprestaos, defendeos de la impiedad, de esa
tiranía, de esa lesa majestad del evangelio, de la injuria que supone tal
oprobio frailuno, vosotros, que fulmináis como herejes a quienes no opinan a
tenor de la ensoñación de vuestro cerebro, a pesar de tantas y tan poderosas
razones de la Escritura. Si alguien ha de ser calificado de cismático, no lo
sean los bohemios, no los griegos, puesto que parten de la sagrada Escritura; vosotros,
los romanos, que no escucháis más que vuestras ficciones contra la evidencia de
la palabra de Dios, vosotros sois los herejes y cismáticos impíos. ¡Purificaos
de esto, hombres! […]
Lo que
deploramos, en fuerza de esta cautividad, es que en nuestro tiempo se esté
velando con tanto ardor por que las palabras de Cristo no lleguen a oídos de
ningún laico, como si se tratase de algo tan sagrado, que no lo puedan escuchar
los seglares. Nosotros, los sacerdotes, cometemos la locura de reservarnos las
palabras de lo que llaman consagración, y las decimos en secreto, de forma que
no para provecho nuestro sirven; no las tomamos en calidad de promesa, de testamento,
de alimento de nuestra fe, sino que, no sé por qué artificio supersticioso, por
qué impía creencia, les prestamos más veneración que fe. Bien se sirve Satanás
de nuestra miseria para no dejar ni reliquia de la misa en la iglesia y para,
mientras tanto, ir llenando todos los rincones de misas, es decir, de abusos,
de verdaderas burlas del testamento divino y para cargar al mundo con pecados
cada vez más graves de idolatría y agrandar su condenación. ¿Qué idolatría más
gigantesca puede darse que la de abusar perversamente de las promesas divinas y
hacer olvidar y apagar la fe en ellas? […]
“Bendito sea
Dios y padre de nuestro señor Jesucristo, que, por la riqueza de su misericordia”
(Ef 1.3, 7), ha conservado al menos este sacramento puro e incontaminado de
instituciones humanas, no lo ha reservado en exclusiva a ninguna clase ni testamento
de los hombres, ni ha sufrido que se vea oprimido por los horrores tremendos
del lucro ni por las monstruosidades impiísimas de la superstición. El lugar
preeminente que hoy día ocupa el bautismo se debe al designio divino de
aplicarlo a los niños, incapaces como son de codicia y de superstición, y de santificarlos
por la fe sencillísima en su palabra. Si este sacramento se tuviera que
conferir a los adultos y a los mayores, la tiranía de la avaricia y de la
superstición, esa tiranía que nos ha arrebatado todo lo que pertenece a Dios,
no hubiera permitido que salvaguardase su valor y su gloria. La astucia de la
carne ya se las habría arreglado para dar también aquí con preparaciones y dignidades,
después habrían llegado las reservas, las restricciones, todas las redes
similares para pescar dinero y gracias a las cuales el agua saldría tan cara
como los actuales pergaminos (de bulas e indulgencias). […]
Lo primero
que hay que tener en cuenta en relación con el bautismo es la promesa divina formulada
de la manera siguiente: “Quien creyere y se bautice, será salvo” (Mr 16.16).
Esta promesa tiene que preferirse, sin punto de comparación, a todas las
apariencias pomposas de las obras, de los votos, de las órdenes religiosas y a
todo lo que la industria humana ha introducido; de ella depende totalmente
nuestra salvación. […]
Me llega la
noticia de que otra vez se están preparando bulas y condenaciones papistas para
forzar mi retractación o, en caso contrario, para declararme hereje. Si ello es
cierto, deseo que este mi librito se vea como una parte de mi retractación
futura, para que no se quejen de que su tiranía se ha inflamado en vano. No
tardará en aparecer la otra parte; pero saldrá de forma que, con la ayuda de
Cristo, dirá cosas que jamás haya visto ni oído la sede romana. Testificaré así
sobradamente mi obediencia. En el nombre de nuestro Señor Jesucristo.
Amén.
3. La libertad cristiana
(noviembre) (Fragmento)
1.
Para que nos resulte posible un conocimiento a fondo de lo que es un cristiano
y de la forma en que se tiene que actuar en relación con la libertad que Cristo
le ha conquistado y donado —y de la que tanto habla san Pablo— comenzaré por
establecer estas dos conclusiones:
- el cristiano es un hombre libre, señor
de todo y no sometido a nadie;
- el cristiano es un siervo, al servicio de
todo y a todos sometido.
Estas dos
afirmaciones son claramente paulinas. Dice el apóstol en el capítulo 9 de la I
carta a los Corintios: “Soy libre en todo y me he hecho esclavo de todos”. En
Romanos (cap. 13): “No contraigáis con nadie otra deuda que la del mutuo amor”.
Ahora bien, el amor es siervo de aquel a quien ama, y a él se halla sometido;
por este motivo, refiriéndose a Cristo, dice (Gál 4): “Dios ha enviado a su
hijo, nacido de mujer, y lo ha sometido a la ley”.
2. Para comprender estas dos afirmaciones contradictorias sobre la libertad y la servidumbre, tenemos que pensar que el cristiano consta de dos naturalezas, la espiritual y la corporal. Atendiendo al alma, es denominado hombre espiritual, nuevo, interior; se le llama hombre corporal, viejo y exterior en relación con la carne y la sangre. A causa de esta diversidad tiene la Escritura palabras que se contradicen, según se refieran a la libertad o a la servidumbre, como he dicho ya.
3. Ocupémonos en primer lugar del hombre interior y espiritual; veremos así lo que se requiere para que un cristiano pueda decirse y ser justo y libre. Es evidente que nada que sea externo —llámese como se llame— puede justificarle y hacerle libre, porque su bondad y su libertad, al igual que su malicia y su cautiverio, no son realidades corporales y externas. ¿Qué ventaja reporta al alma que el cuerpo esté libre, en buenas condiciones, rebosante de salud, que coma, beba y viva como le venga en gana? Y al contrario, ¿en qué se perjudica el alma por el hecho de que el cuerpo se encuentre cautivo, enfermo, abatido y que contra lo que quisiera esté hambriento, sediento y agobiado por las penalidades? Nada de ello afecta al alma ni contribuye a su liberación o cautiverio, a hacerla justa o injusta. […]
5. Lo único que en el cielo y en la tierra da vida al alma, por lo que es justa, libre y cristiana, es el santo evangelio, palabra de Dios predicada por Cristo. Así lo afirma él mismo (Jn 11): “Yo soy la vida y la resurrección; quien cree en mí vivirá para siempre»”; en Jn 14: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”; y en Mateo 4: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Debemos tener, por tanto, la certeza de que el alma puede prescindir de todo menos de la palabra de Dios, lo único capaz de ayudarla. Nada más necesita si posee la palabra de Dios; en ella encuentra toda satisfacción, comida, gozo, paz, luz, inteligencia, justicia, verdad, sabiduría, libertad y todos los bienes en sobreabundancia. Por eso leemos en el Salterio, y de forma especial en el Salmo 119, cómo el profeta no clama más que por la palabra de Dios. Y en la Escritura se ve que la mayor desgracia que puede sobrevenir, como signo de la ira divina, consiste en que Dios retire su palabra, y la gracia más preciada en que la envíe, a tenor del Salmo 104: “Les envió su palabra; con ella les socorrió”. Cristo mismo vino con la única misión de predicar la palabra de Dios. Incluso los apóstoles, los obispos, sacerdotes y todos los eclesiásticos han sido llamados e instituidos sólo en función de la palabra (aunque, desgraciadamente, en nuestro tiempo no actúen en consecuencia con este ministerio). […]
25. Por lo antedicho se comprende con facilidad el criterio para reprobar o admitir las obras buenas y la manera de entender las doctrinas que hablan de estas buenas obras. Si se incluye la cláusula absurda de que por ellas intentamos justificarnos y salvarnos, esas doctrinas no son buenas, hay que rechazarlas en su totalidad; atentan contra la libertad y ofenden a la gracia de Dios que es la única que por la fe justifica y salva. Esto no lo pueden realizar las obras, y el intento de hacerlo es una ofensa contra la obra y la gloria de la gracia de Dios. […]
30. De todo lo dicho se concluye que un cristiano no vive en sí mismo; vive en Cristo y en su prójimo: en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor. Por la fe se eleva sobre sí mismo hacia Dios, por el amor desciende por debajo de él mismo, pero permaneciendo siempre en Dios y en el amor divino, como dice Cristo (Jn 1): “Veréis el cielo abierto y a los ángeles que suben y bajan sobre el hijo del hombre”.
Ésta es la
libertad auténticamente espiritual y cristiana: la que libera al corazón de
todos los pecados, leyes y preceptos; está por encima de cualquier otra
libertad, como lo está el cielo sobre la tierra. ¡Que Dios nos conceda su
comprensión y su conservación!
Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario