25 de octubre, 2020
A pesar de que soy un hombre libre y sin amo, me he
hecho esclavo de todos para llevar a muchos [a Cristo].
Ἐλεύθερος γὰρ ὢν ἐκ πάντων πᾶσιν ἐμαυτὸν ἐδούλωσα, ἵνα τοὺς πλείονας κερδήσω:
I Corintios 9.19, Nueva Traducción Viviente
Quizá uno de los grandes problemas que han enfrentado las iglesias evangélicas
mexicanas (y latinoamericanas) en relación con su identidad religiosa, teológica,
ideológica y cultural haya sido (y siga siendo) su escasa comprensión de los
grandes episodios y documentos de las Reformas protestantes del siglo XVI. Y no
se trata de la acumulación de nombres y fechas, o de la celebración anual del
acontecimiento sino, más bien, de una falta de afinidad más cercana con los
momentos fundadores de la gran tradición evangélica. Si alguien nos pregunta
qué textos o documentos de la Reforma son los esenciales para el entendimiento
de su gran proyecto renovador, los primeros que deberían acudir a nuestra mente
deberían ser los tres cuyo 500º aniversario estamos conmemorando. Y me
atrevería a decir que, además de sus títulos, también deberíamos decir las fechas
precisas de su publicación y hacer un resumen breve de su contenido e
importancia para esos movimientos de renovación religiosa y cultural. Y todavía
más, deberíamos recomendar, en México, la edición que de ellos hizo el gobierno
federal a fines de 1988, bajo la coordinación del escritor Carlos Montemayor (1948-200).
Esos documentos son: A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca del
mejoramiento del estado cristiano (agosto; publicado ante por la UNAM en
1977), La cautividad babilónica de la iglesia (octubre) y La libertad
cristiana o del cristiano (noviembre).
1520 fue un año crucial para el movimiento encabezado
por Lutero y que comenzaba a agitar las aguas religiosas por toda Europa. En
palabras de Thomas Kaufmann, fue “el año milagroso de Lutero”, pues ya
encontraba “en el horizonte de la reforma de Dios”.[1] Con menos de tres años en el escenario religioso y
político por causa de las tesis dadas a conocer en octubre de 1517, el monje
agustino alemán, que ya estaba amenazado por la excomunión desde junio de ese
año dedicó el resto del tiempo a producir varias respuestas a la bula papal. Para
ello, se valió del inmenso impulso otorgado por la imprenta a la difusión de
las ideas y desplegó toda su capacidad expresiva y literaria. Prueba de esa
influencia fueron los miles de ejemplares vendidos en sólo cinco días del
primer documento. Luego de la Disputa de Heidelberg, abril de 1518, en la que expuso
sus puntos de vista ante los compañeros de su orden, y de la realizada en Leipzig,
junio-julio de 1519, en la que aceptó positivamente los dogmas de John Wyclif y
Jan Hus, lo que estuvo en juego fue la autoridad de la iglesia romana, con lo
que las indulgencias pasaron a un segundo plano.
En el primero, un auténtico manifiesto dirigido a la nobleza de
su país, desde sus primeras palabras, se siente el enorme furor profético con
que lo pensó y redactó:
¡Ante todo, gracia y paz de Dios, reverendo, digno y amado
señor y amigo! Pasó el tiempo de callar y ha llegado el tiempo de hablar, como dice
el Eclesiastés. Según nuestro propósito, hemos reunido algunos fragmentos
acerca de la reforma del estado cristiano para proponerlos a la nobleza
cristiana de la nación alemana, si acaso Dios quisiera auxiliar a su Iglesia
mediante el estado laico, puesto que el estado eclesiástico, al cual con más
razón esto corresponde, lo ha descuidado completamente.[2]
Documento religioso-político, fue un enérgico llamado a que
los nobles germanos asumieran su papel cristiano de conducción de la iglesia por
causa de que los dirigentes religiosos, especialmente desde Roma, estaban
fallando profundamente en su misión. Las “tres murallas” del poder papal que
atacó Lutero, esto es, que la Iglesia tuviera su propia ley espiritual, que el
papado fuera el único autorizado para interpretar las Escrituras y que sólo él
pudiera convocar un concilio, son evidenciadas sólidamente. Puede decirse que
es un documento nacionalista y, al mismo tiempo, el que mejor expresó en ese
momento el sacerdocio universal de los creyentes: “Como el poder secular ha
sido bautizado como nosotros y tiene el mismo credo y evangelio, debemos
admitir que sus representantes sean sacerdotes y obispos que consideran su ministerio
como un cargo que pertenece a la comunidad cristiana y le debe ser útil. Pues
el que ha salido del agua bautismal puede gloriarse de haber sido ordenado
sacerdote, obispo y papa, si bien no le corresponde a cualquiera desempeñar tal
ministerio”. Los príncipes recibieron el aval para organizar una nueva iglesia,
ciertamente más cercana a sus intereses, como se ha dicho, pero al mismo tiempo
con un enfoque jurisdiccional derivado de aquellos. Las consecuencias de todo
esto rebasarían ampliamente las expectativas del reformador y perfilarían lo
que hasta entonces era impensable, una verdadera revolución cultural que daría
un rostro completamente distinto a la iglesia y a la sociedad.
La cautividad babilónica de la iglesia aborda los aspectos
sacramentales y reduce a solamente dos los que debe administrar la iglesia,
además de que la Eucaristía debía ser para todos los fieles en las dos
especies. Sus palabras son claras y directas:
El sacramento no es propiedad de los sacerdotes sino de
todos. Los sacerdotes no son amos sino siervos (ministri). Deben dar
ambas especies a los que las piden y cuantas veces las pidieran. Si arrebatan a
los laicos este derecho y se lo niegan por fuerza son tiranos. Los laicos están
libres de culpa si carecen de una especie o de ambas. Con tal de que mientras
tanto conserven la fe y el deseo de recibir el sacramento íntegro. Los mismos
ministros deben dar el bautismo y la absolución a quien los pida, puesto que
tiene derecho a ello. Si no lo dan, el solicitante tiene pleno mérito por su
fe. Y ellos mismos serán acusados ante Cristo como siervos inútiles.[3]
El reformador “se lanza contra todo el sistema sacramental
católico. En el fondo, ha compuesto una sinfonía violenta cuyos movimientos
vienen a caer siempre en el tema de que la iglesia de Roma, con el papa y sus
secuaces, han reducido al pueblo cristiano a un cautiverio que ha hecho de los
sacramentos cadenas, lazos explotados avaramente por el pontífice y su
cortejo”.[4] Con este texto,
vendría a erosionar “una de las fibras más sensibles de la espiritualidad
medieval”.[5] La negación de
cinco de los siete sacramentos es absoluta. A la Eucaristía dedicó la mayor
parte de la obra. Un biógrafo de Lutero sintetizó esto el impacto de este
planteamiento:“Este ataque a la enseñanza católica era más
devastador que todo lo anterior […] La razón de esto reside en que las
pretensiones de la Iglesia Católica Romana descansan en forma absoluta en los
sacramentos como únicos caminos de gracia y sobre las prerrogativas del clero,
por quien los sacramentos son administrados en forma exclusiva. Si se socava el
sacramentalismo, entonces el sacerdocio está condenado a caer”.[6]
Y es que el tono con que se dirige a todo creyente es afable,
didáctico y pastoral: “Tú
sientes que tu Dios dijo que toda la vida y la obra no son nada delante de
Dios, de hecho, deberías, con todo aquello que hay en ti, ir a la perdición
eterna. [...] Mas para que te sea posible salir de ti mismo, esto es, de tu
perdición, Dios te presenta a su amadísimo Hijo Jesucristo, y con su palabra
viva y consoladora, te dice: Entrégate a él con fe inquebrantable, confía en él
sin desmayar”.[10] “Para Lutero, el hecho de que la
fe se demuestre en el comportamiento correspondiente se sustenta en el ser
mismo de la fe. La verdadera fe no puede existir sin obras. En la fe se
experimenta el amor de Dios como fuerza transformadora y renovadora, y ésta se
muestra luego en las obras y en el comportamiento. La famosa imagen de Lutero
del árbol y los frutos lo explica claramente”:[11]
“Las obras buenas y
justas jamás hacen al hombre bueno y justo, sino que el hombre bueno y justo
realiza obras buenas y justas”. […] Se desprende de esto que la persona habrá
de ser ya buena y justa antes de realizar buenas obras, o sea, que dichas obras
emanan de la persona justa y buena, como dice Cristo: “El árbol malo no lleva
buenos frutos; el árbol bueno no da frutos malos”. Ahora bien, está claro que
ni los frutos llevan al árbol ni se producen los árboles en los frutos, sino que
por el contrario los árboles llevan los frutos y los frutos crecen en los
árboles.
El día que entró en vigor la excomunión,
el 10 de diciembre de 1520, Lutero llevó a cabo un acto central para su labor
reformadora: “…con voz temblorosa y casi inaudible pronunció la sentencia de
herejía contra la iglesia pontificia que había caído en la falsedad”.[12]
Basándose en el Salmo 21.11, quemó el Derecho canónico, algunos libros
escolásticos y, como de paso, la bula de amenaza de excomunión. Esa fecha
“marcó el ‘giro copernicano’ de la historia del cristianismo de Occidente”.[13] La gran
trilogía de textos reformadores sería una inmensa semilla que germinaría
progresivamente en los diversos campos a los que llegaría para expandir con sus
frutos la posibilidad latente de una iglesia nueva, siempre conflictiva y
contradictoria, pero más libre y dispuesta, en teoría, a someterse al impulso
renovador de su Señor.
[1] T. Kaufmann, Martín Lutero:
vida, mundo, palabra. Madrid, Trotta, 2017 (Estructuras y procesos), p. 53.
[2] M. Lutero, en Humberto Martínez,
pról., sel. y notas, Escritos reformistas de 1520. México, Secretaría de
Educación Pública, 1988 (Cien del mundo), p. 27.
[3] M. Lutero, en Humberto Martínez,
pról., sel. y notas, Escritos reformistas de 1520. México, Secretaría de
Educación Pública, 1988 (Cien del mundo), p. 128.
[4] T. Egido en Lutero. Obras. Salamanca,
Ediciones Sígueme, 1977 (El peso de los días, 1), p. 86.
[5] Ídem.
[6] Roland Bainton, México, Casa Unida de
Publicaciones, 1989, p. 148.
[7] V. Westhelle, “Introducción” a La
libertad cristiana, en Giacomo Cassese y Eliseo Pérez, eds., Lutero al
habla. Antología. México, varias instituciones, 2005, p. 136.
[8] H. Martínez, op. cit., p. 234.
Énfasis original.
[9] J. Delumeau, El caso Lutero. Barcelona,
Luis de Caralt, 1988, p. 16. Énfasis agregado.
[10] M. Miegge, Martín Lutero. La Reforma
Protestante y el nacimiento de la sociedad moderna. Barcelona, CLIE, 2016
(Biografía e historia), p. 49. H. Martínez, op. cit., p. 236.
[11] M. Hoffmann, La locura de la cruz. La
teología de Martín Lutero. Textos originales e interpretaciones. San José,
Departamento Ecuménico de Investigaciones, 2014, pp. 103-104.
[12] Thomas Kaufmann, Martín Lutero: vida,
mundo, palabra. Madrid, Trotta, 2017, p. 54.
[13] Ídem.
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