sábado, 22 de octubre de 2011

Letra 242, 23 de octubre de 2011


¿SOMOS TODOS GUADALUPANOS?

Roberto Blancarte

Milenio, 18 de octubre de 2011

M

ucho me temo que el Presidente de la República esté entrando en esa fase que ya muchos analistas han identificado en previos sexenios, en la que, durante los últimos meses de gestión, los jefes del Ejecutivo comienzan a actuar con poca mesura, desatino, angustia y desesperación. Felipe Calderón está desatado y anda por el país con una sonrisa de oreja a oreja, haciendo afirmaciones insensatas. La última que soltó es la del México guadalupano. En el acto de inauguración de la Plaza Mariana, donde el Presidente tenía que haber sido particularmente cuidadoso, siendo, aunque él no lo quiera, el principal responsable de un Estado laico, espetó: “A final de cuentas, en muchos mexicanos, la mayoría de los mexicanos, la señora de Guadalupe es un signo de identidad y de unidad. Somos guadalupanos, independientemente, incluso me atrevería a decir, mucho de la fe, de las creencias y las no creencias y, desde luego, lo es para quienes profesamos la fe católica, a quienes congrega desde luego esta imagen tan representativa de México y de los mexicanos”. En otras palabras, el Presidente se puso de antropólogo y de sociólogo, hablando del carácter más identitario que religioso de la imagen guadalupana, la cual propicia adhesiones culturales más allá del catolicismo estrictamente hablando. Pero Felipe Calderón no es sociólogo ni antropólogo. Felipe de Jesús Calderón es el Presidente de la República mexicana y sabía perfectamente que estaba hablando en el contexto de un recinto católico, de una plaza mariana. Por lo tanto, tenía que haber sido más respetuoso de las creencias de alrededor de 18 millones de mexicanos que no son católicos y que, por lo tanto, no son ni se sienten religiosa ni culturalmente guadalupanos. Pretender, a estas alturas, que la Virgen de Guadalupe es un signo de identidad y de unidad de los mexicanos sería como afirmar que todos los mexicanos o la mayoría son o se sienten priistas, o son o se sienten mestizos. Son falacias estadísticas que no necesariamente refuerzan una cultura democrática, basada en la pluralidad y diversidad.

¿Cómo cree que se sintieron los alrededor de 8 millones de protestantes y evangélicos mexicanos, para quienes la Virgen María no es ni debe ser objeto de veneración? Lo que el Presidente hizo con su comentario fue simplemente ignorarlos o asumir que, en la medida que no comparten dicho culto, no son realmente mexicanos o no tienen esa misma identidad y no son parte de esa pretendida unidad religiosa.

Nuevamente, como en tantas ocasiones recientes, el presidente Calderón se muestra como lo que es; un Presidente católico para quienes los demás tienen derecho a existir, aunque no sean parte de esa supuesta identidad y unidad nacional. ¿Cómo cree que perciben estas palabras los judíos mexicanos, para quienes el culto mariano, por más respetable que les parezca (después de todo, la Virgen María era judía), les es también totalmente extraño y ajeno a sus costumbres y creencias, aunque no por ello se sientan menos mexicanos que los católicos? ¿Dónde está la sensatez y la sensibilidad en estas palabras presidenciales hechas desde una cultura católica, desde una identidad religiosa que se asume mayoritaria y, por lo tanto, con derecho a imponerse sobre las demás? ¿De dónde saca el Presidente que los creyentes de otras religiones e incluso los no creyentes son guadalupanos? ¿No es esto a todas luces un despropósito? ¿No le parece a usted que afirmar que los testigos de Jehová, los mormones, los seguidores de la Santa Muerte, los budistas, los musulmanes, los shintoistas, son todos ellos guadalupanos, es de una imperdonable desmesura?

Ciertamente, el Presidente habló también de la libertad de conciencia, dejando de lado la pantanosa y muy católica noción de libertad religiosa, cuando afirmó: “Hoy, más que nunca, la libertad de creencia es absoluta. Todas las mexicanas, todos los mexicanos tenemos el derecho de profesar o no en conciencia la religión que satisfaga o que más sea propia de las convicciones de cada persona, sin más límite que el respeto a la ley”. Pero preconizar la libertad de creencias desde la supremacía católica de la que el Presidente se dice parte, hacerlo al mismo tiempo que se identifica un culto específico con la cultura y la identidad de la nación, es convertirse en un defensor de la fe, de un tipo de fe que los demás mexicanos no tienen por qué compartir. Afirmar, como lo hizo Calderón, que todos los mexicanos “somos guadalupanos, independientemente… mucho de la fe, de las creencias y las no creencias”, es transformarse en un promotor oficial de un tipo de fe, es ignorar a los millones de mexicanos que forman parte del enorme abanico de la diversidad religiosa mexicana y significa olvidar que como presidente de un Estado laico, su función no es la de promover la unidad religiosa alrededor del guadalupanismo, sino hacer que las leyes y la administración pública garanticen la igualdad y la no discriminación en materia religiosa. ¿Usted cree que el presidente Calderón, con su guadalupanismo declarado, con su absurda pretensión de que todos los mexicanos son culturalmente guadalupanos, está desempeñando correctamente su función? Yo creo que a 18 millones de mexicanos no les parece. roberto.blancarte@milenio.com

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EL GÉNESIS DE MONSIVÁIS

Javier Aranda Luna

La Jornada, 18 de octubre de 2011

A

estas alturas quedan claras varias cosas después de la Reforma Protestante. Que Martín Lutero ha sido el mayor promotor de la lectura de todos los tiempos: su convicción de que no existía mejor credo que la Biblia en el mundo cristiano y que cualquiera tenía derecho a leerla de manera directa, sin intermediarios, fue un detonante cuyas ondas expansivas aún nos alcanzan y habrán de sobrevivirnos, seguramente, por largo tiempo. Que los pueblos con mayor número de lectores promedio son principalmente aquellos donde el protestantismo se asentó (Japón es caso aparte). Que las comunidades protestantes le llevan una ventaja de 200 años a las católicas en materia de lectura, pues estas últimas realmente empezaron a leer de manera significativa a partir de la Ilustración y sólo lo hicieron sus elites. Que también los países con mayor arraigo protestante son en general sociedades más desarrolladas y democráticas.

No sólo eso, el ejercicio de la crítica literaria profesional puede decirse que es otra consecuencia de la cultura protestante por el hábito de leer directamente la Biblia y tener una interpretación personal de todos los libros que la conforman. Antes de la Reforma los eruditos sólo intercambiaban con sus pares y muchas veces debían adecuar sus conclusiones a los poderes fácticos de entonces. La lectura directa de la Biblia permitió que cualquier persona ejerciera y pusiera a prueba su pensamiento crítico: de allí que la distinta interpretación de ese libro sagrado diera lugar a distintas congregaciones religiosas.

No es una locura imaginar que la verdadera patria de los pueblos protestantes sea un libro: la Biblia. En esa patria nació Monsiváis uno de los críticos más agudos del México contemporáneo, el último escritor que era plenamente reconocido en la calle según José Emilio Pacheco.

Sus lecturas multiculturales de la política y la sociedad donde se cruzan el cine, la música culta y popular, la poesía de Octavio Paz, la deslumbrante prosa de Martín Luis Guzmán con las canciones de José José, la investigación erudita y el rumor de la calle son producto de esa visión protestante de entender y conectar al individuo con su historia y su comunidad.

Su solidaridad, su lucha por las causas perdidas o difíciles (mi verdadera causa parece que son las causas perdidas), su militancia contra la intolerancia, la explotación, la injusticia en realidad son la consecuencia obvia de su formación religiosa. Puede decirse que su crítica feroz contra los abusos del poder, contra los feminicidios o los crímenes de odio son ante todo un asunto de ética, de una ética protestante llevada hasta sus últimas consecuencias.

Sólo así puedo entender su apoyo irrestricto a las minorías, a los disidentes, a los que se niegan a dejar de ser para ser aceptados: los indios, las mujeres, los sindicatos independientes, las sociedades protectoras de animales, los refugios de niños con sida, los disidentes políticos, los homosexuales y naturalmente las comunidades protestantes perseguidas aun en nuestros días en zonas tan intolerantes como la de San Juan Chamula, donde se impide la educación pública a niños con creencias diferentes al catolicismo.

Hace algunos años me invitaron a dar una conferencia a Ixmiquilpan, Hidalgo, en el paupérrimo Valle del Mezquital para hablar sobre intolerancia religiosa. Me invitaron porque había escrito algo al respecto. Cuando Monsiváis se enteró que había ido me reclamó que yo no lo hubiera invitado. Pocas veces lo vi tan molesto.

“Ese tema me importa –me dijo–, no se vale, la próxima me invitas”. Al cronista le interesaba estar en esos lugares límite por su olfato periodístico pero también, sin duda, por sus orígenes protestantes. Seguramente quería comprobar que aún existen comunidades de violentos que apedrean a los disidentes religiosos.

Cuando uno visitaba a Monsiváis en Navidad o Semana Santa era común escuchar en su casa –que era una biblioteca de poco más de 40 mil volúmenes, una audioteca y una videoteca formidables– gospel, himnos, estribillos protestantes (ésos que ahora la Iglesia católica ha incorporado a sus servicios para animarlos) y el Mesías de Haendel cuyas estrofas conocía en inglés y español.

Como le gustaba jugar con su memoria y su inteligencia un día le propuse a Carlos Monsiváis un ejercicio singular: yo tomaría una antología de poemas, la abriría al azar y él tenía que decirme quién era el autor de los versos mientras yo los leía.

De los 14 poemas que escogí no tardó en identificar a cada uno de sus autores después de escuchar los primeros versos. No sólo eso, cuando yo leía por ejemplo el segundo o el tercer verso él continuaba recitando entre dientes los versos que seguían. No pasé de 14 porque después quise hacer algo similar con una Biblia. Después de que identificó un salmo y un versículo de los evangelios abandoné la empresa. Ese día me enteré que sabía de memoria todos los salmos, casi todo el libro de Proverbios y no pocos pasajes bíblicos. También ese día me dijo que la mejor traducción al español de la Biblia era la de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, porque su sonoridad rescataba la música del Siglo de Oro español.

Picado por su contundente afirmación le pregunté a Octavio Paz, otra inteligencia notable de nuestra cultura, cuál era para él la mejor traducción de la Biblia al español: la de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, me dijo y me informó que lo mismo pensaba Antonio Alatorre, un especialista en la literatura del Siglo de Oro.

Hace tiempo Carlos Martínez, colaborador de La Jornada, se ha dedicado a investigar, me parece, lo que podríamos llamar el código genético de Carlos Monsiváis a partir de estas líneas: Mi madre puso de su parte mi nacimiento, mi primera formación, mi capacidad de pelearme en vano, mi primer amor por los libros… Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical.

Y lo que ha encontrado Carlos Martínez es la enorme presencia de la cultura protestante en los textos de este escritor: de su autobiografía precoz hasta sus crónicas reunidas en Apocalipstick, pasando por el Nuevo catecismo para indios remisos, el único libro de ficción escrito por Monsiváis.

La Biblia y la iconografía heterodoxa de Carlos Monsiváis, de Carlos Martínez, nos acerca como pocos ensayos a esa ética de Carlos Monsiváis que fue el centro y el motor de su crítica.

Ahora que Monsiváis ya es sus lectores, los textos de Carlos Martínez reunidos en ese libro contribuyen a una lectura más completa y gozosa de las crónicas y ensayos de este cronista que nos hizo mirar al mundo con un ligero aumento de luz.

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