En el caso específico de la Reforma, existe una tradición llena de visiones brillantes y equívocos grotescos. Si tuviésemos conciencia de ellos, podríamos evitar la repetición del pasado e incluso comprender algunos de sus desarrollos históricos, contemporáneos nuestros, que se generaron en aquella época: de Lutero al psicoanálisis, del calvinismo al capitalismo, de Müntzer a Marx y Engels.[1]
Rubem Alves
1. Necesidad de reformas permanentes
Describir los procesos de transformación que ha sufrido la Iglesia cristiana en sus ya más de dos mil años de existencia sería tanto como querer suplantar la obra del Espíritu Santo. No obstante, si se revisan con atención algunos de ellos, es posible llegar a ciertas conclusiones que, en consonancia con las enseñanzas bíblicas, permitan replantear en cada época, la necesidad de llevar a cabo transformaciones importantes en la vida y misión de la Iglesia. Si uno de los grandes logros de las reformas religiosas del siglo xvi consistió en redefinir con claridad la naturaleza misma de la Iglesia y su nuevo lugar en el mundo, y más allá de cualquier apología de este movimiento, hay que destacar que las transformaciones eclesiásticas y religiosas abrieron la puerta para una serie de cambios en el comportamiento de las sociedades, inmersas como estaban ya en el proceso de dominio de las clases emergentes que llegaban a colocar lo religioso en otra dimensión. Nos referimos, por supuesto, al arribo de la “modernidad burguesa” en Occidente que intentó desplazar la función de lo sagrado y propició la separación entre las esferas religiosa y política, aun cuando tuvo que enfrentar, en el seno mismo de las nuevas iglesias, una oposición de grado variable sobre la posible intervención de los Estados en la vida de las mismas.
Los paralelismos entre algunos episodios bíblicos, como los que se han enunciado con anterioridad (el periodo de Josías como rey y las cartas de Apocalipsis 2-3), los inicios de la Reforma Protestante y la situación actual deben desarrollarse con sumo cuidado para encontrar puntos de contacto que, sin menoscabo de las coyunturas específicas, sea posible trazar puentes de análisis que permitan ampliar la visión de dichos sucesos y su posible aplicación. De ese modo, hay que reconocer que los ímpetus reformadores en el antiguo Israel fueron idealizados, lo mismo que algunas vertientes protestantes han elevado lo sucedido durante el siglo xvi a una estatura legendaria que no corresponde con la realidad y que más bien aleja sus bondades al no querer ver sus contradicciones. La proyección socio-política, económica y cultural de la Reforma se deja de observar como una cadena de sucesos y planteamientos que conformaron un nuevo escenario que tardó tiempo en estabilizarse y en mostrar sus beneficios. La fuerza con que progresivamente se impuso la secularización no fue uniforme y hubo zonas completas (como España, y después América Latina) en donde la importancia de la religión siguió y sigue permeando la mentalidad de mucha gente. Por ello, suponer que la Reforma alcanzó a renovar el rostro de Occidente en todo el aspecto religioso sería desconocer sus límites. Lo que sí hizo fue establecer una cultura asociativa diferente y reestructurar la comprensión de las doctrinas cristianas para adaptarlas a una nueva época.
2. Dinámica de las transformaciones personales y sociales
Una primera cosa que la Reforma Protestante transformó fue la necesidad de balancear adecuadamente la piedad individual y la colectiva, pues al estilo vertical y corporativo con que la desde la Edad Media se promovía la religiosidad, opuso lo que sería el germen de la democracia dentro y fuera de la Iglesia, es decir, la fuerza participativa de los laicos/as, tan menospreciados por la Iglesia antigua y que se ha resistido tanto, posteriormente, a establecerse como una acción normativa dentro de las comunidades católicas. Esta dialéctica entre individuo y comunidad abarcaba tanto lo religioso como lo político, por lo que inevitablemente terminaría por “exportarse” a la vida social, con todo y que las nuevas fuerzas trataron de manipular este impulso participativo, y en algunas ocasiones lo lograron.
Además, los alcances de esta dinámica, al rebasar el ámbito meramente eclesiástico, comenzaron a fortalecer los fermentos de una religiosidad que podía experimentarse extra-muros, fuera de las limitaciones de las iglesias institucionales. En ello, el calvinismo tuvo mucho que ver, pues tomó la protesta religiosa y la proyectó hacia las colectividades en general con particular énfasis en la responsabilidad sobre su destino. Como explica Emile Leonard, notable historiador del protestantismo:
Después de la liberación de las almas, la fundación de una civilización. Con Lutero, sus émulos y sus rivales, la Reforma había dado todo su mensaje propiamente religioso y teológico y las épocas siguientes no podían hacer otra cosa que repetirlo y completarlo. Mas Lutero se había interesado poco por la encarnación de este mensaje en el mundo secular, al cual aceptaba tal y como era, y las experiencias de Zuinglio, de Müntzer y de los anabaptistas de Münster habían sido o de un contenido excesivamente reducido o demasiado revolucionarias para hacer salir a la Reforma del pietismo individualista donde corría el riesgo de desmesurarse y disolverse. Estaba reservado al francés y al jurista Calvino el crear más que una nueva teología un mundo nuevo y un hombre nuevo. El hombre “reformado” y el mundo moderno. En él ésta es la obra que predomina y la que nos da razón de su autor.[2]
Surgiría, así, un interesante balance entre una conciencia clara sobre la predestinación individual para la salvación eterna y la necesidad de que en la vida cotidiana, colectiva, esa misma realidad también ejerza un papel movilizador, transformador, de los hechos que impliquen una responsabilidad que se entendería mejor, dos siglos después, con el concepto de ciudadanía. Es decir, de la mentalidad de súbdito, propia de sociedades jerárquicas, se llegaría a una mentalidad igualitaria en donde si los creyentes son ciudadanos de este mundo, también lo son del Reino de Dios, presente y futuro, de manera equitativa. Así lo comprendió el doctor Ortega y Medina, quien desde una sólida visión histórica e ideológica, lo resumió como sigue, al diferenciar el peso específico de las creencias católicas y protestantes:
El católico posee la libertad trascendental, pero es esclavo del mundo. […] Hay pues, un desequilibrio entre el ideal a que se aspira y las exigencias que la realidad impone. El calvinista, por contra, es esclavo de la trascendentalidad, pero vive en el mundo: y gracias a su vivir intramundano y activo puede manumitirse del yugo predestinatorio. [...] De parecida manera bien pudiera el protestantismo haber hecho del hombre un siervo de la allendidad, pero un amo y señor de la aquendidad.[3]
Parece que allí se encontraría la clave para comprender y actualizar los aspectos transformadores y prácticos de la mentalidad protestante reformadora.
[1] R. Alves, “Las ideas teológicas y sus caminos por los surcos institucionales del protestantismo brasileño”, en Pablo Richard, ed., Materiales para la historia de la teología en América Latina. San José, DEI, 1981, p. 162.
[2] E. Leonard, Historia general del protestantismo. Vol. 1. Trad. de S. Cabré y H. Floch. Madrid, Península, 1967, p. 263.
[3] J.A. Ortega y Medina, Reforma y modernidad. México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1999, p. 160.
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