2 de octubre, 2011
Los reformadores, Lutero, Zwinglio, Calvino, Bucero, Farel y otros, por unanimidad compartieron la convicción que ahora resuena en el corazón del protestantismo: ¡sólo Dios nos puede llevar a Dios! Ninguna institución eclesiástica, ningún papa, ningún clérigo nos puede conducir a él: porque, en primer lugar, Dios es quien viene a nuestro encuentro. Ninguna confesión de fe, ningún compromiso en la Iglesia, ninguna acción humana nos puede atraer la benevolencia de Dios: sólo su gracia nos salva. Ningún dogma, ninguna predicación, ninguna confesión de fe pueden hacernos conocer a Dios: sólo su Palabra nos lo revela. Dios no está sujeto a ninguna transacción posible, su gracia excede cualquier posibilidad de intercambio y reciprocidad. En el protestantismo, Dios es precisamente Dios precisamente en la medida en que nos precede y permanece libre ante cualquier forma de sumisión.[1]
Raphaël Picon y Laurent Gagnebin
1. La necesidad de reformarse continuamente
Tal vez el recuerdo anual de la importancia de las reformas religiosas del siglo XVI sirva para insistir periódicamente en la necesidad del cambio en las comunidades cristianas, cuya inevitable institucionalización las orilla, en ocasiones a veces muy críticas, a defender algunas tradiciones que, para bien o para mal, se han instalado en su vida y que llegan a suplantar la centralidad del mensaje evangélico del que ellas deben ser portadoras en medio de la sociedad. Y acaso estas fechas, instaladas ya en el calendario y en el espíritu litúrgico de muchas iglesias, puedan servir también para que, más allá de las fechas y los nombres (como en el magnífico poema “Nocturno de San Ildefonso”, de Octavio Paz: “La historia es el error./ La verdad es aquello,/ más allá de las fechas,/ más acá de los nombres,/ que la historia desdeña:/ el cada día/ ―latido anónimo de todos,/ latido/ único de cada uno―,/ el irrepetible/ cada día idéntico a todos los días.[2]) sea posible no solamente conmemorar sino también redireccionar los impulsos para que el viejo lema reformador (“Iglesia reformada siempre reformándose”) deje de ser sólo eso y se convierta en razón de ser de programas y proyectos concretos de cambio al interior de las iglesias y de las vidas de las personas creyentes, sin olvidar sus alcances sociales.
Y es que, precisamente, al evocar los nombres y las acciones de quienes, hace ya casi cinco siglos, encabezaron la protesta que daría forma y sentido a una nueva forma de ser cristianos, y al buscar en las Escrituras esos caminos de reforma y cambio que tanto soñamos y anhelamos ver que se realicen, nos conectamos con una serie de desarrollos históricos y espirituales acerca de los cuales muchos episodios bíblicos dan fe. Así puede verse, por ejemplo, en la línea de lo que escribe la biblista brasileña Lilia Ladeira Veras, en un artículo sobre las reformas y contrarreformas en la época de los reyes de Israel, cómo las contradicciones políticas, religiosas y culturales hicieron que el rumbo de una nación se viera comprometido según se orientara o no por el deseo de cambiar. Dentro del esquema que propone, esta autora ve, por ejemplo, a Ezequías, como un gran reformador:
Él restauró la pureza de la religión yahvista, suprimiendo el culto idolátrico y las prácticas sincretistas, y centralizó el culto en el templo de Jerusalén, destruyendo otros locales de culto. Dice el texto que él “abolió los lugares altos, quebró las estelas, cortó el poste sagrado y redujo a pedazos la serpiente de bronce que Moisés había hecho” y que se había vuelto objeto de culto idolátrico (18,4). Como se puede observar, Ezequías siguió las normas establecidas en el Deuteronomio.
Ezequías no fue sólo un reformador religioso más, también realizó obras como la construcción de un reservorio y de un acueducto para traer agua desde la fuente de Gión, que quedaba fuera de la ciudad, hasta la piscina de Siloé, ya dentro de las murallas (20.20).[3]
Otros gobernantes de la época no siguieron el ejemplo de Ezequías y plantearon, más bien, retrocesos y contrarreformas que perjudicaron por igual al pueblo y a la nación entera, al grado de que, según esta historiografía basada en las ideas religiosas del Deuteronomio, eso le costó la desaparición a la monarquía davídica. En otras palabras, al negarse a establecer reformas religiosas y políticas consistentes, la nación desapareció, literalmente, del mapa. Así, las reformas de algunos de estos monarcas se mostraron como insuficientes, pues no pudieron consolidarse en la conciencia popular, algo muy necesario siempre para que resulten efectivas a largo plazo. El lenguaje bíblico es muy claro: negarse a las reformas es desobedecer a Dios.
2. El Espíritu conduce las reformas de la Iglesia
Esta alusión a los procesos simultáneos de reforma-contrarreforma, al menos en nuestro ámbito hispanoamericano, nos recuerda también, siguiendo otra vez a Paz, que la tendencia dominante en estos países a seguir caminos tradicionales, se debe, según lo dijo él en unas páginas memorables, a que los países de América Latina somos “hijos de la Contrarreforma”, a diferencia de Estados Unidos, que eran “hijos de la Reforma”. Vale la pena citarlo:
En ese momento [la expulsión de los jesuitas de las colonias españolas] se hizo visible y palpable la radical diferencia entre las dos Américas. Una, la de lengua inglesa es hija de la tradición que ha fundado al mundo moderno: la Reforma, con sus consecuencias sociales y políticas, la democracia y el capitalismo; otra, la nuestra, la de habla portuguesa y castellana, es hija de la monarquía universal católica y la Contrarreforma. […]
Desde el siglo xvi nuestra historia, fragmento de la de España, había sido una apasionada negación de la modernidad naciente: Reforma, Ilustración y todo lo demás.[4]
Esta disposición social, espiritual y política para el cambio, tan extrañas entre nosotros, culturalmente hablando, es la que se estimula bíblicamente en el ámbito de la Reforma con planteamientos como los que, desde Francia, hacen Raphaël Picon y Laurent Gagnebin sobre una “fe insumisa”: nada puede estar por encima de Dios y ninguna tradición, por noble y elevada que sea, puede sustituirlo. El principio protestante, esbozado por Paul Tillich, supone un rechazo radical a cualquier forma de sumisión o aceptación de absolutos que compitan con él. Ésta es la base de la tendencia a la reforma, que mientras más radical sea, mejor expresará el designio divino para amoldarse, no a las circunstancias ni a los momentos, sino a la voluntad del Creador.
En las cartas que el Espíritu dirige a las iglesias del Asia menor, aparece de fondo un reconocimiento a su existencia y trabajo al servicio de Jesucristo, pero también una sólida crítica, a partir de la frase: “Yo conozco tus obras”, que coloca a cada comunidad ante el juicio de quien se presenta como guía de la vida de la Iglesia, en singular, aunque no deje de vislumbrarse el horizonte colectivo, ecuménico, por decirlo así. Los tiempos de reformas para la Iglesia están siempre al acecho y se trata de escuchar y obedecer la voz del Espíritu, quien siempre va delante de lo que la Iglesia, en cualquiera de sus manifestaciones, cree, proclama y espera. Estar dispuestos a cambiar según la dirección del Espíritu, esto es, a realizar reformas significativas, para aquellas comunidades, también era una forma de resistir al sistema idolátrico de su tiempo, pues como escribe Daniel Godoy Fernández:
En esta situación de sufrimiento, Juan les escribe para alentarlos y darles coraje para resistir, para permanecer fieles al Cordero y para vivir una espiritualidad capaz de sobrevivir a la propuesta arrogante y totalitaria, representada por el imperio y sus colaboradores.
Juan convoca a las comunidades a la perseverancia, a soportar la aflicción, a pesar de no poder escapar de la prisión o a las privaciones en medio de la pobreza. Les motiva la necesidad de permanecer fieles, de servir al que está próximo, de estar vigilante, de ser testimonio fiel y verdadero. Los verbos utilizados por Juan apuntan a una situación de persecución, violencia y opresión. No es azar que sean utilizados en este momento. Otro aspecto de la invitación hecha por Juan está en sus palabras, que no hacen diferencia de raza, sexo o edad. Son palabras genéricas, inclusivas, usadas para alentar a las comunidades y a todas las personas que en ellas participaban, sean mujeres, hombres, jóvenes o ancianos.
Ser cristiano/a en la provincia de Asia Menor, en los primeros dos siglos de la Era Común, no era nada fácil, era una cuestión de conversión, firmeza, coraje y una buena dosis de resistencia.[5]
Notas
[1] R. Picon y L. Gagnebin. Le protestantisme. La foi insoumise. Champs, Flammarion, 2005, http://miettesdetheo.over-blog.com/article-11406976.html.
[2] O. Paz, Vuelta. [1969-1975] México, Seix-Barral, 1976, pp. 78-79.
[3] L. Ladeira Veras, “Reformas y contra-reforma. Un estudio de 2Reyes 18-25”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, núm. 60, 2008/2, p. 107, www.claiweb.org/ribla/ribla60/lilia.html.
[4] O. Paz, “El espejo indiscreto”, en Plural, núm. 58, julio de 1976, recogido en El ogro filantrópico. Historia y política 1971-1978. México, Joaquín Mortiz, 1977, pp. 55, 57. También en O. Paz y L.M. Schneider, eds., México en la obra de Octavio Paz. I. El peregrino en su patria. Historia y política de México. México, Fondo de Cultura Económica, 1987, pp. 413-435. En “México y Estados Unidos: posiciones y contraposiciones” [1978], Tiempo nublado. México, Seix-Barral, pp. 139-159, también se ocupa del asunto.
[5] D. Godoy Fernández, “Apocalipsis 2 y 3: comunidades de resistencia, proféticas y mártires”, en RIBLA, núm. 59, www.claiweb.org/ribla/ribla59/daniel.html.
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