9 de septiembre, 2012
Recuerda
que tú también fuiste esclavo en Egipto, y que el Señor tu Dios te sacó de allí
con gran poder y destreza sin igual. Por eso tu Dios te ordena observar el sábado.
Deuteronomio 5.15, La Palabra, SBU
La saga
libertaria del éxodo de Egipto reaparece corregida, aumentada y “recargada” en el
testimonio del Deuteronomio, pues la repetición de la Ley divina tuvo la intención
de actualizar lo sucedido para las nuevas generaciones y así dotarlo de nuevo
sentido. La libertad entregada por Yahvé al pueblo generaría una serie de consecuencias,
obligaciones y responsabilidades para ambas partes. Ella debía conducir a la
organización de una auténtica sociedad alternativa que mantuviera ese
extraordinario logro como la base de las relaciones entre Yahvé e Israel, una
alianza que debía producir y ampliar sus resultados en cada aspecto de la vida
humana. Por ello, el Decálogo, el núcleo de la Ley, aparece como el documento
de la alianza, la fuerza liberadora del pueblo de Dios. Luego de la libertad,
la organización popular para reglamentarla. Ella exigía, por así decirlo, una reglamentación
nueva de toda la existencia bajo el designio divino.
Edesio Sánchez caracteriza el Decálogo a partir de cuatro aspectos. Primero:
“No son leyes dirigidas a un cuerpo legislativo, sino palabras divinas que mandan
y ordenan para asegurar la vida de toda la comunidad. Son en realidad promesas”.
Cada sección y mandamiento es expresión del deseo divino por influir positivamente
en la conformación de una nueva cosmovisión que sea capaz de trascender los
usos y costumbres predominantes. Prohibir el politeísmo, por ejemplo, no es
sólo un acto narcisista de Dios sino el intento concreto por prevenir las
nuevas esclavitudes que siempre comienzan por la conciencia y la idolatría era (y
sigue siendo) el recurso de muchos poderes humanos para controlar a las personas.
Es un estatuto eminentemente liberador que busca aplicar la voluntad divina en
totalidad de la persona y del cuerpo social. En palabras de A. Exeler,
trasladar los mandamientos a la realidad es “vivir en la libertad de Dios”: Son
el “manual de uso” de la libertad: “Después de que Dios libró a su pueblo, éste
ha de comportarse de acuerdo con esa acción divina y no jugarse alegremente o
malgastar de modo inconsecuente la libertad recibida. Dios no eligió a una ‘élite’
sino a esclavos; pero se lanzó a la tarea de hacer de aquel tropel de esclavos
un ‘reino de sacerdotes’ con objeto de liberar a toda la humanidad”.[1] No debía olvidarse nunca el origen y la situación de esclavitud de la
que procedía el pueblo.
En segundo lugar: “Es un conjunto de principios que
involucran a dos entes personales: un yo (Yavé) y un tú (cada miembro de la comunidad
berítica). […] …todos en Israel están llamados a vivir bajo los
principios de estas palabras; nadie en el pueblo queda excluido. A la vez, cada
uno es receptor individualmente responsable de los mandamientos; por ello
el Decálogo está redactado en la segunda persona del singular”. La relación personal,
el papel de la conciencia y la necesaria reflexión y práctica se muestran como
un conjunto de factores que deben conjugarse cotidianamente para que la
perspectiva religiosa no se disperse únicamente en la “obediencia de mandatos”
sino que se fundamente plenamente en algo más afectivo, como lo es el trato
constante con “el Dios del éxodo y de la alianza”, ambas perspectivas vistas y
vividas desde los horizontes individual y comunitario. La libertad debe,
además, producir justicia en todos los niveles de la vida humana.
En tercer lugar, “el Decálogo en su totalidad reúne
todos los aspectos de la vida comunitaria: la relación con Dios, la relación
familiar y la relación social. El Decálogo parte de la relación fundamental
entre el ser humano y Dios, y luego sigue con la relación entre seres humanos”.
Si es verdad que el culto a Dios cumple una función preponderante (fue la razón
de ser “oficial” del éxodo), también es cierto que Yahvé manifiesta su intención
de no dejar resquicio vital alguno para hacer presentes los frutos de la
libertad: cada espacio de la vida humana debía mostrar la eficacia de la libertad, es decir, que no basta con tener el
panorama existencial abierto a todas las posibilidades sino que éstas deberán
experimentarse en el marco de la justicia, los derechos y las obligaciones
dentro de una sólida proyección histórica y cultural que pudiera consolidar los
beneficios de la alianza para todos los integrantes del pueblo. Nadie podía
quedar fuera de sus consecuencias positivas y formativas.
En cuarto lugar, “el Decálogo manifiesta la capacidad
tanto de ser resumido (véase como ejemplo el gran mandamiento citado en Mr.
12:28-34), como de ser maleable y elástico. Estas características posibilitaron
no sólo la expansión y reelaboración de algunos de sus mandamientos (el
primero, segundo, cuarto y quinto), sino también la adaptación hermenéutica del
conjunto de acuerdo con las necesidades del pueblo en sus diversos momentos
histórico”.[2] Al culto al único y verdadero Dios le sigue el
respeto de su nombre, guardar un día de descanso, el cuidado por la institución
familiar y el mandamiento ético, cada aspecto como punto de partida de una
ética personal y comunitaria que desglosara minuciosamente el contenido de los
mandamientos como un todo y en cada particularidad. La libertad humana es
conducida por Dios hacia rumbos impensables que la comunidad original y las
subsiguientes no hubieran imaginado, pero siempre con el deseo de ampliar las
posibilidades de la realización vital plena.
[1] Adolf Exeler, Los
Diez Mandamientos: vivir en la libertad de Dios. Santander, Sal Terrae, 1983
(Presencia teológica, 14), p. 19. Cf. A. Exeler, “Los Diez mandamientos”, en Comunidades
de Vida Cristiana, sección Biblia: http://cvx.leon.uia.mx/biblia.htm.
[2] E. Sánchez, Deuteronomio.
Introducción y comentario. Buenos
Aires, Kairós, 2002 (Comentario bíblico iberoamericano), pp. 125-126.
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