2 de septiembre, 2012
…si
el Hijo les da la libertad, serán verdaderamente libres.
Juan 8.36, La
Palabra, SBU
La libertad es
quizá uno de los temas bíblicos más específicamente localizados, pero cuyas
consecuencias e implicaciones para la fe, la vida cristiana y la participación para
su práctica efectiva en el mundo a veces no es bien comprendida. Como sinónimo
de la salvación, la cadena de asociaciones que proceden de interpretarla como un
resultado fundamental de la obra de Jesucristo. Además, la Biblia completa
puede ser leída en la clave de la oposición esclavitud-libertad y de cómo Dios
ha intervenido permanentemente a favor de la segunda. Por todo ello es
necesario revisar de nuevo su naturaleza y las derivaciones que proyecta para
la vida humana.
Yahvé se da a conocer históricamente en el mundo como un Dios
libertador, que tomó partido por quienes no conocían o no recordaban la
experiencia de la libertad. Las tribus hebreas que estaban cautivas en Egipto,
y sobre todo las nuevas generaciones que no la habían saboreado consideraban
que la esclavitud era una situación natural, pues no percibían que podía haber
otras alternativas. Esa circunstancia hizo que al comenzar a gestarse el liderazgo
de Moisés, no lo recibieran como él esperanza, especialmente debido a su origen
ubicado en la clase social dominante, de la cual la divinidad lo tomaría para realizar
la liberación. El modelo bíblico de liberación y acceso a las libertades
humanas es integral, puesto que el argumento con que Moisés se presentó ante el
faraón era “religioso” o “litúrgico”: sin el ejercicio de la libertad, el
pueblo no podría acceder a una sana imagen de su Dios. Lo acontecido después es
una evidencia, quizá la mayor, pero no la única en la “historia sagrada”, de
que la opción divina por producir ese ejercicio es una constante universal. Al
agregar la ley como factor de equilibrio para la libertad, fundó una sociedad
potencialmente alternativa que debería influir, desde su pequeñez política, en
los demás pueblos, porque lo que estaba en juego también, era la naturaleza de
su propio Dios; Dios y la libertad se vuelven sinónimos:
En
tales sucesos el nombre de Dios está indisolublemente unido con la libertad real,
histórica y política de su pueblo. El Dios que “ha sacado a su pueblo de la esclavitud
de Egipto” es el Dios de la libertad. “Libertad” significa aquí un tomar la delantera
en la marcha que conduce al futuro histórico del pueblo libre, del país libre, del
mundo libre: y un penetrar ya en este futuro. El acontecer del Éxodo, con el que
se identificaba en Israel toda nueva generación, permite hablar de Dios y de
libertad sin tener, por así decirlo, que tragar una palabra al tomar aliento
para pronunciar la otra; ni que definir al uno con la negación de la otra. De
esta coincidencia entre “Dios” y “Libertad” es de donde, en las guerras bíblicas
y en los grandes profetas, brota la nueva idea del Dios “que nos precede”, del
Dios que va a la cabeza de la marcha que, desde la esclavitud y la servidumbre
nos lleva a la libertad omnímoda.[1]
La interpretación cristiana de esa libertad promovida siempre por las
acciones de Dios atraviesa, en el Cuarto Evangelio por el pensamiento y acción
de Jesús (“Mesías de la libertad”) en el marco de una religiosidad que,
contradictoriamente, coartaba las libertades de las personas. Si se analiza la
manera en que él cuestionó el sistema religioso de su tiempo, se verá que su
crítica evidenció la ineficacia de una ley que había secuestrado la conciencia
de libertad que Dios esperaba que su pueblo pusiera en práctica. Nuevamente la
esclavitud, explicada también en la clave del pecado en todas sus
manifestaciones, se hacía presente, abiertamente pero también transfigurada en
la imposición (y aceptación, que era lo peor) de un régimen social que se presentaba
como absoluto, como todos los imperialismos en su momento. Jesús, entonces, se
presenta en la historia para rescatar el concepto y la vivencia de la libertad,
tal como era deseada por Dios. Ésa es la razón formal de todos los conflictos que
enfrentó, pues al recuperar la conciencia guiada por la propuesta divina acerca
de la libertad y ejercerla en grado sumo, no podía sino vivir en una confrontación
permanente con los defensores del sistema prevaleciente.
Por todo ello puede decirse, con Jürgen Moltmann que el cristianismo es,
esencialmente, una “religión de libertad”, pues su aspiración más auténtica es
el establecimiento del “Reino de la Libertad”: “Los verdaderos fines de la fe
cristiana no son los privilegios políticos y sociales de la Iglesia, ni siquiera
el ejercicio de la religión cristiana, sino la transformación del mundo, la tarea
de sacarlo de la esclavitud en que culpablemente se encuentra y de elevarlo a
la libertad. Es sólo conociendo este fin como podremos comprender y aceptar el derecho
a los medios y caminos que conducen a él”.[2] El capítulo octavo del Cuarto Evangelio (vv. 31-40) es un auténtico “clásico”
en este proceso, pues es una especie de “manifiesto en acción”, una “proclamación
en acto” y frente a la oposición más rotunda, de la libertad cristiana en
camino a su transformación en una auténtica libertad humana. Jesús expone que
la forma religiosa dominante es un obstáculo para su conciencia y práctica ya
que tal forma y sistema radicalizan el dilema entre la libertad y la existencia
misma de Dios, pues el estado de cosas predominante, que anulaba la libertad,
no podía ser representativo de la dinámica de las acciones de Dios en el pasado
del propio pueblo y la lucha continuaba y continúa:
Toda
la historia del Pueblo judío, como la de los demás pueblos, está presentada en
el Antiguo Testamento como una procesión: una procesión que va de la
humillación a la elevación, de la estrechez a la holgura. Sólo un mundo libre corresponde efectivamente al Dios de la Libertad. Mientras
el Reino de la Libertad no sea un hecho, Dios no se permite descanso en el mundo;
mientras Dios no ha llegado a su derecho y a su identidad en el mundo, se encuentra
aún con éste, en camino. Mientras el pobre sea humillado: mientras viudas y
huérfanos sean privados de sus derechos, mientras el poderoso no sea humillado
y el humilde no sea ensalzado, dicen los profetas, no habrá reposo.[3]
Jesús anuncia que sólo siguiendo su modelo de pensamiento y acción se
puede tener acceso a la verdadera libertad y confronta a sus seguidores (judíos
aclara el v. 31) a liberarse del yugo del sistema religioso que les impedía
experimentarla. Igualmente, hoy somos confrontados para superar riesgos
similares de aceptación acrítica de las nuevas formas de opresión.
[1] J. Moltmann, “El cristianismo, religión de libertad”,
en Convivium, Universidad de
Barcelona, núm. 26, 1968, p. 43. Este texto fue presentado como ponencia en la
reunión de la Paulus Gesellschaft, en
Marienbad, Alemania, en la primavera de 1967. La fecha es importante, pues
precede en algunos meses al surgimiento de lo que se conocería después como “teología
de la liberación” latinoamericana, iniciada por los escritos de Rubem Alves
(presbiteriano brasileño), Gustavo Gutiérrez (sacerdote peruano) y Hugo Assmann
(teólogo y pensador católico brasileño).
[2] Ibid.,
p. 41.
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