30 de septiembre, 2012
Ya
no volverán a sentir hambre no sed ni el ardor agobiante del sol. El Cordero
que está en medio del trono será su pastor, los conducirá a manantiales de
aguas vivas, y Dios mismo enjugará toda lágrima de sus ojos.
Apocalipsis 7.17, La Palabra, SBU
El
futuro de la nueva creación de Dios, por medio del hombre libre, traerá libertad
al mundo, lo sacará de la esclavitud de la nada y lo glorificará. Por esto el
que abraza en espíritu la libertad del Dios que viene, entra en un doble
movimiento: el movimiento de la esperanza y el del sufrimiento por la opresión del
mundo en que vive. El nuevo mundo será un mundo bajo el signo de la libertad de
los hijos de Dios, porque en el momento presente es ya un mundo bajo el signo
de Cristo, el Hijo de Dios. De ahí que la lucha por el advenimiento de este mundo
tenga siempre el sentido de una lucha por la verdadera y plena libertad. Este proceso
tiene su consumación en la parousía del
Hijo y de la filiación y por esto determina ya aquí la marcha de la historia
universal.[1]
J.
Moltmann
La expresión
máxima de la libertad cristiana, su plenitud en todos los órdenes, es anunciada
y celebrada en último libro de la Biblia. La perspectiva de ese libro, dominada
por la proclamación de la victoria de Dios sobre los enemigos de la vida no
solamente es triunfante sino que forma parte de la manera en que el Espíritu
que lo inspiró quiere dar esperanza a los/as creyentes perseguidos del primer siglo.
La experiencia que vivieron, pletórica de angustia y persecución, es el marco
en el que se inscribe semejante propuesta de fe y esperanza, pues la libertad
prometida por Jesús de Nazaret alcanza las mayores alturas en ese libro,
progresivamente, pues parte de la tribulación y poco a poco va desplegándose
como un abanico de promesas que se entrelazan con la mirada simbólica sobre la
conflictividad histórica. Así, cada avance en esa promesa de liberación plena,
agrega zonas de esperanza en las que la Iglesia debía profundizar. Una revisión
de esa evolución puede mostrar la manera en que se atisba la plenitud de la
libertad cristiana.
Asomarse a la esperanza apocalíptica y esforzarse por penetrar en su
simbolismo abre las puertas de la comprensión de esta libertad gloriosa.
Situarse ante esta proclamación y asumir su horizonte hace posible comprender
el sentido de la historia de la libertad: “¡Dichoso quien lee y dichosos los
que prestan atención a este mensaje profético y cumplen lo que en él está
escrito! Porque la hora final está al caer” (1.3). Comprometerse en las luchas
de Dios por esa libertad no es fácil, pues implica ciertamente un sufrimiento
implicado en las crisis que desata el anuncio y la vivencia en el nuevo Reino
de la Libertad. La simbolización de la oposición real y la resistencia del mal
a esa libertad es elocuente: “No te acobardes ante los sufrimientos que te
esperan. Es verdad que el diablo va a poner a prueba a algunos de ustedes
metiéndolos en la cárcel; pero su angustia durará poco tiempo. Tú, permanece
fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de vida”. (2.10)
En este contexto, vencer no significa vivir con una actitud triunfalista
sino más bien de búsqueda y práctica continua de esa libertad, obtenida por la
cruz de Jesús y el impulso liberador de Dios, quien siempre ha estado del lado
de la libertad. La victoria es una promesa a corto, mediano y largo plazo,
aderezada con luchas permanentes en todos los frentes de la fe: “Al vencedor lo
pondré de columna en el Templo de mi Dios, para que ya nunca salga de allí. Y
grabaré sobre él el nombre de mi Dios, y grabaré también, junto a mi nombre
nuevo, el nombre de la ciudad de mi Dios, la Jerusalén nueva, que desciende del
trono celeste de mi Dios”. (3.12). El sentido de futuro que otorga la libertad
cristiana es la proyección de la existencia humana hacia el encuentro con la
eternidad perfecta de Dios, cuyos anticipos en este mundo deben ser leídos como
signos de la presencia creciente de su Reino.
La magnitud de la obra de redención se relaciona con las dimensiones de
esa libertad ofrecida en Cristo. Las cadenas son rotas, literalmente, con
sangre, para impedir que la sangre humana se siga derramando
indiscriminadamente. Ése es el germen del nuevo pueblo de Dios, de hombres y
mujeres libres, sacerdotes y sacerdotisas de sí mismos, pero con una visión
plena del servicio libre en nombre del amor y la fraternidad: “…con tu sangre
has adquirido para Dios/ gentes de toda raza,/ lengua, pueblo y nación,/ y has
constituido con ellas/ un reino de sacerdotes/ que servirán a nuestro Dios/ y
reinarán sobre la tierra” (5.9-10). Los hijos/as de Dios eligen el servicio y
su realeza no es una señal de superioridad sino de la elección de Dios para
cumplir su voluntad. Su destino es la solidaridad total con quienes viven aún
desprovistos de la libertad verdadera. Son portadores/as y anuncios vivos de la
libertad deseada por Dios para todas sus criaturas:
Según
Pablo los cristianos sólo poseen esta libertad en la esperanza, y por tanto en
la paciente espera de un Reino que aún no pueden ver. Por esto los cristianos
no están excluidos de la miseria general de la criatura oprimida sino que
suspiran con ella y por aquellos 'que han enmudecido. Suspiran no sólo por la
esclavitud del otro sino también por la esclavitud de su propio cuerpo. La
tensión esclavitud-libertad, libertad presente-libertad futura atraviesa el ser
mismo del cristiano. Su esperanza en la libertad no le hace llevadera la
esclavitud real que sufre; todo lo contrario, para el cristiano la esclavitud
es insoportable porque cuando está cerca la libertad duelen más las cadenas de
la esclavitud. Por esto la esperanza del cristiano en la libertad no le lleva a
situaciones de privilegio ni a un autosuficiente segregacionismo Iglesia-mundo
sino a una solidaridad comprometida y luchadora con toda la creación doliente.[2]
Ellos/as ya experimentan, en medio del dolor a veces inevitable, la
realidad efectiva de la victoria sobre el mal: “Estos son los que han pasado
por la gran persecución, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en la
sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, rindiéndole culto día
y noche en su Templo; y el que está sentado en el trono los protege. Ya no
volverán a sentir hambre ni sed ni el ardor agobiante del sol. El Cordero que
está en medio del trono será su pastor, los conducirá a manantiales de aguas
vivas, y Dios mismo enjugará toda lágrima de sus ojos” (7.14-17).
La historia de la libertad estará incompleta sin la participación de los
cristianos/as. Su labor es compleja y su testimonio, urgente y conflictivo,
pero lleno de esperanza: “Pero al cabo de los tres días y medio, Dios los hizo
revivir y los puso de nuevo en pie, para asombro y terror de quienes los
contemplaban. Oí entonces una fuerte voz que les decía desde el cielo: —Suban
aquí. Y subieron al cielo en una nube, a la vista de sus enemigos” (11.11-12).
La plenitud de la libertad anunciada es la razón de ser de la esperanza
y el destino final de la fe: “¡Dichosos quienes Dios ha elegido para tomar
parte en ella! La segunda muerte no hará presa en ellos, sino que serán
sacerdotes de Dios y de Cristo… mil años” (20.6). La historia se dirige hacia
el rumbo de la libertad que Dios quiere establecer en todas las relaciones para
que sea el estado final de la existencia: “— Esta es la morada que Dios ha
establecido entre los seres humanos. Habitará con ellos, ellos serán su pueblo
y él será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni
luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo ha desaparecido” (21.3-4).
[1] J. Moltmann, “El cristianismo, religión de libertad”,
en www.raco.cat/index.php/convivium/article/viewFile/76338/98937,
pp. 48-49.
[2] Ibid., p. 49.
No hay comentarios:
Publicar un comentario