sábado, 24 de noviembre de 2012

La iglesia a la que Dios nos llamó a participar, A.I. Rubén Núñez Castro

25 de noviembre de 2012


Efesios 2.11-22

A lo largo de este mes hemos enfocado nuestra atención a un tema muy importante para la vida de nuestra iglesia, un tema que por la circunstancia y el tiempo de Ammi-Shadday  creemos necesario reflexionar, indagar y asomarnos con expectativa  a la revelación de la Palabra de Cristo, Jefe y Cabeza de la Iglesia, no está por demás recordar el tema general del mes que es: Rumbo a un nuevo proyecto de iglesia siendo así que en cada domingo vimos los siguientes temas: "Modelos bíblicos de iglesia, aquí y ahora", “La Iglesia que Jesús quería”, “Las iglesias que los/as apóstoles nos dejaron”, y ahora “La Iglesia a la que Dios nos ha llamado a participar”

Desde la perspectiva de la carta de los Efesios este domingo nos desafía a construir una eclesiología que dejando atrás tradiciones que nos limitan y nos oprimen, asumamos el camino de Jesús, comprometido con un Dios liberador e inclusivo que comunica vida abundante a todas las personas, pero especialmente a las oprimidas, discriminadas, excluidas, vulneradas en sus derechos y su dignidad y en su fe.

Vayamos a Efesios 2.11-22. El tema general de Efesios es la relación entre el Jesucristo celestial y su cuerpo aquí en la tierra, la Iglesia. Cristo ahora reina «sobre todo principado y autoridad y poder y señorío» (1.21), «y sometió todas las cosas bajo sus pies» (1.22). En su estado de exaltación, no se ha olvidado de su pueblo. Al contrario, se identifica plenamente con la Iglesia que considera su Cuerpo y la llena de su presencia (1.23; 3.19; 4.10).

La relación de esposo a esposa es una bella analogía que expresa el amor, el sacrificio y el señorío de Cristo por la Iglesia (5.22–32). El Cristo entronizado habita por la fe en el corazón de los creyentes (3.17) para que puedan disfrutar de su amor. No hay absolutamente nada que esté fuera de su alcance redentor (1.10; 3.18; 4.9).

La unión de Cristo con su Iglesia se expresa también en la unidad de los creyentes. Los que antes andaban lejos, «apartados» y separados de Dios han sido «hechos cercanos por la sangre de Cristo» (2.13). Es más, los creyentes ahora son llevados por Cristo a sentarse con Él en los lugares celestiales (2.5–6). Como los creyentes están con Él, procuran ser como Él y están «solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (4.3). Él mismo «es nuestra paz» (2.14), dice Pablo, y derriba las paredes y barreras que antes separaban a los judíos de los gentiles, y los une en un Espíritu ante el Padre (2.14–22).

Después de expresar estas maravillosas bendiciones espirituales, Pablo exhorta a los creyentes a que anden como es digno de los que han sido llamados (4.1). Este llamamiento es una útil demostración de ética cristiana. En vez de presentar leyes y regulaciones, Pablo dice, en efecto, que nuestra manera de vivir debe honrar al que nos llamó. Cristo libera al cristiano, pero este tiene que dar cuenta a Cristo. Pablo hace varias declaraciones sobre cómo los creyentes pueden honrar a Cristo (4.17–5.9), pero la meta no es ganar mérito por medio de la moralidad. En vez de buscar personas buenas, Pablo quiere personas nuevas, el «varón perfecto», reedificado según «la estatura de la plenitud de Cristo» (4.13). Esta madurez puede referirse a la deseada y todavía no alcanzada unidad de la iglesia.

Por eso Efesios 2.11-22 no hace una recordadita de nuestra condición: está claro, sin embargo, que los destinatarios eran principalmente gentiles que antes estaban alejados de la ciudadanía de Israel (2.11). Ahora, gracias al don de Dios, disfrutaban de las bendiciones espirituales que proporciona Cristo.

No debemos olvidar como estábamos “por tanto, acordaos” v.11
Incircuncisos, sin privilegios ni promesa Gen. 17:9-14

Gentiles, no éramos pueblo de Dios.    Dto. 7:6-8
Sin Cristo, sin el ungido, sin el enviado del cielo para mostrar el camino a Dios
Alejados: Jorís: aparte; en otras versiones lo encontramos como: excluidos, sin ciudadanía, sin derechos.
Ajenos: Apolotrió: apo: separado, alótrio: de otro, pero para una mejor y actual ilustración podemos  referirnos al inglés que la conocemos como aliens; si un extraterrestre que en realidad estamos diciendo ajeno a la tierra v.12 y 4:18 en la
parábola de Lc. 15 (se traduce perdidamente: alienado)


Pero mucho antes que Feuerbach y Marx usaran este vocablo alienación, la Biblia habló de la alie­nación humana, que feo se escucha. Describe dos alienaciones, aún más radicales que la política y la económica. Una es la alienación de Dios nuestro Creador y la otra es la alienación unos de otros, y también con las demás criaturas. Nada es más deshumanizante que esta rotura de relaciones humanas funda­mentales. Es entonces que nos transformamos en extraños, en un mun­do en el que deberíamos sentirnos como en casa. y en ajenos en vez de ciudadanos.
  • v.12 de la ciudadanía de Israel
  • 4:18 de la vida de Dios
El ser ajeno es en parte un sentido de insatisfacción por el estado de cosas y en parte un sentido de impotencia para cambiarlo. John Stott. Afirma: Este es un sentimiento generalizado en los países democráticos de Occidente y sería tonto que los cristianos lo ignorasen.

Es casi imposible para nosotros, en los inicios del siglo veintiuno  d.C., formarnos la idea de aquellos días en que la humanidad estaba profundamente dividida entre judíos y gentiles. La Biblia comienza con una clara declaración de la unidad del género humano. Pero después de la caída y del diluvio, encontramos los orígenes de la división y separación humanas. Pareciera que Dios mismo contribuyó al proceso eligiendo a Israel entre todas las naciones para que fuera su pueblo “santo” o “especial”. Pero necesita­mos recordar que al llamar a Abraham, le prometió bendecir a todas las familias de la tierra a través de su posteridad; al elegir a Israel lo hizo para que fuera una luz para las naciones. La tragedia es que Israel olvidó su vocación, cambió su privilegio en favoritismo y terminó por despreciar y hasta detestar a los paganos, considerándolos como “pe­rros”.

William Barclay nos ayuda a sentir la alienación entre las dos comunidades, y la hostilidad profundamente arraigada entre ellos, es­pecialmente del lado judío. Escribe:

“El judío abrigaba un enorme desprecio por el gentil. Los gentiles, decían, habían sido creados por Dios para ser combustible para el fuego del infierno. Dios sólo amaba a Israel de entre todas las na­ciones que había hecho. … Ni siquiera estaba permitido ayudar a dar luz a una madre gentil: pues sería simplemente traer al mundo un gentil más.

Antes de la venida de Cristo los gentiles eran objeto de desprecio para los judíos. Las barreras que los dividían eran infranqueables. Si un judío o una judía se casaba con un gentil, se llevaba a cabo el funeral del joven (o de la joven) judío. Tal contacto con el gentil equivalía a la muerte”.

Este es el trasfondo histórico, social, y religioso de Efesios 2. Aunque todos los seres humanos están alienados (ajenos) de Dios por el peca­do, los gentiles también estaban alienados (ajenos) del pueblo de Dios. Y aun peor que esta doble alienación (de la cual la pared del templo era un símbolo) era la “enemistad” u “hostilidad” activa (echthra) que afloraba constantemente: la enemistad entre el hombre y Dios, y la enemistad entre gentiles y judíos. (Cualquier semejanza es pura coincidencia)

Por eso el gran tema de Efesios 2 es que Jesucristo ha destruido ambas enemistades. Esta se menciona en la segunda mitad del capítulo, aunque en orden inverso:

versículo 14       “él… de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación (echthra) “.
versículo 16       “y . . . reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades (echthra) “.
Junto con la abolición de estas dos enemistades Jesús ha podido crear una sociedad nueva, en realidad una humanidad nueva, en la cual el ser ajeno y alejado ha dejado lugar a la reconciliación, y la hostilidad a la paz. Y esta nueva unidad humana en Cristo es la prenda y el anticipo de aquella unidad final bajo la cabeza de Cristo, a la que Pablo ya ha mirado con esperanza en 1:10.

Pero había otro peligro que amenazaban a la comunidad de Éfeso en la que Pablo no pasa por alto. Una tentación de sumergir las verdades cristianas en las normas paganas. Para contrarrestar este peligro, Pablo expone  la santidad   del llamamiento cristiano, en contraste   con la antigua condición de ellos como paganos.

Entonces, la obra de Dios es profundamente humana. Tiene que ver directamente con la redención del hombre de los males producidos por su impotencia ante la vida. Se realiza en función de las necesidades vitales de su existencia, inscribiéndose en los límites de su vivencia social y política, psicológica y espiritual porque es ahí donde se da la gran batalla entre los hombres, que puede ser tanto para el beneficio de todos como para la satisfacción de unos pocos a costa de la desgracia de muchos. Es precisamente en esta confrontación donde se distingue el pueblo de Dios. Éste no es identificado por su tradición religiosa sino por su trabajo al lado de Dios, en favor de los hombres.

Pablo presenta esta nueva comunidad como la iglesia el nuevo pueblo de Dios 19-22 y la compara con:

a. Una comunidad de santos, 19a
b. Una Familia, I9b
c. Un    Edificio, 20-22

Las epístolas paulinas son un buen ejemplo, sin ir más lejos. Pero en ellas, como en las cartas de Pedro, las de Juan y el resto de los escritos neotestamentarios, rezume un espíritu de humildad ante Dios, de pequeñez, de reconocimiento de la propia condición de debilidad y de necesidad constante del auxilio divino para llevar adelante la proclamación del Evangelio.
Bien lejos quedaron el orgullo, la vanagloria o la intransigencia, de aquellos auténticos primeros discípulos de Cristo, que ejercían sus ministerios en el Espíritu del Señor y a riesgo de sus propias vidas, amando a las congregaciones y trabajando arduamente por ellas. Una lectura atenta de los escritos apostólicos nos coloca frente a una espiritualidad que está a años luz de lo que en ocasiones se escucha en nuestras congregaciones en labios de supuestos “pecadores arrepentidos” y hoy “líderes”.

Y para concluir, Jesús no concibió la Iglesia como refugio psicológico, o como terapia. Ni mucho menos como una especie de club para inconformistas, escapistas o inadaptados sociales. La Iglesia es, en el Nuevo Testamento, la asamblea de los cristianos, el cuerpo de Cristo, el verdadero templo del que cada creyente es una piedra viva. Es decir, una comunidad de adoración y de servicio a los propios fieles y al resto de los seres humanos, donde la presencia del Hijo de Dios es una realidad viva a través de los medios que él ha dispuesto: la proclamación de la Palabra y la correcta administración de los Sacramentos, como nos recuerdan de continuo los grandes reformadores.

El verdadero creyente, entonces y hoy, solo puede ser aquel que desea vivir en una estrecha comunión con el Dios verdadero revelado en Jesucristo, con todo lo que ello conlleva de compromiso con los demás, de humildad sincera ante el Altísimo y de vida abierta y consagrada allí donde el Señor nos haya colocado.

Un creyente evangélico, por definición, es aquel que, de forma individual y colectiva, busca y transmite evangelio, es decir, buenas nuevas de redención, de restauración y de dignificación para todos los demás. Amén.

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