sábado, 4 de mayo de 2013

La auténtica vida comunitaria de la iglesia, L. Cervantes-O.

5 de mayo, 2013

Nosotros hemos conocido lo que es el amor en que Cristo dio su vida por nosotros; demos también nosotros la vida por los hermanos.
I Juan 3.16

Las cartas que llevan el nombre de Juan son un testimonio complementario de todo lo expuesto en el Cuarto Evangelio, pues se refieren a la realidad de las comunidades que seguían al “discípulo amado”, las cuales enfrentaron múltiples desafíos y conflictos que trataron de resolverlos mediante la apelación a las palabras y la enseñanza de Jesús. Si en el evangelio se describe la manera en que las comunidades juaninas enfrentaron el estado de cosas imperantes en el judaísmo para seguir el camino del Nazareno y fueron expulsadas para fundar una nueva existencia de fe, en las cartas se combina un planteamiento eclesiológico sumamente esperanzador, basado en la eficacia del amor, pero al mismo tiempo se presenta con bastante realismo, la situación grupal. Ambas cosas no se excluyen, puesto que la exhortación a la práctica del amor, tan reiterada en las cartas, debía producir un fuerte compromiso comunitario que permitiera, sin cerrar los ojos a la realidad del comportamiento humano, seguir hacia adelante en la búsqueda de la realización histórica de una iglesia auténtica.
El vocabulario juanino, especialmente la insistencia en el amor como razón de ser de la vida comunitaria, aparece muy al principio de la primera carta, como un asunto que se considera el frontispicio de toda discusión sobre la vida de la Iglesia misma, al grado de que se subraya la necesidad de “dar la vida” por los hermanos, en continuidad con las palabras de Jesús, quien se expresó de la misma manera: Él dijo que no hay mayor amor que dar la vida por los amigos (Jn 15.13). Casi podría decirse que toda la primera carta procede de Juan 15, pues desarrolla los elementos presentes allí, en la clave de la vida comunitaria, con sus aciertos y sus faltantes. Explica Raúl que el amor al prójimo dentro de la comunidad es el eje alrededor de la cual gira la exhortación en la primera carta y hace un resumen de lo que significa, en estos textos, amar al prójimo: conocer a Dios (2.3; 4.8); vivir en la luz (2.10); estar unido a Dios (1.6); estar unido a los hermanos (1,7); no pertenecer al mundo (2,15); cumplir los mandamientos (5.2); amar a Dios (3.17); practicar la justicia (3.10); ser Hijo de Dios (4.7; 5.1); obtener el perdón de Dios (1.7; 3.18-20); liberarse del temor (4.18); pasar de la muerte a la vida (3.14) y, finalmente, desprendernos de nuestra vida (3.16).[1]
Resulta muy difícil establecer cuál de estas prácticas y realidades cristianas es más complicada de realizarse en la comunidad, porque acaso el “taller de humanización” que representa la experiencia eclesial para estas cartas apostólicas exige cada vez más que las acciones hagan concreto el amor en el mundo, más allá de la retórica y los buenos deseos. El prójimo está todos los días delante de nosotros, no esperando compasión o solidaridad superficial sino acciones específicas, justamente las más difíciles de llevar a cabo. La lucha contra las tendencias heréticas que rechazaban la encarnación del Hijo de Dios no distrae al autor de la carta de la insistencia en la práctica de un amor efectivo, no “de dientes para afuera”, como ha sido siempre el más común. Este tipo de amor verdadero es capaz de empobrecernos y de reducir nuestros recursos, de ahí que “dar la vida” no significa solamente la disposición para morir los demás sino la capacidad de entrega en la realidad cotidiana de los hechos más exigentes que la mera aceptación de una doctrina correcta.
I Juan 3 inicia con la afirmación del supremo amor de Dios que nos ha hecho sus hijos e hijas, con el cual ha borrado los pecados de la humanidad dispuesta a recibirlo. El amor fraterno debe ser, en consecuencia, resultado de ese esfuerzo divino por hacer presente su amor en el mundo, aunque la historia misma de la salvación consigna lo sucedido entre Caín y Abel, como contraejemplo máximo de la negación de esa realidad (v. 12). Ahora, el mundo seguirá rechazando ese amor (v. 13), como algo ajeno, extraño, al espíritu de competencia y de búsqueda de superioridad. Pero amar al hermano significa haber pasado de muerte a vida (v. 14) y odiar al hermano es igual que asesinarlo (v. 15), por lo que la entrega de amor es lo que se espera de los hijos e hijas de Dios, ¡siempre!, no sólo en ocasiones especiales. Los siguientes versículos son una auténtica lección de ética cristiana y humanitaria, a la luz del amor de Dios: “Hijos míos, ¡obras son amores y no buenas razones! Esta será la señal de que pertenecemos a la verdad y podemos sentirnos seguros en presencia de Dios: que si alguna vez nos acusa la conciencia, Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas” (vv. 18-20). Ésa es la ley que Dios espera que se cumpla en el seno de la comunidad (vv. 21-24), la auténtica ley del amor.
“Contigo”, una canción de Joaquín Sabina practica un ejercicio que parece un juego de palabras, pero no lo es, en un texto que tampoco es una típica canción de amor. Esta letra explora justamente esa zona de la eficacia del amor que se espera, pero que no siempre se ofrece, ni mucho menos se realiza en los hechos:

Yo no quiero domingos por la tarde;
yo no quiero columpio en el jardín;
lo que yo quiero, corazón cobarde,
es que mueras por mí.

Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren. […]

Yo no quiero saber por qué lo hiciste;
yo no quiero contigo ni sin ti;
lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes,
es que mueras por mí.[2]


[1] Raúl H. Lugo Rodríguez, “El amor eficaz, único criterio (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA, núm. 17, http://claiweb.org/ribla/ribla17/9%20RODRIQUEZ.htm.
[2] J. Sabina, “Contigo”, del álbum Yo, mí, me, contigo (1998), en www.joaquinsabina.net/2005/11/05/contigo/

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