26 de mayo, 2013
Queridos,
si a tal extremo ha llegado el amor de Dios para con nosotros, también nosotros
debemos amarnos mutuamente. […] Amemos, pues, nosotros, porque Dios nos amó
primero.
I
Juan 4.11, 19
Una frase tan trillada como lo es “la
unidad en la diversidad” se acerca a resumir adecuadamente la forma en que el dueño
y Señor de la Iglesia promueve la koinonía en las comunidades cristianas. Las
cartas de Juan, con su insistencia realista y al mismo tiempo utópica, no cejan
en su intento por establecer la práctica del amor como única razón de ser de la
existencia de las comunidades cristianas. Asumiendo el riesgo de sonar
repetitivos, los creyentes (hombres y mujeres) de esas comunidades dejaron
constancia de la claridad con que percibieron la primacía del amor de Dios para
la vida comunitaria. Por ello, en I Jn 4 su pastor los exhorta como sigue: “Queridos,
si a tal extremo ha llegado el amor de Dios para con nosotros, también nosotros
debemos amarnos mutuamente. Es cierto que jamás alguien ha visto a Dios; pero,
si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor alcanza en
nosotros cumbres de perfección” (vv. 11-12). Algunas de sus conclusiones
parciales son contundentes e irrefutables, además de profundamente teológicas,
en el mejor sentido del término: “Dios es amor, y quien permanece en el amor,
permanece en Dios y Dios permanece en él. […] Amemos, pues, nosotros, porque Dios nos
amó primero. Quien dice: “Yo amo a Dios”, pero al mismo tiempo odia a su
hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, si no es
capaz de amar al hermano, a quien ve?” (vv. 16b, 19-20). ¡Cómo resuena en estas
palabras el eco de la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18.11-12), la
cual, si la adaptáramos a nuestro tiempo, sonaría grotesca y hasta vulgar por
la manera en que nos expresaríamos de algunos hermanos/as, …tal como lo hacemos
en ocasiones cuando no los tenemos cerca!
Dietrich Bonhoeffer, luego de estudiar
la realidad bíblica y doctrinal de la comunión de los santos en Sociología de la iglesia, en Vida en comunidad demuestra muy bien muchos
de los sueños piadosos que pueden dar al traste con la vida de las iglesias en
todos sus niveles. Así, escribe que éstos, si bien pueden ser muy elevados y
edificantes, no necesariamente coinciden con los propósitos divinos, de ahí que
continuamente parece que salimos decepcionados (“Ay, aquí no se canta, ni se
ora, ni se predica como a mí me gusta…”).
Lo bueno es que Él (y sólo Él) tiene siempre el remedio:
Sin embargo, la gracia de
Dios destruye constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás
y por nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica comunidad
cristiana. En su gracia, no permite que vivamos ni siquiera unas semanas en la
comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y
de exaltación piadosa que nos arrebata. Porque Dios no es un dios de emociones
sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que,
consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que
Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha.[1]
Tres acontecimientos recientes y
cercanos (aunque uno de ellos no necesariamente en el espacio) han venido a hablarnos
como signo de la unidad cristiana, porque en ese sentido hay que agradecer a la
globalización la posibilidad de enterarnos más rápidamente de los sucesos al
interior de la ekumene de la fe. Primeramente, la organización de la Iglesia
Protestante Unida de Francia, un esfuerzo de luteranos y reformados que se
remonta hasta 1973, cuando mediante la Concordia de Leuenberg ambas iglesias
acordaron la plena comunión eucarística. Ahora, con esta unificación, cerca de 400
mil protestantes alcanzan una forma de unidad que puede ser ejemplo para muchas
iglesias.[2] En segundo lugar, los pasos, un tanto
lentos, pero que se espera sean más firmes a corto plazo, de la naciente
Comunión Mexicana de Iglesias reformadas y Presbiterianas (CMIRP) están confirmando
las intuiciones y propuestas de Zwinglio M. Dias, quien al afrontar la realidad
de la separación y desmenuzar sus razones (“no fuimos, ni somos, ni seremos
mejores que ellos”, señala en pocas
palabras), también fue capaz de atisbar los caminos que podría seguir una comunidad
que en espíritu de libertad reinicia su vida en nuevos espacios de fe y misión.[3]
Y finalmente, la realización de la sexta
asamblea del Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI) en tierras cubanas,
donde se discutieron nuevamente las preocupaciones comunes y, por supuesto, se
volvieron a reunir las familias confesionales, en una especie de péndulo
cristiano, que va y viene de lo general a lo particular, con hallazgos
intermedios de compromisos y luchas que no deben abandonarse. Otro signo de
unidad y koinonía es el hecho de que el flamante secretario general es un
pastor reformado argentino que es luterano desde los años 80.
Si practicamos el ejercicio de vislumbrar
y valorar positivamente los dones y los carismas propios de cada familia
confesional, el resultado sería, además de sorprendente, sumamente provocador
para buscar la fraternidad y una koinonía efectiva, en el camino de ofrecer al
mundo un testimonio común del Evangelio de Jesucristo. De esa manera, tendríamos,
por ejemplo, que la piedad y la búsqueda de santidad de los metodistas y
nazarenos, el celo bautista, el apego a la tradición de anglicanos, episcopales
y luteranos, el entusiasmo pentecostal y las búsquedas teológicas reformadas,
formarían una amalgama impresionante como muestra de la diversidad que produce
el Espíritu Santo en su Iglesia, una única iglesia. De modo que promover la
koinonía con gestos y acciones concretas dentro y fuera de los espacios eclesiásticos,
siendo una tarea permanente del Dios-comunidad, puede y debe ser una labor
creativa y transformadora de las comunidades de hoy. El lema del CLAI “Un
ecumenismo de gestos concretos puede traducirse entre nosotros como: “una
koinonía de gestos concretos”, pues la necesitamos estimular y practicar
continuamente.
[1] D. Bonhoeffer, Vida
en comunidad. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1982 (Pedal, 133), p. 17.
[3] Z.M. Dias, “De la separación inevitable
a la unidad imprescindible”, en Lupa
Protestante, 14 de diciembre de 2011, www.lupaprotestante.com/lp/blog/de-la-separacion-necesaria-a-la-unidad-imprescindible/
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