18 de mayo, 2014
Por su causa soporto todas estás penalidades. Pero no me
avergüenzo; sé en quién he puesto mi confianza y estoy seguro de que tiene
poder para proteger hasta el día del juicio la enseñanza que me ha confiado.
II Timoteo 1.12, La Palabra (Hispanoamérica)
Al
volver a recurrir a las cartas pastorales, salta a la vista la manera en que la
II Timoteo insiste en el tema de la entrega fiel a Jesucristo. El lenguaje sobre
la entrega al Señor remite inevitablemente a la mística, puesto que la decisión
espiritual y existencial de responder a la previa entrega de su parte con un
acto similar conduce a una experiencia de comunión que rebasa las fórmulas
establecidas. Casi podría decirse que la lectura mística es la lectura “obligada”
de II Tim 1.6-13, dado que allí se advierte hasta dónde puede llegar el
compromiso con la fe entendido como “entrega fiel” a la causa de Jesucristo.
El texto comienza con
un imperativo: “haz memoria”. Una expresión similar (reforzada) se repetirá en
2.14. Estos imperativos de “hacer memoria, recordar” no tienen por objeto que
“Timoteo” recuerde él estas cosas, sino que constituyen el núcleo fuerte de
contenidos de la enseñanza y proclamación en la que se debe esforzar. Este
evangelio (la alusión a 1.10-11 es clara) tiene un contenido: es la referencia
a Jesús, el Cristo. La tradición a la que ha de ser fiel “Timoteo” no es una
tradición por si, ni siquiera la tradición paulina, sino el mensaje que lo
vincula con la resurrección de Cristo.[1]
Las primeras palabras insisten en la gratuidad
del don recibido inesperadamente por parte de Dios y en la necesidad de tenerlo
siempre presente: “Por eso, te recuerdo el deber de reavivar el don que Dios te
otorgó cuando impuse mis manos sobre ti” (v. 6). La presencia del apóstol como
mediador humano de esa gracia divina otorgada tampoco puede quedar de lado y
expresa la calidad del discipulado practicado por ambos, como “padre” o guía
espiritual y como seguidor constante que pudo llegar hasta lo que hoy conocemos
como “ordenación”. ¿Cuándo Pablo consideró que Timoteo podía ser ordenado? No
lo sabemos, sólo se aprecia que éste debía valorar permanentemente lo recibido.
La capacidad entregada por Dios a este creyente
lo capacita para superar con “fortaleza, amor y dominio de nosotros mismos” (v.
7) los riesgos que seguramente debía enfrentar al cumplir las obligaciones de
su “ministerio”. Por ello, Timoteo no debía avergonzarse “de dar la cara por
nuestro Señor y por mí, su prisionero”, dado que, “al contrario, sostenido por
la fuerza de Dios” debía sufrir juntamente con él “por la propagación del
mensaje evangélico” (v. 8). El grado del compromiso adquirido debía alcanzar
alturas no estoicas o de disposición al sufrimiento, sino más bien, de genuina
comprensión de los alcances de la tarea que debía emprenderse en medio de los
avatares y la oposición del mundo.
La referencia a Dios mismo, “quien nos ha
salvado” y quien demanda “una vida consagrada a él” denuncia la inutilidad de
las obras humanas y sitúa el llamado de Dios en las esferas eternas e
inconmensurables: “antes de que el tiempo existiera” (v. 9). Esa es la raíz de
la mística: la posibilidad de asociarse, comprometerse o incluso “casarse” con
el Dios eterno e inaccesible que se hace presente y profundamente cercano. Este
Dios ha venido en cristo en busca de una fidelidad a toda prueba que supere las
resistencias del mundo y demuestre que el amor divino en efecto supera
cualquier cálculo o egoísmo barato anclado en la superficie de las relaciones.
Ante Él, en este sentido, no puede haber banalidad sino una persistente seriedad
en el trato, como en el matrimonio bien asumido.
Esa vía de acercamiento y compromiso con Dios ha
sido bien señalada por autores tan diversos como Rabindranath Tagore y Ernesto
Cardenal. El primero, en unas palabras ejemplares:
Tú estás aquí
Abandonaría estos
cantos y salmodias y recitaciones de rosario. ¿A quién rindo culto en este
oscuro rincón del templo con todas las puertas cerradas? Abro los ojos y veo
que Tú, Dios mío, no estás delante de mí.
Tú
estás allí donde el labrador labra la dura tierra y donde el peón caminero
rompe las piedras. Tú estás con ellos bajo el sol y bajo la lluvia, y tu
vestido está cubierto de polvo. Me quito el manto sagrado y, como Tú, bajo
hasta la tierra polvorienta.
¿Liberación?
¿Dónde se encuentra la liberación? Tú mismo has cargado gozosamente con los
lazos de la creación; estás atado a todos nosotros para siempre.
Salgo
de la meditación y dejo a un lado flores e incienso. ¡Qué importa si mi vestido
se rompe y ensucia! Es en el duro trabajo y en el sudor de mi frente donde te
encuentro y puedo estar a tu lado. (Gitánjali,
11)[2]
Y Cardenal, por su parte:
La juventud es la edad
de entregarse a Dios, porque es la edad de las ilusiones y del amor —del amor
del hombre a la mujer, y de la primavera y del Cantar de los Cantares—, y la
entrega a Dios es una entrega de amor. Y mientras más sueños tengas tú y más
ilusiones (“una sed de ilusiones infinita”) y más amor a lo que dejas, es mayor
el don que das y es mayor lo que recibes y el amor mutuo es mayor. Si uno estuviera
desengañado de la vida, ¿qué vida va a dar? Dios pide la juventud y el ardor y
la pasión y los sueños. Pide lo que te pide el matrimonio, porque su amor es
matrimonio.[3]
Porque ese regalo de Dios ha de compartirse en
una entrega intensa y duradera también a los demás, como lo hacen las madres y
los buenos maestros. Ese don forma parte de un mensaje capaz de destruir la
muerte y hacer brillar “la luz de la vida y de la inmortalidad” (v. 10). Al ser
“pregonero, apóstol y maestro” de ese mensaje (v. 11) el maestro de fe subraya
que es la razón por la que soporta “todas estas penalidades” sin avergonzarse
tampoco debido a la confianza absoluta que tiene en el Señor (a quien no
menciona por su nombre en el v. 12: “sé en quién…”), y Él, con toda certeza
culminará finalmente la obra fiel de enseñanza emprendida gracias a su poder. Su
trabajo, así, superaría las barreras espaciales y temporales y adquiriría una
resonancia que llega hasta nuestros días.
La entrega fiel no depende de una absoluta
creencia doctrinal, aunque sea sumamente relevante porque es eminente
cristocéntrica (v. 13: “Toma como norma la auténtica enseñanza que me oíste
acerca de la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús”). La fidelidad
es resultado, finalmente, de la obra “del Espíritu Santo que habita en nosotros”
(v. 14), la única garantía de que esa “hermosa enseñanza” confiada produzca sus
frutos de fidelidad y entrega irrestrictas.
[1] Néstor Míguez, “Se trata de fidelidad. Estudio de 2
Timoteo 2.9-15”, en RIBLA, núm. 50, www.claiweb.org/ribla/ribla50/se%20trata%20de%20fidelidad.html.
[2] http://almabetania.org/poesia/tagore/docs/Tagore_Gitanjali.pdf.
[3] E. Cardenal, Vida
en el amor. 3ª ed. Buenos Aires-México, Carlos Lohlé, 1977, p. 103.
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