EL DIOS VIVO: SU PODER
Karl Barth, Instantes
“Tuyo es el poder”. (Mateo 6.13)
El poder de
Dios se distingue de toda impotencia. Existe también un poder de la impotencia.
Pero Dios no es impotencia total ni parcial. Se distingue de todos los demás
poderes precisamente porque puede hacer lo que quiere. Dios está por encima de
todos los demás poderes. Esos otros poderes se nos imponen de manera
completamente distinta, de cómo lo hace Dios.
Dios
no es uno más de esos poderes mundanos, ni siquiera el supremo poder de todos
ellos; no está limitado ni condicionado por ellos, sino que es el Señor de
señores. Y Dios no es el “poder en sí”. No se puede comprender quién es Dios
desde una elevadísima quintaesencia del poder. Y quien llama a Dios el “Todopoderoso”
habla de Dios yéndose lamentablemente por las ramas. Pues el “Todopoderoso” es
el diablo. Donde el poder en sí quiere ser autoridad y pretende establecer el
derecho, allí nos las habernos con la “revolución del nihilismo”.
El poder en sí es malo. El poder de Dios se
contrapone a ese poder en sí. El poder de Dios es desde el principio el poder
del derecho. Es poder cimentado en el derecho. La omnipotencia de Dios como
poder del derecho es el poder del Dios que en sí mismo es el amor. Lo que se
opone a este amor es, como tal, injusticia, por lo que tampoco es auténtico
poder. El poder de Dios sí es auténtico poder. Este poder de Dios es el poder
de su libre amor en Jesucristo, en quien se ha revelado y puesto en movimiento.
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ERNESTO CARDENAL, VIDA
EN EL AMOR (Fragmentos)
El placer es un falso dios que nos
dice: entrégate a mí y yo te saciaré. Pero no nos sacia nunca porque nuestra
alma es mayor que el placer. No se contenta con un placer que no sea infinito.
Somos ánforas rotas. Ni con una belleza que tenga límites. Y toda belleza que
no es Dios tiene un límite. “En toda perfección vi un límite”, exclama el
salmista. De ahí ese íntimo sentimiento de tristeza, esa dulzura dolorosa de
las cosas bellas.
Los animales sí se sacian con la
creación y no desean más. Pero el hombre sólo se sacia con infinito.
Todo instinto en la naturaleza exige
racionalmente ser satisfecho, y toda necesidad natural tiene que ser
satisfecha. El hombre nace con un instinto de infinito, con un instinto de
Dios, y este instinto tiene que ser satisfecho. Es la "sed de ilusiones
infinita", de la que habla Darío.
Todo apego a las criaturas es
frustración. Una frustración tan honda como la de un dictador privado del
poder. Porque es un apego a algo que no nos pertenece, que injustamente
queremos dominar y que nos es arrebatado.
Pero cuando uno ha gustado de Dios ya
no desea los placeres de las criaturas. Igual que en un banquete tendrías
repugnancia del pan agusanado que comías con avidez y con deleite en el campo
de concentración.
Ese fulgor de la verdad, de lo real y
de lo auténtico que resplandece en todos los seres, y por lo cual nos atraen
todas las cosas, es el fulgor de Dios (Él es infinitamente eso, pues Él es la
Verdad), y ese dulce fulgor de bondad que resplandece en todos los seres y el
deslumbrante fulgor de la belleza con que nos atraen todas las cosas, son
también el fulgor de Dios.
De Él toman su luz todas las
estrellas y todas las hermosas cabelleras que hay en el mundo. Él está presente
en todas las cosas, inflamándolas sin consumirlas, como el fuego de la zarza
que vio Moisés.
En presencia de todo lo bello, de una
mujer bella, por ejemplo, debes pensar en la belleza infinita de tu Amado que
es el creador de toda la hermosura de la tierra, y alegrarte desinteresadamente
por la gloria que esa hermosura le tributa a tu Amado, sin querer poseerla tú y
quitársela a tu Amado, puesto que tu Amado es para ti y tú eres para tu. Amado.
Alégrate por toda esa belleza porque ella es un canto de gloria para tu Amado,
y por lo tanto es un canto de gloria para ti. Porque tú eres para tu Amado y tu
Amado es para ti.
La tierra es bella en todas partes:
Nicaragua como Venecia, Kentucky como el Sahara. Todos los panoramas del mundo
son bellos: el mar, el desierto y los bosques, la estepa, los lagos, las
montañas, el trópico y el ártico. Porque en todas partes está Dios rodeándonos
de belleza y de poesía, metiéndonos por los ojos y por todos los sentidos de
nuestro cuerpo la belleza visible que Él ha creado y que es un reflejo y un
resplandor de su belleza invisible.
Toda tu tierra es bella y todos sus
rincones están llenos de encanto y todos sus seres son seductores, pero ¿cómo
no vamos a renunciar a esa seducción por poseerte a Ti que eres mucho más que
todo eso? Y si la tierra nos seduce tanto ¿cómo no vamos a arder por verte cara
a cara?
Iría a pie hasta el fin del mundo si
supiera que voy a encontrarte allí. Pero Tú estás dentro de mí y no en el fin
del mundo.
Estás dentro de mí y en tus ojos
están concentrados todos los ojos de las muchachas que yo he amado y los ojos
de las que me han amado y mucho más, y todas las miradas de amor que ha habido
en el mundo y mucho más, y tus ojos están fijos en mí desde toda la eternidad,
y desde toda la eternidad me están mirando.
EL LENGUAJE ESPIRITUAL EN VIDA
EN EL AMOR (I)
Para quienes no están familiarizados
con el lenguaje de la mística cristiana, Vida en el amor puede
parecerles algo exótico, extraño, para su paladar espiritual. Pero lo cierto es
que la conjunción entre la genuina poesía y la profunda reflexión cristiana es
lo que le permitió a este poeta-sacerdote nicaragüense encontrar el tono justo
para empatar ambas experiencias en una: el goce estético del lenguaje trabajado
con fidelidad a sus raíces y la afirmación de una fe bien situada, contextual,
y sólidamente liberadora. Los que suponen que Cardenal tuvo que esperar el
surgimiento de la teología de la liberación para hablar poéticamente como lo
hace, ignoran que desde hacía décadas se encontraba sumergido en una búsqueda
que daría como frutos sus versiones de los salmos, publicadas por primera vez
en 1964 y este maravilloso libro en prosa de 1970, justamente en los años de la
protesta y las luchas revolucionarias. Así, podría decirse que Cardenal hizo la
revolución espiritual con el arma por excelencia: el lenguaje que brota de un
corazón poseído por la certeza de la fe y que eso no le impidió participar en
la lucha concreta para librar a su país de la dictadura.
Mientras
muchos de sus compañeros estaban en las trincheras para expulsar al tirano,
Cardenal luchaba casi literalmente, cuerpo a cuerpo con Dios. Acaso la razón de
este lenguaje que mezcla lo cotidiano con lo altamente político y espiritual
sin demeritarse mutuamente, sea la experiencia de un autor que antes de ser
sacerdote experimentó todos los placeres de la vida, incluido el amoroso. Eso
le permite ahondar en el trato con Dios de una manera singular que no elude los
más inéditos resquicios para valorar la pérdida de todos los demás bienes para
quedarse “únicamente” con Dios.
Vida en el amor es el testimonio de esa entrega, esto es, de la decisión por hacer de
Dios el compañero íntimo y de afrontar las consecuencias de ese amor absoluto. En
la experiencia mística, entregarse a Dios es un auténtico matrimonio
espiritual, en la línea del Cantar de los Cantares, del Apocalipsis, de San
Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. Las “bodas místicas” del alma con Dios
representan las alturas más grandes a que puede aspirar la fe. Por ello, en la
lectura del libro es posible acceder al constante efluvio de un corazón libre,
feliz y sinceramente enamorado de Dios, pues Él se había enamorado primero,
según dicen las cartas de Juan.
Formado
por apuntes, pensamientos y meditaciones de los días que el autor pasó en un
monasterio de Kentucky mientras guardaba un voto de silencio, Vida en el
amor es un itinerario de fuego en el que se alcanzan diversas etapas de
encuentro con el Dios de Jesús, quien llegó a la vida del poeta para no salirse
jamás. La mística, entonces, se convierte en una experiencia de lo sagrado que
rebasa cualquier forma de aprendizaje eclesiástico de fórmulas espirituales o
técnicas de acercamiento a la superación religiosa, porque después de todo,
“Dios es la patria de todos los hombres”, sólo que la experiencia de fe está reservada para unos cuantos. (LCO)
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