13 de julio,
2014
En
cambio, el recaudador de impuestos, que se mantenía a distancia, ni siquiera se
atrevía a levantar la vista del suelo, sino que se golpeaba el pecho y decía:
“¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador”. Les digo que este recaudador
de impuestos volvió a casa con sus pecados perdonados; el fariseo, en cambio,
no. Porque Dios humillará a quien se ensalce a sí mismo; pero ensalzará a quien
se humille a sí mismo.
Lucas 18.13-14, La Palabra (Hispanoamérica)
Son muy famosas
algunas oraciones judías que destacan por su sexismo (superioridad masculina) y
su etnocentrismo (superioridad judía). No vale la pena citar más que la referida
por el Señor Jesús en Lucas 18.9-14, pues, en ese caso, su recomendación parte
de una realidad sumamente cuestionable: los motivos incorporados al contenido
de una oración pretendidamente dirigida al Dios que no discrimina a nadie (así
sea un musulmán palestino tachado de “terrorista”[1]
y rechazado por “voces evangélicas autorizadas” postradas ante el altar del
sionismo más irresponsable y ciego) desnaturalizan por completo el sentido de
cualquier plegaria.
Como bien ha señalado Jon Sobrino, Jesús, mediante este contra-ejemplo
critica profundamente no solamente el estilo de una oración ligada al
fariseísmo (que conoció de primera mano) sino las formas prejuiciadas interiorizadas
en las personas y que en las plegarias afloraban de manera clara para mostrar
las intenciones del corazón de quienes oraban. Jesús lanza su crítica desde una
praxis de fe que rompe diametralmente con esta pseudo-tradición que deformó por
completo los propósitos de una oración bien situada ante Dios y ante los demás
seres humanos. Aquí estamos ante un severo caso de demostración de la sencilla premisa:
“Dime cómo oras y te diré quién eres”, debido al “narcisismo espiritual”
practicado por el fariseo, es decir, que una oración así niega “lo que se
podría llamar la antropología fundamental de la oración cristiana”.[2]
Jesús condena semejante remedo de oración “porque es [una] autoafirmación del ‘yo’
egoísta, y por ello está viciada de raíz”.
En
este tipo de oración, falta la necesaria alteridad
para que pueda comenzarse el proceso de la oración. En la oración del
fariseo el polo referencial no es Dios sino el mismo hombre que pretende rezar.
Y mucho menos lo es el otro hombre a quien se desprecia (v. 9); el fariseo
llega incluso a dar gracias por no ser como los demás hombres (v. 11). La oración es aquí un mero mecanismo
narcisista y gratificante, es autoengaño, como lo desenmascara Jesús al
dirigirse “a algunos que estaban muy convencidos de ser justos y despreciaban a
los demás” (v. 9). En resumen, falta aquí el fundamento posibilitante de
toda oración, es decir, la alteridad, la autocomprensión de quien reza a partir
de algo o alguien que no es él mismo.[3]
Jesús recibió el legado de la tradición de su pueblo, lo ejercitó
inicialmente y posteriormente se atrevió a modificarlo para instaurar una nueva
manera de dirigirse a Dios. Su horizonte inclusivo fue haciéndose cada vez más
exigente, al grado de que llegó a incorporar a los seres humanos más
indeseables de su época: mujeres de mala fama, funcionarios corruptos,
guerrilleros radicales, artesanos ignorantes de la religión, etcétera. Renunció
abiertamente a legitimar oraciones excluyentes, nada dignas de figurar como
recurso para acercarse al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, a quien ya no se
dirigió de esa manera sino casi únicamente como “Padre, papá”, como enseñaría a
orar a sus discípulos. Jesús no sólo fue un teórico de la eucologías (estudio
de la oración[4]),
puesto que en acción buscó el rostro de Dios, en toda circunstancia, en momentos
dramáticos y solemnes, alegres y tristes, determinantes y rutinarios. Para él,
la oración rebasó siempre los horarios establecidos, las posturas marcadas por
reglamento, las fiestas tradicionales o las urgencias más sensibles. El
contexto religioso de la oración del fariseo era complejo:
Añade,
a la exclusión de pecado, méritos especiales derivados del ayuno y de los
diezmos. El ayuno era obligatorio solamente una vez al año, el día de la
expiación (Lev 16.22s). Él, como los fariseos más celosos, ayunaban dos veces
por semana. Y el ayuno suponía sacrificio: no se podía comer ni beber durante
el día. Él se consideraba hombre justo que no necesitaba de purificación, pero
era miembro de un pueblo pecador y lo ofrecía para expiar los pecados del mismo
y evitar la ira de Dios sobre él. Pagaba, además, el diezmo de cuanto compraba.
Esta prescrito el pago del diezmo del trigo, del aceite y del vino a los
productores de estos frutos. Pero los fariseos, por si éstos no lo habían
pagado, ofrecían el diezmo de su compra para tener seguridad de no haber
infringido la ley ni siquiera inconscientemente. Pagaban, además, el diezmo de
las legumbres y hortalizas. Cristo los acusará de preocuparse de pagar el
diezmo hasta de la menta, el aneto y el comino -plantas insignificantes- y
descuidar lo que es más importante en la Ley: la justicia, la misericordia y la
fe. Esto es lo que hay que practicar, les dice, sin descuidar aquello (Mt 23.23).[5]
Para contrarrestar estas tendencias tan extendidas, Jesús funda una “escuela
de oración” desde una experiencia de fe que entiende y sabe que Dios está siempre
cercano, siempre al lado, y “escondido” también en la figura del prójimo.
Des-sacraliza los momentos y el ambiente de la oración para colocarla en la
vida humana de todos los días y en cualquier boca sincera capaz de afrontar su
propia realidad con certeza y autocrítica, tal como lo hace el recaudador de
impuestos. Al guardar una sana distancia con la tradición, Jesús conserva la
intencionalidad básica de la oración (buscar a Dios, pedir perdón, esperar
apoyo…), pero le agrega un alto sentido de la espontaneidad y reconocimiento de
la realidad vivida, primer y seguro paso hacia el reencuentro con el Padre
perdonador, que justifica porque ama, y viceversa. Con todo esto, “Lucas ha
llevado a cabo una derivación de la misma al campo moral: recomendación de la
humildad y condena de la soberbia. En realidad, los fariseos eran orgullosos,
consecuencia apenas inevitable de quien confía en sus obras y se siente
superior a los demás. Los publicanos, en cambio, eran humillados y despreciados
y las personas que se juzgaban decentes evitaban el trato con ellos”.[6]
[1] Cf. Emir Sader, “La soledad de
Palestina”, en Página 12, Buenos
Aires, 7 de julio de 2014, www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/subnotas/250421-68754-2014-07-10.html.
Cf. J. Saramago, “El factor Dios”, en El
País, Madrid, 18 de septiembre de 2001, http://elpais.com/diario/2001/09/18/opinion/1000764007_850215.html,
y J. Stam, “¿Tiene Israel un derecho divino sobre el territorio que ocupa?”, en
http://juanstam.com/dnn/Blogs/tabid/110/EntryID/337/Default.aspx.
[2] J. Sobrino, La oración de Jesús y del cristiano. 3ª ed. Bogotá,
Paulinas, 1986, p. 20.
[3] Ibid.,
pp.
20-21. Énfasis agregado.
[4] Cf. “Eucología”, en www.mercaba.org/LITURGIA/NDL/E/eucologia.htm.
[5] Gabriel Pérez, “Parábola del
fariseo y el publicano”, en www.mercaba.org/DJN/F/fariseo_y_publicano_parabola_del.htm.
[6] Idem.
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