sábado, 12 de julio de 2014

Al orar, Jesús modificó la tradición de su pueblo, L. Cervantes-O.

13 de julio, 2014

En cambio, el recaudador de impuestos, que se mantenía a distancia, ni siquiera se atrevía a levantar la vista del suelo, sino que se golpeaba el pecho y decía: “¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador”. Les digo que este recaudador de impuestos volvió a casa con sus pecados perdonados; el fariseo, en cambio, no. Porque Dios humillará a quien se ensalce a sí mismo; pero ensalzará a quien se humille a sí mismo.
Lucas 18.13-14, La Palabra (Hispanoamérica)

Son muy famosas algunas oraciones judías que destacan por su sexismo (superioridad masculina) y su etnocentrismo (superioridad judía). No vale la pena citar más que la referida por el Señor Jesús en Lucas 18.9-14, pues, en ese caso, su recomendación parte de una realidad sumamente cuestionable: los motivos incorporados al contenido de una oración pretendidamente dirigida al Dios que no discrimina a nadie (así sea un musulmán palestino tachado de “terrorista”[1] y rechazado por “voces evangélicas autorizadas” postradas ante el altar del sionismo más irresponsable y ciego) desnaturalizan por completo el sentido de cualquier plegaria.
Como bien ha señalado Jon Sobrino, Jesús, mediante este contra-ejemplo critica profundamente no solamente el estilo de una oración ligada al fariseísmo (que conoció de primera mano) sino las formas prejuiciadas interiorizadas en las personas y que en las plegarias afloraban de manera clara para mostrar las intenciones del corazón de quienes oraban. Jesús lanza su crítica desde una praxis de fe que rompe diametralmente con esta pseudo-tradición que deformó por completo los propósitos de una oración bien situada ante Dios y ante los demás seres humanos. Aquí estamos ante un severo caso de demostración de la sencilla premisa: “Dime cómo oras y te diré quién eres”, debido al “narcisismo espiritual” practicado por el fariseo, es decir, que una oración así niega “lo que se podría llamar la antropología fundamental de la oración cristiana”.[2] Jesús condena semejante remedo de oración “porque es [una] autoafirmación del ‘yo’ egoísta, y por ello está viciada de raíz”.

En este tipo de oración, falta la necesaria alteridad para que pueda comenzarse el proceso de la oración. En la oración del fariseo el polo referencial no es Dios sino el mismo hombre que pretende rezar. Y mucho menos lo es el otro hombre a quien se desprecia (v. 9); el fariseo llega incluso a dar gracias por no ser como los demás hombres (v. 11). La oración es aquí un mero mecanismo narcisista y gratificante, es autoengaño, como lo desenmascara Jesús al dirigirse “a algunos que estaban muy convencidos de ser justos y despreciaban a los demás” (v. 9). En resumen, falta aquí el fundamento posibilitante de toda oración, es decir, la alteridad, la autocomprensión de quien reza a partir de algo o alguien que no es él mismo.[3]

Jesús recibió el legado de la tradición de su pueblo, lo ejercitó inicialmente y posteriormente se atrevió a modificarlo para instaurar una nueva manera de dirigirse a Dios. Su horizonte inclusivo fue haciéndose cada vez más exigente, al grado de que llegó a incorporar a los seres humanos más indeseables de su época: mujeres de mala fama, funcionarios corruptos, guerrilleros radicales, artesanos ignorantes de la religión, etcétera. Renunció abiertamente a legitimar oraciones excluyentes, nada dignas de figurar como recurso para acercarse al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, a quien ya no se dirigió de esa manera sino casi únicamente como “Padre, papá”, como enseñaría a orar a sus discípulos. Jesús no sólo fue un teórico de la eucologías (estudio de la oración[4]), puesto que en acción buscó el rostro de Dios, en toda circunstancia, en momentos dramáticos y solemnes, alegres y tristes, determinantes y rutinarios. Para él, la oración rebasó siempre los horarios establecidos, las posturas marcadas por reglamento, las fiestas tradicionales o las urgencias más sensibles. El contexto religioso de la oración del fariseo era complejo:

Añade, a la exclusión de pecado, méritos especiales derivados del ayuno y de los diezmos. El ayuno era obligatorio solamente una vez al año, el día de la expiación (Lev 16.22s). Él, como los fariseos más celosos, ayunaban dos veces por semana. Y el ayuno suponía sacrificio: no se podía comer ni beber durante el día. Él se consideraba hombre justo que no necesitaba de purificación, pero era miembro de un pueblo pecador y lo ofrecía para expiar los pecados del mismo y evitar la ira de Dios sobre él. Pagaba, además, el diezmo de cuanto compraba. Esta prescrito el pago del diezmo del trigo, del aceite y del vino a los productores de estos frutos. Pero los fariseos, por si éstos no lo habían pagado, ofrecían el diezmo de su compra para tener seguridad de no haber infringido la ley ni siquiera inconscientemente. Pagaban, además, el diezmo de las legumbres y hortalizas. Cristo los acusará de preocuparse de pagar el diezmo hasta de la menta, el aneto y el comino -plantas insignificantes- y descuidar lo que es más importante en la Ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto es lo que hay que practicar, les dice, sin descuidar aquello (Mt 23.23).[5]

Para contrarrestar estas tendencias tan extendidas, Jesús funda una “escuela de oración” desde una experiencia de fe que entiende y sabe que Dios está siempre cercano, siempre al lado, y “escondido” también en la figura del prójimo. Des-sacraliza los momentos y el ambiente de la oración para colocarla en la vida humana de todos los días y en cualquier boca sincera capaz de afrontar su propia realidad con certeza y autocrítica, tal como lo hace el recaudador de impuestos. Al guardar una sana distancia con la tradición, Jesús conserva la intencionalidad básica de la oración (buscar a Dios, pedir perdón, esperar apoyo…), pero le agrega un alto sentido de la espontaneidad y reconocimiento de la realidad vivida, primer y seguro paso hacia el reencuentro con el Padre perdonador, que justifica porque ama, y viceversa. Con todo esto, “Lucas ha llevado a cabo una derivación de la misma al campo moral: recomendación de la humildad y condena de la soberbia. En realidad, los fariseos eran orgullosos, consecuencia apenas inevitable de quien confía en sus obras y se siente superior a los demás. Los publicanos, en cambio, eran humillados y despreciados y las personas que se juzgaban decentes evitaban el trato con ellos”.[6]



[1] Cf. Emir Sader, “La soledad de Palestina”, en Página 12, Buenos Aires, 7 de julio de 2014, www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/subnotas/250421-68754-2014-07-10.html. Cf. J. Saramago, “El factor Dios”, en El País, Madrid, 18 de septiembre de 2001, http://elpais.com/diario/2001/09/18/opinion/1000764007_850215.html, y J. Stam, “¿Tiene Israel un derecho divino sobre el territorio que ocupa?”, en http://juanstam.com/dnn/Blogs/tabid/110/EntryID/337/Default.aspx.
[2] J. Sobrino, La oración de Jesús y del cristiano. 3ª ed. Bogotá, Paulinas, 1986, p. 20.
[3] Ibid., pp. 20-21. Énfasis agregado.
[4] Cf. “Eucología”, en www.mercaba.org/LITURGIA/NDL/E/eucologia.htm.
[5] Gabriel Pérez, “Parábola del fariseo y el publicano”, en www.mercaba.org/DJN/F/fariseo_y_publicano_parabola_del.htm.
[6] Idem.

No hay comentarios:

Apocalipsis 1.9, L. Cervantes-O.

29 de agosto, 2021   Yo, Juan, soy su hermano en Cristo, pues ustedes y yo confiamos en él. Y por confiar en él, pertenezco al reino de Di...