6 de julio de 2014
En
aquel mismo momento, el Espíritu Santo llenó de alegría a Jesús, que dijo: —Padre,
Señor del cielo y de la tierra, te alabo porque has ocultado todo esto a los
sabios y entendidos y se lo has revelado a los sencillos. Sí, Padre, así lo has
querido tú.
Lucas 11.21, La Palabra (Hispanoamérica)
El asunto central
que debería destacarse a la hora de abordar la oración de Jesús de Nazaret,
situada en el tiempo y en el espacio de lo que hoy denominamos “primer siglo de
la era cristiana”, es el horizonte espiritual y teológico desde el cual surgió:
estamos ante un profeta apocalíptico que subrayó en su vida y mensaje la
inminencia, la cercanía, del Reino de Dios ante la cual lo único que permitiría
responder a sus exigencias era el arrepentimiento y el cambio radical de
mentalidad. Semejante trasfondo presidió todo lo que hacía, particularmente los
momentos en los que, según los Evangelios, asumió con enorme humildad y
perseverancia la tarea humana de la oración dentro de los marcos de la
religiosidad de su pueblo y de su época. Eso significaba que aprendió desde la
infancia las prácticas judías y el lenguaje con que se expresaba la oración,
aunque progresivamente manifestaría la manera en que, precisamente por su horizonte
de fe y misión, le otorgaría a ella un nuevo carácter y propósito hasta tal
punto que modificaría profundamente su orientación como parte de la experiencia
espiritual.
Y es que Jesús se situó ante la práctica que conoció de manera sumamente
crítica, pues como ha demostrado Jon Sobrino, su percepción radical de la
relación con Dios puso en entredicho diversos excesos y limitaciones en la
manera de orar de sus contemporáneos. Y puso el dedo en la llaga para
recomponer la forma y el fondo con que debe realizarse la oración si es que ha
de colocarse en el mismo horizonte suyo, el de la espera militante de la
presencia efectiva del Reino de Dios en el mundo y el impacto de esa crítica llega
hasta hoy: “Hay que considerar también la desmitificación que Jesús hace de la
oración concreta y los peligros, inherentes históricamente a la oración, que
observa y denuncia”.[1]
Sobrino enumera cinco vicios en la oración: el primero es el “narcisismo
espiritual”, es decir, la negación básica de la razón de ser de la oración. El
contraejemplo es la historia del fariseo y el publicano (Lc 18.9-14), en la que
“Jesús condena la autoafirmación del yo egoísta que vicia de raíz la oración al
negar la alteridad del otro. Para el fariseo, el polo referencial no es Dios,
ni el otro hombre, sino él mismo. Falta el fundamento que haga posible la
oración: la auto-comprensión a partir de algo o alguien que no sea uno mismo”.[2]
El segundo vicio es la falta de pobreza ante Dios, Aquí el señalamiento
es muy claro: “Cuando oren no sean como los hipócritas” Mt 6.5), pues “la
oración supone la actitud de pobreza teológica ante Dios, mientras que aquí es
expresión de la propia grandeza; no se es honradamente humilde en un campo
donde esto es indispensable”. En la oración, la desnudez existencial de la vida
humana aflora al máximo al tener que reconocer la precariedad permanente que la
define. El siguiente vicio es la palabrería, la verborrea: “Y al orar no se
pongan a repetir palabras y palabras...”, Mateo 6.7)”: “Es una crítica al fatigare deos [cansar, agobiar a la
divinidad] de los paganos. Condena el intento de llegar a Dios a través de
aquello que es lo menos profundo de la persona. Falta la confianza radical,
presupuesto indispensable de la oración, y hay una sacralización de las
fórmulas de oración a las que parece se quiere conceder una autonomía absoluta”.[3]
Porque, en la oración “de lo que se trata es de encontrar aquello que el Padre
ya sabe, y lo que hay que pedir es que se nos vaya revelando esta voluntad”.
La cuarta limitación es la “instrumentalización espiritualista alienante”
ejemplificada con la frase: “No todo el que me diga ‘Señor, Señor’"..., Mt
7.21). “Esta oración es criticada porque no es expresión de una práctica ni la
acompaña. El texto da una primacía a la práctica, sin la cual no hay material
sobre el cual versar una experiencia cristiana de sentido”. Finalmente, se ocupó
de la “instrumentalización opresora”, como cuando los escribas devoraban los
bienes de las viudas “bajo el pretexto de largas oraciones...”, Mr 12.40. “Se
ataca una oración que se ha convertido en mercancía. El presupuesto de la
condena es la opresión de las viudas —símbolo bíblico del desamparado y
oprimido— por medio de la oración, […] que es el acceso a Dios. Es la total
perversión del culto…”.
En contraste, Jesús practicó una oración responsable, respetuosa del
misterio de Dios, anclada en una aceptación reflexiva de la voluntad divina que
se le iba manifestando en los procesos que vivió. Jesús criticó la oración,
pero la practicó de manera alternativa y podría decirse que:
Toda
la vida de Jesús se realiza en un clima de oración. Su vida pública comienza
con la oración en el bautismo, el cual es interpretado como la toma de
conciencia de Jesús sobre su misión, sobre aquello que va a totalizar y
polarizar su vida. Termina con una oración - la del huerto-, expresada
diversamente como oración de angustia y esperanza, pero en definitiva como relación
explícita al Padre. Entre uno y otro momento los evangelios están jalonados de
innumerables alusiones a la oración de Jesús.[4]
La oración de acción de gracias de Lucas 10.21 es un modelo de concisión
y profundidad ante las acciones de Dios mediante sus discípulos. Sobrino la
explica minuciosamente desde su marco apocalíptico, primero:
La
formulación de esta oración hay que entenderla en el trasfondo apocalíptico de
comunicación de la revelación, cuyo contenido es el Reino de Dios. Jesús ha
hecho la experiencia de no ser aceptado por los grandes y en este contexto de
gracias al Padre porque son los "pequeños" los que han comprendido.
Se alegra sencillamente de que el Reino de Dios se realice entre los pequeños.
Esta acción de gracias aparece en un contexto dialéctico y polémico. Se ha
hecho posible lo que parecía imposible: han comprendido no aquellos que
parecían poder comprender —los sabios— sino aquellos que parecían no poder
comprender —los pequeños—. Se introduce en la oración el elemento de escándalo
que se repite constantemente en los evangelios, y que es imprescindible para
acceder al Padre de Jesús, y no a cualquier divinidad.
Además, la persona del Padre es la referencia absoluta de su vida, pensamiento
y acción. El perfil del Padre es nítido y convincente: “En esta oración,
aparece el Padre como el último horizonte de la persona y la actividad de
Jesús. Este horizonte de trascendencia —Padre— no se describe abstractamente,
es un Dios parcial hacia los pequeños, alejado de una divinidad igualmente
cercana o lejana a todos los hombres. Es un Dios con una voluntad determinada que
debe buscarse y cumplirse: ‘Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito’”. Las
acciones de Dios motivan su exaltación de espíritu y su regocijo: “Ora después
de. Su actividad histórica, en medio del conflicto que la origina, consciente
de la división que su misión ha ocasionado. Y, en esta situación, se dirige al
Padre para darle gracias porque algo inesperado y maravilloso se ha realizado. […]
No es, por tanto, la repetición mecánica de fórmulas, sino la expresión de una
profunda experiencia de sentido”.
[1] J. Sobrino, La oración de Jesús y del cristiano. 3ª ed. Bogotá, Paulinas, 1986,
p. 19. Cf. J. Sobrino, “La oración de Jesús y del cristiano”, en Selecciones de Teología, vol. 18, núm.
71, 1979, www.seleccionesdeteologia.net/selecciones/llib/vol18/71/071_sobrino.pdf.
[2] Ibid., p. 20.
[3] Ibid.,
p.
21. Cf. P. Veyne, El imperio romano, cit.
por Xabier Basurko, Historia de la
liturgia. Barcelona, Centre de Pastoral Litúrgica, 2006, p. 24: “Era usual
no dejar tranquilos a los dioses, tratar de cansar a fuerza de oraciones su
altanera indiferencia de patronos (fatigare
deos)”. Nota 6: “La réplica evangélica al fatigare deos se encuentra en Mt 6.7”.
[4] Ibid.,
p.
27.
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