domingo, 14 de diciembre de 2014

Letra 398, 14 de diciembre de 2014

LAS PUERTAS ABIERTAS
Karl Barth, Instantes
Santander, Sal Terrae, 2005, p. 79.

“En toda ocasión presentad a Dios vuestras peticiones” (Filipenses 4.6)

Éstas son las puertas abiertas “del hermoso Paraíso”. No es que Dios tenga necesidad de que nosotros le contemos lo que nos importuna como una sombra, sino más bien que nosotros, como hijos suyos, podemos presentárselo para hablar con él de todo cuanto nos atañe, lo grande y lo pequeño, las cosas importantes y las insignificantes, las inteligentes y las tontas: en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones. Podemos decirle lo difícil que nos resulta todo, lo enigmáticas que nos parecen una y otra vez las cosas y los seres humanos, lo que tenemos, sobre todo, que reprocharnos a nosotros mismos y lo poco de que somos capaces con los demás.
Podemos manifestárselo de varias maneras: con la oración, es decir, con enorme y sincera humildad; con la súplica, es decir, con apremio y confianza infantil; y con acción de gracias, es decir, agradecidos de que sea así y podamos saberlo —de que en el fondo, gracias a nuestro Señor, todo esté ya en su sitio y agradecidos de que podamos ponernos así ante él. Y todo ello junto lo hacemos cuando le pedimos que su rostro no deje de iluminarnos incluso en medio de las tinieblas que nos rodean, y que no nos cansemos en nuestra esperanza de que dichas tinieblas se rasguen, de que se disipe la niebla y se levante el velo que aún sigue atormentándonos.

LAS REGLAS DE LA ORACIÓN (IX)
Juan Calvino
Institución de la Religión Cristiana, Libro III, capítulo XX

Perfección y plenitud de la oración dominical
Tenemos en esta oración todo cuanto debemos y podemos pedir; ella es la fórmula y regla que nos ha dado nuestro buen Maestro Jesucristo, al cual el Padre nos ha dado por Doctor, para que a l solo oigamos (Mt. 17.5). Porque Cristo siempre ha sido la sabiduría eterna del Padre, y al hacerse hombre ha sido dado a los hombres como mensajero del gran consejo.
Y es tan perfecta y completa esta oración, que todo cuanto se le añada, que a ella no se pueda referir ni en ella se pueda incluir, va contra Dios, es impío y no merece que Dios lo apruebe. Porque Él en esta oración nos ha demostrado todo lo que le es agradable, todo cuanto nos quiere otorgar.
Por tanto, aquellos que se atreven a ir más allá y presumen pedir a Dios lo que no se contiene en esta oración, primeramente pretenden añadir algo a la sabiduría de Dios, lo cual es una grave blasfemia; en segundo lugar, no se someten a la voluntad de Dios, sino al contrario, se apartan mucho de ella y no hacen caso de la misma. Finalmente, jamás alcanzarán lo que piden, puesto que oran sin fe. Y que tales oraciones son hechas sin fe es indudable, porque falta en ellas la Palabra de Dios, en la cual si no se funda la fe, no puede ser auténtica. Ahora bien, los que sin tener en cuenta la norma que su Maestro les ha dado siguen sus propios apetitos y piden lo que se les antoja, no solamente no tienen la Palabra de Dios, sino en cuanto está en ellos, se oponen a ella. Por eso Tertuliano1 se expresó admirablemente al llamarla oración legítima, dando tácitamente a entender que todas las demás oraciones son ilegítimas e ilícitas.

El espíritu de la oración dominical debe presidir todas nuestras oraciones
Con esto, sin embargo, no queremos ni es nuestra intención dar a entender que debamos atarnos a esta forma de oración, de tal manera que no nos sea lícito cambiar una sola palabra. Porque a cada paso leemos en la Escritura oraciones bien diferentes de ésta, cuyo uso nos es saludable, y sin embargo han sido dictadas por el mismo Espíritu. El mismo Espíritu sugiere a los fieles numerosas oraciones, que en cuanto a las palabras se parecen muy poco. Solamente queremos enseñar que nadie pretenda, espere, ni pida nada fuera de aquello que en resumen se contiene en ésta; y que aunque sus oraciones sean distintas en cuanto a las palabras, no varíe sin embargo el sentido; y asimismo es cierto que todas las oraciones que se hallan en la Escritura y todas cuantas hacen los fieles se reducen a ésta; e igualmente, que no hay oración alguna que se pueda comparar ni igualar a ésta, y mucho menos sobrepujarla. Porque nada falta en ella de cuanto se puede pensar para alabar a Dios, y de cuanto el hombre debe desear para su bien y provecho. Y esto tan perfectamente está comprendido en ella, que con toda razón se le ha quitado al hombre toda esperanza de poder inventar otra mejor.
En suma, concluyamos que ésta es la doctrina de la sabiduría de Dios, que ha enseñado lo que ha querido y ha querido lo que ha sido necesario.

Tiempo y ocasiones de orar
Aunque ya arriba hemos dicho que hay que tener siempre el corazón elevado a Dios y debemos orar sin cesar, sin embargo como nuestra debilidad es tal, que muchas veces necesita ser ayudada, y nuestra pereza tan grande, que ha de ser estimulada, conviene que cada uno de nosotros determine ciertas horas para ejercitarse, en las cuales no dejemos de orar y de concentrar todo el afecto de nuestro corazón; a saber, por la mañana al levantarnos antes de comenzar ninguna acción; cuando nos sentamos a tomar el alimento que Dios por su liberalidad nos ofrece, y después de haberlo tomado; y cuando nos vamos a acostar. Con tal, no obstante, que todo esto no se convierta en una observancia de horas supersticiosa; y como si con ello hubiésemos ya cumplido nuestro deber para con Dios, pensemos que ya es suficiente para el resto del día; sino más bien, que ello sea una especie de disciplina y aprendizaje de nuestra debilidad con que se ejercite y estimule lo más posible.
Principalmente hemos de tener cuidado siempre que nos veamos oprimidos por alguna aflicción particular, de acogernos al momento a Él con el corazón, y pedirle su favor. Asimismo no hemos de dejar pasar ninguna prosperidad que nos sobreviniere, o que sepamos que ha sucedido a otros, sin que al momento reconozcamos con alabanzas y acción de gracias que procede de su mano liberal.

Nuestras oraciones no deben imponer ley alguna a Dios
Finalmente, debemos guardarnos con toda diligencia en todas nuestras oraciones de no sujetar ni ligar a Dios a unas determinadas circunstancias, ni limitarle el tiempo, el lugar, ni el modo de realizar lo que le pedimos; como en esta oración se nos enseña a no darle leyes, ni imponerle condición alguna, sino dejar del todo a su beneplácito que haga lo que debe, de la forma, en el tiempo y el lugar que lo tuviere a bien. Por esta razón, antes de hacer alguna oración por nosotros mismos, le pedimos que se haga su voluntad; con lo cual ya sometemos nuestra voluntad a la suya, a manera de freno, para que no presuma de someter a Dios a sí misma, sino que lo constituya árbitro y moderador de todos sus afectos y deseos.

Perseverancia y paciencia en la oración
Si teniendo nuestros corazones ejercitados en la obediencia nos dejamos regir por las leyes de la providencia divina, fácilmente aprenderemos a perseverar en la oración, y dominando nuestros afectos pacientemente esperaremos al Señor, seguros de que aunque no se deje ver, sin embargo está siempre con nosotros y que a su tiempo mostrará queja más ha estado sordo a nuestras oraciones, que a los hombres parecían ser rechazadas. Esto nos servirá de admirable consuelo, para que no desmayemos ni desfallezcamos  de  desesperación,  si  a  veces  no  satisface  nuestros deseos tan pronto como se lo pedimos, como suelen hacerlo aquellos que movidos solamente de su propio ardor, de tal manera invocan a Dios, que si a la primera no les responde y asiste, se imaginan que está airado y enojado con ellos, y perdiendo toda esperanza de que les oiga, cesan de invocarle; sino más bien, prolongando con una debida moderación de corazón nuestra esperanza, insistamos en aquella perseverancia que tan encarecidamente se nos encarga en la Escritura. Porque muchas veces podemos ver en los salmos cómo David y los demás fieles, cuando ya casi cansados de orar no parecía sino que habían hablado al viento y que Dios, a quien suplicaban estaba sordo, no por eso dejan de orar (Sal 22.2). Y realmente no se le da a la Palabra de Dios la autoridad que se merece, si no se le da fe y crédito cuando todo lo que se ye parece contrario.
Asimismo esto nos servirá de excelente remedio para guardarnos de tentar a Dios y de provocarlo e irritarlo contra nosotros con nuestra impaciencia e importunidad, como hacen aquellos que no quieren acordarse de Dios, Si no con ciertas condiciones; y como si Dios fuese su criado, que estuviese sujeto a sus antojos, quieren someterlo a las leyes de su petición; y si no obedece al momento, se indignan, rugen, murmuran y se alborotan. A éstos Dios les concede muchas veces en su furor lo que en su misericordia y favor niega a otros. Un ejemplo de ello lo tenemos en los hijos de Israel, a quienes les hubiera ido mucho mejor que el Señor no les concediera lo que le pedían, que no comer la carne que en su ira les envió (Nm 11.18-20.33).

La absoluta certeza de la concesión
Y si incluso al fin nuestro sentido, aun después de haber esperado mucho tiempo, no comprende lo que hemos aprovechado orando, o si siente provecho alguno, a pesar de ello nuestra fe nos certificará lo que nuestro sentido no ha podido comprender; a saber, que habremos alcanzado de Dios lo que nos convenla, ya que tantas veces y tan de veras promete el Señor tener en cuenta nuestras desgracias, con tal que nosotros, siquiera una vez, se las hayamos expuesto y así hará que tengamos en la pobreza abundancia, y en La aflicción consuelo. Porque, suponiendo que todo el mundo nos falte, Dios nunca nos faltará ni desamparará, pues jamás puede defraudar la esperanza y la paciencia de los suyos. Él sólo nos servirá más que todos, pues Él contiene en sí mismo cuanto bien existe; bien que al fin nos lo revelará en el día del juicio, en el cual manifestará su reino con toda claridad.

Además hay que notar que aunque Dios nos conceda al momento lo que le pedimos, no obstante no siempre nos responde conforme a la forma expresa de nuestra petición, sino que teniéndonos en apariencia suspensos, nos oye de una manera admirable y demuestra que no hemos orado en vano. Esto es lo que entendió san Juan al decir: “Si sabernos que Él nos oye en cualquier cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Jn 5.15). Esto parece mera superfluidad de palabras pero en realidad es una declaración muy útil para advertirnos que Dios, aun cuando no condesciende con nosotros concediéndonos lo que le pedimos, no por eso deja de sernos propicio y favorable; de manera que nuestra esperanza, al apoyarse en su Palabra, no será jamás confundida ni nos engañará. […]

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