LAS PUERTAS ABIERTAS
Karl Barth, Instantes
Santander, Sal Terrae, 2005, p. 79.
“En toda ocasión presentad a
Dios vuestras peticiones” (Filipenses
4.6)
Éstas son las puertas abiertas “del
hermoso Paraíso”. No es que Dios tenga necesidad de que nosotros le contemos lo
que nos importuna como una sombra, sino más bien que nosotros, como hijos
suyos, podemos presentárselo para hablar con él de todo cuanto nos atañe, lo
grande y lo pequeño, las cosas importantes y las insignificantes, las
inteligentes y las tontas: en toda ocasión, presentad a Dios vuestras
peticiones. Podemos decirle lo difícil que nos resulta todo, lo enigmáticas que
nos parecen una y otra vez las cosas y los seres humanos, lo que tenemos, sobre
todo, que reprocharnos a nosotros mismos y lo poco de que somos capaces con los
demás.
Podemos manifestárselo de varias
maneras: con la oración, es decir, con enorme y sincera humildad; con la
súplica, es decir, con apremio y confianza infantil; y con acción de gracias,
es decir, agradecidos de que sea así y podamos saberlo —de que en el fondo, gracias
a nuestro Señor, todo esté ya en su sitio y agradecidos de que podamos ponernos
así ante él. Y todo ello junto lo hacemos cuando le pedimos que su rostro no
deje de iluminarnos incluso en medio de las tinieblas que nos rodean, y que no
nos cansemos en nuestra esperanza de que dichas tinieblas se rasguen, de que se
disipe la niebla y se levante el velo que aún sigue atormentándonos.
Juan Calvino
Institución de la Religión Cristiana, Libro III, capítulo XX
Perfección y plenitud
de la oración dominical
Tenemos en esta oración todo cuanto debemos y podemos pedir;
ella es la fórmula y regla que nos ha dado nuestro buen Maestro Jesucristo, al
cual el Padre nos ha dado por Doctor, para que a l solo oigamos (Mt. 17.5).
Porque Cristo siempre ha sido la sabiduría eterna del Padre, y al hacerse
hombre ha sido dado a los hombres como mensajero del gran consejo.
Y es tan perfecta y completa esta oración, que todo cuanto se le
añada, que a ella no se pueda referir ni en ella se pueda incluir, va contra
Dios, es impío y no merece que Dios lo apruebe. Porque Él en esta oración nos
ha demostrado todo lo que le es agradable, todo cuanto nos quiere otorgar.
Por tanto, aquellos que se atreven a ir más allá y presumen
pedir a Dios lo que no se contiene en esta oración, primeramente pretenden
añadir algo a la sabiduría de Dios, lo cual es una grave blasfemia; en segundo
lugar, no se someten a la voluntad de Dios, sino al contrario, se apartan mucho
de ella y no hacen caso de la misma. Finalmente, jamás alcanzarán lo que piden,
puesto que oran sin fe. Y que tales oraciones son hechas sin fe es indudable,
porque falta en ellas la Palabra de Dios, en la cual si no se funda la fe, no
puede ser auténtica. Ahora bien, los que sin tener en cuenta la norma que su
Maestro les ha dado siguen sus propios apetitos y piden lo que se les antoja,
no solamente no tienen la Palabra de Dios, sino en cuanto está en ellos, se
oponen a ella. Por eso Tertuliano1 se expresó admirablemente al llamarla
oración legítima, dando tácitamente a entender que todas las demás oraciones
son ilegítimas e ilícitas.
El espíritu de la
oración dominical debe presidir todas nuestras oraciones
Con esto, sin embargo, no queremos ni es nuestra intención dar a
entender que debamos atarnos a esta forma de oración, de tal manera que no nos
sea lícito cambiar una sola palabra. Porque a cada paso leemos en la Escritura
oraciones bien diferentes de ésta, cuyo uso nos es saludable, y sin embargo han
sido dictadas por el mismo Espíritu. El mismo Espíritu sugiere a los fieles
numerosas oraciones, que en cuanto a las palabras se parecen muy poco.
Solamente queremos enseñar que nadie pretenda, espere, ni pida nada fuera de
aquello que en resumen se contiene en ésta; y que aunque sus oraciones sean
distintas en cuanto a las palabras, no varíe sin embargo el sentido; y asimismo
es cierto que todas las oraciones que se hallan en la Escritura y todas cuantas
hacen los fieles se reducen a ésta; e igualmente, que no hay oración alguna que
se pueda comparar ni igualar a ésta, y mucho menos sobrepujarla. Porque nada
falta en ella de cuanto se puede pensar para alabar a Dios, y de cuanto el
hombre debe desear para su bien y provecho. Y esto tan perfectamente está
comprendido en ella, que con toda razón se le ha quitado al hombre toda
esperanza de poder inventar otra mejor.
En suma, concluyamos que ésta es la doctrina de la sabiduría de
Dios, que ha enseñado lo que ha querido y ha querido lo que ha sido necesario.
Tiempo y ocasiones de
orar
Aunque ya arriba hemos dicho que hay que tener siempre el
corazón elevado a Dios y debemos orar sin cesar, sin embargo como nuestra debilidad
es tal, que muchas veces necesita ser ayudada, y nuestra pereza tan grande, que
ha de ser estimulada, conviene que cada uno de nosotros determine ciertas horas
para ejercitarse, en las cuales no dejemos de orar y de concentrar todo el
afecto de nuestro corazón; a saber, por la mañana al levantarnos antes de
comenzar ninguna acción; cuando nos sentamos a tomar el alimento que Dios por
su liberalidad nos ofrece, y después de haberlo tomado; y cuando nos vamos a
acostar. Con tal, no obstante, que todo esto no se convierta en una observancia
de horas supersticiosa; y como si con ello hubiésemos ya cumplido nuestro deber
para con Dios, pensemos que ya es suficiente para el resto del día; sino más
bien, que ello sea una especie de disciplina y aprendizaje de nuestra debilidad
con que se ejercite y estimule lo más posible.
Principalmente hemos de tener cuidado siempre que nos veamos
oprimidos por alguna aflicción particular, de acogernos al momento a Él con el
corazón, y pedirle su favor. Asimismo no hemos de dejar pasar ninguna
prosperidad que nos sobreviniere, o que sepamos que ha sucedido a otros, sin
que al momento reconozcamos con alabanzas y acción de gracias que procede de su
mano liberal.
Nuestras oraciones no
deben imponer ley alguna a Dios
Finalmente, debemos guardarnos con toda diligencia en todas
nuestras oraciones de no sujetar ni ligar a Dios a unas determinadas
circunstancias, ni limitarle el tiempo, el lugar, ni el modo de realizar lo que
le pedimos; como en esta oración se nos enseña a no darle leyes, ni imponerle
condición alguna, sino dejar del todo a su beneplácito que haga lo que debe, de
la forma, en el tiempo y el lugar que lo tuviere a bien. Por esta razón, antes
de hacer alguna oración por nosotros mismos, le pedimos que se haga su voluntad;
con lo cual ya sometemos nuestra voluntad a la suya, a manera de freno, para
que no presuma de someter a Dios a sí misma, sino que lo constituya árbitro y
moderador de todos sus afectos y deseos.
Perseverancia y
paciencia en la oración
Si teniendo nuestros corazones ejercitados en la obediencia nos
dejamos regir por las leyes de la providencia divina, fácilmente aprenderemos a
perseverar en la oración, y dominando nuestros afectos pacientemente
esperaremos al Señor, seguros de que aunque no se deje ver, sin embargo está
siempre con nosotros y que a su tiempo mostrará queja más ha estado sordo a
nuestras oraciones, que a los hombres parecían ser rechazadas. Esto nos servirá
de admirable consuelo, para que no desmayemos ni desfallezcamos de desesperación,
si a veces
no satisface nuestros deseos tan pronto como se lo pedimos,
como suelen hacerlo aquellos que movidos solamente de su propio ardor, de tal
manera invocan a Dios, que si a la primera no les responde y asiste, se
imaginan que está airado y enojado con ellos, y perdiendo toda esperanza de que
les oiga, cesan de invocarle; sino más bien, prolongando con una debida
moderación de corazón nuestra esperanza, insistamos en aquella perseverancia
que tan encarecidamente se nos encarga en la Escritura. Porque muchas veces
podemos ver en los salmos cómo David y los demás fieles, cuando ya casi
cansados de orar no parecía sino que habían hablado al viento y que Dios, a
quien suplicaban estaba sordo, no por eso dejan de orar (Sal 22.2). Y realmente
no se le da a la Palabra de Dios la autoridad que se merece, si no se le da fe
y crédito cuando todo lo que se ye parece contrario.
Asimismo esto nos
servirá de excelente remedio para guardarnos de tentar a Dios y de provocarlo e
irritarlo contra nosotros con nuestra impaciencia e importunidad, como hacen
aquellos que no quieren acordarse de Dios, Si no con ciertas condiciones; y
como si Dios fuese su criado, que estuviese sujeto a sus antojos, quieren
someterlo a las leyes de su petición; y si no obedece al momento, se indignan,
rugen, murmuran y se alborotan. A éstos Dios les concede muchas veces en su
furor lo que en su misericordia y favor niega a otros. Un ejemplo de ello lo
tenemos en los hijos de Israel, a quienes les hubiera ido mucho mejor que el
Señor no les concediera lo que le pedían, que no comer la carne que en su ira
les envió (Nm 11.18-20.33).
La absoluta certeza de la concesión
Y si incluso al fin nuestro sentido, aun
después de haber esperado mucho tiempo, no comprende lo que hemos aprovechado
orando, o si siente provecho alguno, a pesar de ello nuestra fe nos certificará
lo que nuestro sentido no ha podido comprender; a saber, que habremos alcanzado
de Dios lo que nos convenla, ya que tantas veces y tan de veras promete el
Señor tener en cuenta nuestras desgracias, con tal que nosotros, siquiera una
vez, se las hayamos expuesto y así hará que tengamos en la pobreza abundancia,
y en La aflicción consuelo. Porque, suponiendo que todo el mundo nos falte,
Dios nunca nos faltará ni desamparará, pues jamás puede defraudar la esperanza
y la paciencia de los suyos. Él sólo nos servirá más que todos, pues Él
contiene en sí mismo cuanto bien existe; bien que al fin nos lo revelará en el
día del juicio, en el cual manifestará su reino con toda claridad.
Además hay que notar
que aunque Dios nos conceda al momento lo que le pedimos, no obstante no
siempre nos responde conforme a la forma expresa de nuestra petición, sino que
teniéndonos en apariencia suspensos, nos oye de una manera admirable y
demuestra que no hemos orado en vano. Esto es lo que entendió san Juan al decir:
“Si sabernos que Él nos oye en cualquier cosa que pidamos, sabemos que tenemos
las peticiones que le hayamos hecho” (1 Jn 5.15). Esto parece mera superfluidad
de palabras pero en realidad es una declaración muy útil para advertirnos que
Dios, aun cuando no condesciende con nosotros concediéndonos lo que le pedimos,
no por eso deja de sernos propicio y favorable; de manera que nuestra
esperanza, al apoyarse en su Palabra, no será jamás confundida ni nos engañará.
[…]
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