NAVIDAD
Karl Barth
Instantes. Santander, Sal Terrae, 2005, p. 40.
“Y lo acostó en un pesebre” (Lucas 2.7)
He Qi, Navidad
El Salvador ya no necesita nacer.
Nació de una vez para siempre. Pero quiere venir a nosotros. El lugar donde el Salvador
viene a nosotros tiene en común con el establo de Belén que tampoco tiene un
aspecto hermoso y atractivo, sino bastante horrible: nada acogedor, sino
realmente lúgubre; nada en absoluto digno del ser humano, sino más bien de los
animales. Nuestro albergue orgulloso o modesto —y nosotros como sus moradores—
no es sino la superficie de nuestra vida. Allí debajo se esconde una
profundidad, un fondo, un abismo incluso. Y allí los seres humanos, cada cual a
su manera, no somos más que pobres de solemnidad, pecadores perdidos, criaturas
que suspiran, moribundos, seres totalmente desconcertados.
Y ahí precisamente viene
Jesucristo; más aún: ahí ha venido ya a todos nosotros. ¡Sí, gracias sean dadas
a Dios por ese lugar oscuro, por ese pesebre, por ese establo presente también
en nuestra vida! Ahí abajo lo necesitamos, y precisamente ahí puede también él
necesitarnos a cada uno de nosotros. Ahí somos para él precisamente los justos.
Ahí tan sólo aguarda a que lo veamos, lo reconozcamos, creamos en él y lo amemos.
Ahí nos saluda. Ahí no tenemos ya más remedio que saludarlo a nuestra vez y
darle la bienvenida. ¡No nos avergoncemos de estar ahí abajo, tan cerca del
buey y del asno! Precisamente ahí los sujeta a ellos bien fuerte junto con
todos nosotros.
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LA DINAMITA DE MARÍA
Antonio Cruz
Protestante Digital, 20 de
diciembre de 2014
Magnificat es la primera palabra traducida al latín del
texto del evangelista Lucas (1:46-55). Se trata de la respuesta de la virgen
María a su parienta Elisabet: Engrandece mi alma al Señor (Magnificat anima
mea, Dominum, según la Vulgata latina). Todo este pasaje es como un
canto lírico sobre la bienaventuranza de aquella joven hebrea tan singular.
La
virgen María ha sido definida como “el icono de la Iglesia católica”. Desde la
Edad Media, se la ha considerado, siguiendo Apocalipsis 12, como una mujer
vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona
formada por doce estrellas. Aunque hoy la mayoría de los teólogos coincide en
que estos textos se refieren a la Iglesia, no a María. Todo esto, unido a la
adoración que se le rinde y a considerarla como intercesora entre Dios y los
hombres, ha hecho que el mundo protestante se vuelque hacia el extremo opuesto
y hable muy pocas veces de María.
Sin
embargo, debemos reconocer que María fue una mujer entre las mujeres, elegida
por Dios en un contexto de humildad y vida ordinaria. Más que “una mujer
vestida de sol”, el evangelio presenta a María como una muchacha que “camina de
prisa a la montaña” para contarle a su parienta Elisabeth que también lleva un
hijo en el vientre. El encuentro, entre dos futuras madres, ocurre a través de
la complicidad y coincidencia de aquello que portan en sus entrañas. Finalmente
Dios se ha metido de lleno en la historia de los hombres. Lo humano se hace
portador de lo divino. Sacralidad y profanidad se confunden en un ser de carne
y hueso. El cuerpo de María se hace tabernáculo de la divinidad. Dios tiene
prisa por salir al encuentro del hombre, y elige, para acortar el camino, una
vía terrestre. Se deja transportar por una sencilla peregrina de la fe,
desconocida, pobre y humilde.
María
de Nazaret es una criatura que ama el silencio, que elige la sombra y el
ocultamiento. Al contrario de lo que las tradiciones y los folclores religiosos
han hecho después de ella, María es quien no aparece nunca en primer plano. Su
presencia está siempre bajo el signo de la discreción. No estorba para nada. La
Madre desaparece totalmente en el Hijo y es el Verbo quien tiene que hablar, no
ella. En las bodas de Caná dirá: “Haced lo que él os diga”. Jamás dice
“escuchadme a mí”, sino “escuchadle a él”. El evangelio está más cargado de sus
silencios que de sus palabras. No hay apariciones de la Virgen en los
evangelios. Eso fue inventado mucho después. Hemos de aprender a escuchar el
silencio de María porque, a veces, cuando nosotros callamos, Dios habla.
¿Cuál
es la paradoja principal de María? En ningún otro lugar podemos apreciar tan
bien la contradicción de la bienaventuranza como en la vida de esta sencilla
mujer. A ella le fue otorgado el gran privilegio de ser la madre del Hijo de
Dios. Era normal que se asombrase y se llenase de gratitud por lo que le había
ocurrido. Sin embargo, esta enorme bendición iba a quedar contrarrestada por
una espada de dolor que traspasaría su alma. La de ver a su pequeño Jesús,
treinta y tres años después, ejecutado en una cruz romana, la muerte más cruel
y deshonrosa que existía en aquella época. Cada vida humana es también una
existencia paradójica, llena de claros y oscuros, de alegrías y tristezas, de
bendiciones, pero también de maldiciones. El hecho de ser cristianos, de
confiar en las promesas del Señor, no nos elimina automáticamente los
sufrimientos. Puede proporcionarnos valor, esperanza y ánimo para superarlos y
acostumbrarnos a ellos, pero no nos los ahorra.
María
fue de prisa a casa de Elisabeth porque en Nazaret no tenía con quién hablar de
lo que llenaba su corazón. Deseaba que su parienta le confirmara las palabras
del mensajero divino: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu
vientre. Bienaventurada la que creyó. No puede haber autentica fe si ésta no
produce felicidad, ni tampoco puede haber verdadera felicidad sin el don de la
fe.
Sin
embargo, esta gran bendición iba a ser la espada que atravesara su corazón.
María tendría que ver algún día a su querido hijo colgando de un madero. Y es
que ser elegido por Dios casi siempre significa, al mismo tiempo, una corona de
alegría pero también una cruz de tristeza y dolor. La realidad es que Dios no
elige a las personas para su tranquilidad o comodidad, ni para fomentar su
orgullo sino para tareas que exigen todo lo que la cabeza, el corazón y las
manos puedan dar. Dios señala a las personas para usarlas en su ministerio.
Cuando tomamos conciencia de la brevedad de nuestra vida, en relación a la
eternidad que nos espera, las penas y dificultades que se pasan por servir a
Dios, no son motivo de lamentación o queja sino que pueden convertirse en
nuestra mayor gloria delante del Señor porque todo lo sufrimos por amor a él.
Puede que, en ocasiones, esto nos resulte difícil de entender, sobre todo
cuando estamos atravesando momentos complicados de prueba, pero debemos
recordar siempre que los sufrimientos por Jesucristo son nuestra auténtica
gloria. No es que los padecimientos sirvan para ganarnos el cielo, eso ya nos
lo proporcionó él al morir en la cruz, pero sí es verdad que los sinsabores que
experimentamos como cristianos se unen a los que sufrió el Maestro en su vida
terrena. Como les dice Pedro a los cristianos primitivos que sufrían la
persecución: “Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha
sobrevenido… sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de
Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran
alegría” (1 P 4:12-13).
La
alegría, el gozo, la satisfacción personal de María al sentirse elegida por
Dios eran sólo una cara de la moneda. La otra cara fue la espada dolorosa que
atravesaría su alma cuando viera a Jesús crucificado. Él no vino para que la
vida de los cristianos fuera más fácil aquí en la tierra, sino para hacernos
más grandes, más fuertes, más humanos, más generosos, más humildes, menos
vanidosos, menos altivos y más perdonadores. Esta es la paradoja de ser
elegidos por Dios. Comporta la alegría más grande pero también la mayor
responsabilidad.
El Magnificat
de María es uno de los textos más subversivos de la historia de la humanidad
porque se refiere a tres grandes revoluciones de Dios. La primera se encuentra
en el versículo 51 del primer capítulo de Lucas: Esparció a los soberbios en el
pensamiento de sus corazones. Se trata de una revolución moral. El cristianismo
es, en realidad, la muerte del orgullo porque invita a reconocer, como le
ocurrió a María, el tremendo contraste que existe entre su pequeñez de esclava
y la grandeza de Dios. Si van a felicitarla y proclamarla dichosa todas las
generaciones, no es por su santidad o por sus méritos personales, sino por el
carácter extraordinario del niño que lleva en sus entrañas. No podemos ser
elegidos por Dios, es imposible ser herramientas eficaces en sus manos, y
seguir albergando orgullo personal en nuestras vidas.
La
soberbia insolente es el enemigo principal del plan divino. El principal error
humano consiste precisamente en esto, en sentirse orgulloso de uno mismo y por
lo tanto, no dar a Dios lo que es de Dios. Por eso el apóstol Pablo la emprende
contra la doctrina judía de la justicia de las obras, atacando la
autosuficiencia del hombre religioso que se basaba en la observancia de la Ley.
Aquella pregunta retórica que Pablo lanza a los romanos (Ro 3:27): “¿Dónde pues
está el orgullo? Queda excluido ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino
por la ley de la fe”. Y en 1ª Corintios 1:31 dice: “El que está orgulloso que
lo esté del Señor o el que se gloria, gloríese en el Señor”. Los cristianos
sólo podemos sentirnos orgullosos de nuestra debilidad porque sólo en ella se
hace patente la fuerza de Dios. Como también afirmaba Pablo: Por tanto, de
buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el
poder de Cristo (2 Co 11:9).
La
segunda revolución es social: “Quitó de los tronos a los poderosos y exaltó a
los humildes” (v. 52). El cristianismo de Cristo da por finalizados los títulos
y prestigios mundanos. Cuando tomamos conciencia de lo que Cristo hizo por
todos los seres humanos, no podemos albergar la idea de que unas personas son
valiosas y otras carecen de valor. Las escalas y los rangos sociales
desaparecen delante del Señor de señores.
Por
último, la tercera revolución tiene un marcado acento económico: “A los
hambrientos colmó de bienes y a los ricos envió vacíos” (v. 53). Una sociedad
no cristiana es la que sólo procura adquirir bienes materiales y obtener cuanto
más mejor. Por el contrario, una sociedad cristiana sería aquella en la que
nadie se animara a tener demasiado, mientras otros tuvieran demasiado poco. Es
evidente que nuestra sociedad no tiene esos valores cristianos. Si los tuviera,
no habría indigentes durmiendo en cajas de cartón. Si la sociedad fuera
cristiana, no se permitiría que los banqueros estuvieran amasando increíbles
fortunas, mientras otras personas no disponen de lo más elemental para vivir.
El
aparente encanto poético de este canto de María es, en realidad, dinamita pura
que hace estallar en mil pedazos la sociedad injusta y materialista que hemos
construido entre todos. El verdadero cristianismo engendra una revolución en
cada ser humano y como consecuencia una revolución en el mundo entero. Pero, si
Cristo no cambia nuestra vida, nada podrá hacerlo.
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