¡QUE SE HAGA DE DÍA!
Karl Barth, Instantes
Santander, Sal Terrae, 2005, pp.
74.
“Envía tu luz” (Salmo 43.3)
¡Oh, Señor, Dios y Padre nuestro, en
este momento pensamos en las necesidades grandes y pequeñas de nuestra época y nuestro
mundo de hoy: en los muchos millones de personas que pasan hambre, comparados
con aquellos a los que nos va tan bien; en la tenebrosa amenaza que las armas
nucleares suponen para nuestra hermosa Tierra; en la desorientación con que los
políticos afrontan la tarea de pronunciar juntos una palabra sensata; en los
dolores de los enfermos y en los desconciertos de los enfermos mentales; en las
múltiples deficiencias de nuestros ordenamientos públicos y en la insensatez de
la mayoría de nuestros usos y costumbres; en tanta vanidad y punto muerto
presentes incluso dentro de nuestra vida intelectual y cultural; en la
incertidumbre y debilidad incluso de nuestra vida eclesial; en tantas
preocupaciones y complicaciones de nuestras familias y también, por último, en
todo lo que especialmente puede afligirnos y agobiarnos hoy a cada uno de
nosotros.
¡Señor, que se haga de día!
¡Aplasta, quebranta, destruye, Señor, todo poder de las tinieblas! ¡Sálvanos
tú, Señor, y seremos salvos...! Si no puede ser aún de manera total, que sea al
menos en cosas pequeñas y provisionales: como signo de que vives y de que, pese
a todo, somos tu pueblo, al que a través de todo conduces hasta tu gloria. Sólo
tú eres bueno. Sólo a ti te corresponde el honor. Sólo tú puedes ayudarnos y
nos ayudarás. Amén.
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Juan Calvino
Institución de la Religión Cristiana, Libro III, capítulo XX
Oraciones públicas y
litúrgicas en el culto de la Iglesia
Y como Dios en su Palabra ha ordenado que los fieles oren
unidos, por la misma razón, es necesario que haya templos designados para
hacerlo, y que de ese modo todos los que rehúsen orar en ellos en compañía de
los fieles, no puedan excusarse con el pretexto de que van a orar en sus
aposentos, conforme al mandamiento del Señor, a quien pretenden que obedecen.
Porque Cristo, que promete que hará todo cuando dos o tres congregados en su
nombre le suplicaren (Mt 18.19-20), da a entender bien claramente que no
rechazará las oraciones hechas por toda la Iglesia, con tal de que se excluya
de ellas toda ambición y vanagloria, y, por el contrario, haya un verdadero y
sincero afecto, que resida en lo íntimo del corazón.
Si tal es el uso legítimo de los templos, — como evidentemente
así es —, debemos también guardarnos de tenerlos — como durante mucho tiempo se
ha hecho — por morada propia de Dios, en los que mucho más de cerca puede
oírnos. Guardémonos de atribuirles una cierta especie de santidad oculta, que
haga nuestra oración mucho más pura delante de Dios. Porque siendo nosotros los
verdaderos templos de Dios, es menester que oremos dentro de nosotros mismos,
si queremos invocar a Dios en su santo templo. Dejemos esa opinión vulgar y
carnal a los judíos y gentiles, pues nosotros tenemos el mandamiento de invocar
a Dios “en espíritu y en verdad” sin distinción alguna de lugar (Jn 4.23).
Es cierto que el templo antiguamente se dedicaba por mandato de
Dios, para en él invocarle y ofrecerle sacrificios; pero eso era cuando la
verdad estaba escondida bajo las sombras que la figuraban; pero ahora que se
nos ha manifestado claramente y a lo vivo, no consiente que nos detengamos en
ningún templo material. Además, el templo no fue recomendado a los judíos con
la condición de que encerrasen la presencia de Dios entre las paredes del
templo; sino a fin de ejercitarlos en contemplar la forma y figura del
verdadero templo. Por eso son duramente reprendidos por Isaías y Esteban todos
aquellos que creían que Dios de algún modo habitaba en los templos edificados
por mano de hombres (Is 66.1; Hch 7.48).
La palabra y el canto
en la oración
Asimismo se ve claramente por esto, que la voz y el canto, si se
usan en la oración, no tienen valor alguno delante de Dios, ni sirven de nada,
si no nacen de un íntimo afecto del corazón. Al contrario, irritan a Dios y
provocan su cólera si sólo salen de los labios; porque esto no es otra cosa que
abusar de su sacrosanto nombre y burlarse de su majestad, como ti lo afirma por
el profeta Isaías. Porque, si bien El habla en general, no obstante lo que dice
viene a propósito para corregir este abuso. “Este pueblo”, dice, “se acerca a
mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y
su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado;
por tanto, he aquí que yo excitará de nuevo la admiración de este pueblo con un
prodigio grande y espantoso; porque perecerá la sabiduría de sus sabios, y se
desvanecerá la inteligencia de sus entendidos” (Is 29.13-14; Mt 15.8-9).
Sin embargo, no condenamos aquí ni la voz ni el canto; antes los
apreciamos mucho, con tal de que vayan acompañados del afecto del corazón.
Porque de esta manera ayudan al espíritu a pensar en Dios y lo mantienen en El;
pues siendo deleznable y frágil, fácilmente se distraería con diversos
pensamientos, si no recibiese auxilios varios. Además, como la gloria de Dios
debe resplandecer en todos los miembros de nuestro cuerpo, conviene que la
lengua, creada especialmente por Dios para anunciar y glorificar su santo
nombre, se emplee en hacer esto, sea hablando o cantando. Pero principalmente
ha de emplearse en las oraciones que públicamente se hacen en las asambleas de
los fieles; en las cuales precisamente lo que se hace es glorificar todos en
común y a coro al Dios que honramos con un mismo espíritu y una misma fe (Ro
15.5-6).
Toda oración debe ser
inteligible
Por aquí se ve también claramente que las oraciones públicas no
se deben hacer en griego entre los latinos, ni en latín entre los franceses,
españoles e ingleses, como es costumbre desde hace ya muchos tiempo; sine que
se deben hacer en la lengua del país que usa la asamblea y que todos pueden
entender, puesto que se hacen para edificación de toda la iglesia, la cual
ningún fruto recibe cuando oye el sonido de las palabras y no las entiende.
Pero los que para nada tienen en cuenta la caridad y la humanidad, deberían por
lo menos con moverse un poco con la autoridad de san Pablo, cuyas palabras son
bien claras: “Si bendices”, dice, “sólo con el espíritu, el que ocupa lugar de simple
oyente, ¿cómo dirá el amén a tu acción de gracias?; pues no sabe lo que has
dicho. Porque tú, a la verdad, bien das gracias; pero el otro no es edificado”
(1 Co 14.16). ¿Quién, pues, podrá extrañarse de la desenfrenada licencia que se
han tomado los papistas, quienes, contra la manifiesta prohibición del Apóstol
no temen cantar en lengua extraña lo que ni siquiera ellos mismos muchas veces
entienden? Pero muy distinto es el orden que el Apóstol nos manda seguir,
cuando dice: “¿Qué, pues? Oraré con la voz, pero oraré también con el
entendimiento” (1 Co 14.15). En ese texto el Apóstol usa el término espíritu —
que traducimos por voz —, por el cual entiende él el singular don de lenguas
del que muchos, queriéndose gloriar, abusaban separándolo del entendimiento.
El ardor del corazón
es quien debe mover la lengua. Concluyamos, pues, que es imposible, se trate de oración
pública o privada, que la lengua sin el corazón no desagrade a Dios en gran
manera. Y además, que el corazón debe estimularse con el fervor de lo que
piensa e ir mucho más allá de lo que la lengua puede pronunciar. Finalmente,
que en la oración particular la lengua no es necesaria, sino en cuanto el
entendimiento es insuficiente para elevarse por sí solo, o bien con la
vehemencia de la elevación fuerce a la lengua a hablar. Porque aunque algunas
veces las mejores oraciones se hagan sin hablar, sucede sin embargo muchas
veces que cuando el afecto del corazón está muy encendido, la lengua se suelta,
y los demás miembros igual; y esto sin pretensión alguna, sino espontáneamente.
De ahí sin duda aquel movimiento de labios (1 Sm 1.13) de Ana, la madre de
Samuel, cuando oraba; y los fieles experimentan continuamente lo mismo, que
cuando oran se les escapan impensadamente algunas palabras y suspiros.
En cuanto a los gestos y actitudes exteriores del cuerpo que se
suelen hacer al orar —como arrodillarse y descubrirse— son ejercicios con los
que procuramos elevarnos a una mayor reverencia de Dios.
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MILITANCIA POLÍTICA Y CRISTIANISMO
TRANSFIGURADO EN JOSÉ REVUELTAS
http://protestantedigital.com/cultural/34652/Militancia_politica_y_cristianismo_transfigurado_en_Jose_Revueltas_IV
En memoria de Rodolfo Ángel Navarrete Arrieta,
hermano, pupilo y amigo
Siempre un cura a la hora de la muerte. Un cura que extrae el
corazón del pecho con ese puñal de piedra de la penitencia, para ofrecerlo, como antes los viejos sacerdotes en la piedra de los sacrificios, a Dios, a
Dios en cuyo seno se pulverizaron los ídolos esparciendo su tierra, impalpable
ahora en el cuerpo blanco de la divinidad. [1]
J.R., El luto humano
(1943)
Varios y notables son los aspectos que destaca el
jesuita Pedro Trigo en su amplio análisis literario y teológico de El luto humano, de José Revueltas. “En
sus artículos, Revueltas califica a la Revolución como una lucha
‘democrático-burguesa’, pero en El luto
humano la describe como tragedia”.[2] A partir de su idea de la “desposesión”,
va penetrando poco a poco en los diversos estratos de la historia ubicada en la
época de la llamada “guerra cristera”, para que desde ahí, en la observación
minuciosa que el autor ha hecho de las formas de religiosidad en México, trace
líneas que convergen en el propósito narrativo de la obra. Así, advierte acerca
de las formulaciones metafísicas y de los contenidos históricos de la novela:
“Todo el peso de esta historia sería la fuente de las expresiones de pérdida de
sentido, desesperanza, de voluntad de muerte que pululan en la novela; y no el
existencialismo sartreano o el supuesto fatalismo que sería consustancial al
cristianismo y al pueblo mexicano”.[3] Y agrega que ese desaliento sería el que
llegará al colmo en el diluvio final que se abate sobre los personajes. Para
confirmar su afirmación, cita: “Ser pensante, de monstruosa conciencia, el agua
sin piedad. De no morir aquellos hombres, se suicidarían, a tal grado se había
hecho noción dentro de sus almas la muerte”.[4] El fatalismo es un factor
fundamental en la trama de la historia, pero no en términos de lo cristiano
sino “consecuencia histórica, vaciada en los moldes, ya sin espíritu, de la
religión ancestral”: “Fatalidad pura, resignación triste y antigua, donde una
apatía interior, atenta, inevitable y desolada, esperaba, sin oponerse,
crímenes nuevos, más y más difuntos”.[5]
El sustrato prehispánico había dejado una honda huella en esa manera de asumir el sufrimiento y la muerte. La obsesión por la inminencia de la destrucción definitiva acechaba la mentalidad de los antiguos mexicanos, mucho antes de la llegada del cristianismo. Trigo observa muy bien que sólo una vez en la historia el fatalismo tiene “sabor cristiano”, remitido incluso hasta el propio Jesús: “…la resignada frase cristiana vínole a los labios: —Todo está consumado…”[6]; “la frase reviste un tono irónico ya que no se refiere a Jesús, sino a ese cristo de piedra, ‘transido por el mal’, que es el cura”.[7]
El sustrato prehispánico había dejado una honda huella en esa manera de asumir el sufrimiento y la muerte. La obsesión por la inminencia de la destrucción definitiva acechaba la mentalidad de los antiguos mexicanos, mucho antes de la llegada del cristianismo. Trigo observa muy bien que sólo una vez en la historia el fatalismo tiene “sabor cristiano”, remitido incluso hasta el propio Jesús: “…la resignada frase cristiana vínole a los labios: —Todo está consumado…”[6]; “la frase reviste un tono irónico ya que no se refiere a Jesús, sino a ese cristo de piedra, ‘transido por el mal’, que es el cura”.[7]
En este punto bien vale la pena detenerse para indagar en las raíces
de esta visión del catolicismo mexicano, de su religiosidad tradicional,
adocenada. A propósito de El luto humano,
Ruiz Abreu aventura una serie de juicios al respecto, encadenados con la
época de su escritura y con las aficiones y el trasfondo religioso de
Revueltas. Su argumentación es fluida y sumamente atendible: “Tal vez la
disciplina paterna en materia religiosa tocó severamente a Revueltas, y lo dotó
de una obsesión por el cristianismo, el pecado, la redención, la vida de
Cristo”.[8] Allí aflora la ya mencionada presencia de su maestro ruso: “O
fueron las lecturas tempranas de escritores como Dostoievski, cuya obra se
centra en el dilema del bien y del mal, del libre albedrío, Dios, el demonio,
los Evangelios…”. Ambas cosas amalgamadas, dotaron a Revueltas “de una aptitud excepcional en materia religiosa” que se manifestó tan abiertamente en esta novela. Añade también la manera en que mezcló la religión católica con la ancestral, los ritos cristianos con los prehispánicos, así como los del catolicismo oficial y el cismático.
Al vivir en los años 20 el ambiente creado por la lucha cristera, se enteró, también, del fallido intento del sindicalista Luis N. Morones por organizar una iglesia separada del papa. “Revueltas parece el resumen de esas tendencias culturales. Eso explicaría parcialmente su inclinación desmedida por cubrir de religión a sus personajes, sus historias y acciones no sin antes criticarla. Así, los seres de El luto humano viven atormentados por la idea de Dios y el castigo eterno y sin embargo la duda los asombra y paraliza. Revueltas los ha dotado de cierto ateísmo a pesar de que son creyentes”.[9] Para Ruiz Abreu, este autor “enseña en El luto humano una religiosidad llena de nostalgia de la que jamás se divorciará”. Así se refirió, en 1958, a la fe de la sociedad mexicana en los siguientes términos: “Es natural, por ejemplo, que la religión católica del mexicano sea una religión triste, desgarradora y llena de nostalgia, pues se trata de una religión destinada a sustituir algo que se ha perdido y que ya no se sabe qué es”.[10]
Uno de los temas centrales de la novela es la disputa entre dos iglesias católicas, una romana, y otra la autóctona en la que Revueltas, como los liberales de otra época, vio la posibilidad de edificar una religión mexicana propia. Los personajes rechazan el cristianismo, pero siguen atados a él. Gracias a todos estos méritos, El luto humano obtuvo el Premio Nacional de Literatura el mismo año de publicada (1943), lo que causó una sorpresa mayúscula en el medio cultural del país. Más tarde sería traducida al inglés, italiano y húngaro. La dialéctica histórica en esa novela no puede pasar inadvertida para Trigo, quien la encuentra no solamente en algunos recursos estilísticos sino que la ve anidando “en la misma entraña de la obra”. (LC-O)
[1] J. Revueltas, El luto humano. [1943] México, Ediciones Era, 1980 (Obras completas, 2), p. 12.
[2] Álvaro Ruiz Abreu, José Revueltas: los muros de la utopía. México, Cal y Arena, 1992, p. 169.
[3] P. Trigo, “La desposesión como resultado de la conquista espiritual: José Revueltas, El luto humano”, en La institución eclesiástica en la nueva novela latinoamericana. Tomo I. Caracas, Universidad Católica Andrés Bello-Compañía de Jesús de Venezuela-ITER, 2002, p. 162.
[4] J. Revueltas, El luto humano, p. 82.
[5] Ibid., p. 19.
[6] Ibid., p. 67.
[7] P. Trigo, “La desposesión…”, p. 163.
[8] Á. Ruiz Abreu, op. cit., p. 173.
[9] Ibid., p. 174. Énfasis agregado.
[10] J. Revueltas, México: una democracia bárbara. México, Anteo, 1958, p. 78.
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