domingo, 7 de diciembre de 2014

Letra 397, 7 de diciembre de 2014

¡QUE SE HAGA DE DÍA!
Karl Barth, Instantes
Santander, Sal Terrae, 2005, pp. 74.

“Envía tu luz” (Salmo 43.3)

¡Oh, Señor, Dios y Padre nuestro, en este momento pensamos en las necesidades grandes y pequeñas de nuestra época y nuestro mundo de hoy: en los muchos millones de personas que pasan hambre, comparados con aquellos a los que nos va tan bien; en la tenebrosa amenaza que las armas nucleares suponen para nuestra hermosa Tierra; en la desorientación con que los políticos afrontan la tarea de pronunciar juntos una palabra sensata; en los dolores de los enfermos y en los desconciertos de los enfermos mentales; en las múltiples deficiencias de nuestros ordenamientos públicos y en la insensatez de la mayoría de nuestros usos y costumbres; en tanta vanidad y punto muerto presentes incluso dentro de nuestra vida intelectual y cultural; en la incertidumbre y debilidad incluso de nuestra vida eclesial; en tantas preocupaciones y complicaciones de nuestras familias y también, por último, en todo lo que especialmente puede afligirnos y agobiarnos hoy a cada uno de nosotros.
¡Señor, que se haga de día! ¡Aplasta, quebranta, destruye, Señor, todo poder de las tinieblas! ¡Sálvanos tú, Señor, y seremos salvos...! Si no puede ser aún de manera total, que sea al menos en cosas pequeñas y provisionales: como signo de que vives y de que, pese a todo, somos tu pueblo, al que a través de todo conduces hasta tu gloria. Sólo tú eres bueno. Sólo a ti te corresponde el honor. Sólo tú puedes ayudarnos y nos ayudarás. Amén.
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LAS REGLAS DE LA ORACIÓN (VIII)
Juan Calvino
Institución de la Religión Cristiana, Libro III, capítulo XX

Oraciones públicas y litúrgicas en el culto de la Iglesia
Y como Dios en su Palabra ha ordenado que los fieles oren unidos, por la misma razón, es necesario que haya templos designados para hacerlo, y que de ese modo todos los que rehúsen orar en ellos en compañía de los fieles, no puedan excusarse con el pretexto de que van a orar en sus aposentos, conforme al mandamiento del Señor, a quien pretenden que obedecen. Porque Cristo, que promete que hará todo cuando dos o tres congregados en su nombre le suplicaren (Mt 18.19-20), da a entender bien claramente que no rechazará las oraciones hechas por toda la Iglesia, con tal de que se excluya de ellas toda ambición y vanagloria, y, por el contrario, haya un verdadero y sincero afecto, que resida en lo íntimo del corazón. 
Si tal es el uso legítimo de los templos, — como evidentemente así es —, debemos también guardarnos de tenerlos — como durante mucho tiempo se ha hecho — por morada propia de Dios, en los que mucho más de cerca puede oírnos. Guardémonos de atribuirles una cierta especie de santidad oculta, que haga nuestra oración mucho más pura delante de Dios. Porque siendo nosotros los verdaderos templos de Dios, es menester que oremos dentro de nosotros mismos, si queremos invocar a Dios en su santo templo. Dejemos esa opinión vulgar y carnal a los judíos y gentiles, pues nosotros tenemos el mandamiento de invocar a Dios “en espíritu y en verdad” sin distinción alguna de lugar (Jn 4.23).
Es cierto que el templo antiguamente se dedicaba por mandato de Dios, para en él invocarle y ofrecerle sacrificios; pero eso era cuando la verdad estaba escondida bajo las sombras que la figuraban; pero ahora que se nos ha manifestado claramente y a lo vivo, no consiente que nos detengamos en ningún templo material. Además, el templo no fue recomendado a los judíos con la condición de que encerrasen la presencia de Dios entre las paredes del templo; sino a fin de ejercitarlos en contemplar la forma y figura del verdadero templo. Por eso son duramente reprendidos por Isaías y Esteban todos aquellos que creían que Dios de algún modo habitaba en los templos edificados por mano de hombres (Is 66.1; Hch 7.48).

La palabra y el canto en la oración 
Asimismo se ve claramente por esto, que la voz y el canto, si se usan en la oración, no tienen valor alguno delante de Dios, ni sirven de nada, si no nacen de un íntimo afecto del corazón. Al contrario, irritan a Dios y provocan su cólera si sólo salen de los labios; porque esto no es otra cosa que abusar de su sacrosanto nombre y burlarse de su majestad, como ti lo afirma por el profeta Isaías. Porque, si bien El habla en general, no obstante lo que dice viene a propósito para corregir este abuso. “Este pueblo”, dice, “se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado; por tanto, he aquí que yo excitará de nuevo la admiración de este pueblo con un prodigio grande y espantoso; porque perecerá la sabiduría de sus sabios, y se desvanecerá la inteligencia de sus entendidos” (Is 29.13-14; Mt 15.8-9).
Sin embargo, no condenamos aquí ni la voz ni el canto; antes los apreciamos mucho, con tal de que vayan acompañados del afecto del corazón. Porque de esta manera ayudan al espíritu a pensar en Dios y lo mantienen en El; pues siendo deleznable y frágil, fácilmente se distraería con diversos pensamientos, si no recibiese auxilios varios. Además, como la gloria de Dios debe resplandecer en todos los miembros de nuestro cuerpo, conviene que la lengua, creada especialmente por Dios para anunciar y glorificar su santo nombre, se emplee en hacer esto, sea hablando o cantando. Pero principalmente ha de emplearse en las oraciones que públicamente se hacen en las asambleas de los fieles; en las cuales precisamente lo que se hace es glorificar todos en común y a coro al Dios que honramos con un mismo espíritu y una misma fe (Ro 15.5-6).

Toda oración debe ser inteligible 
Por aquí se ve también claramente que las oraciones públicas no se deben hacer en griego entre los latinos, ni en latín entre los franceses, españoles e ingleses, como es costumbre desde hace ya muchos tiempo; sine que se deben hacer en la lengua del país que usa la asamblea y que todos pueden entender, puesto que se hacen para edificación de toda la iglesia, la cual ningún fruto recibe cuando oye el sonido de las palabras y no las entiende. Pero los que para nada tienen en cuenta la caridad y la humanidad, deberían por lo menos con moverse un poco con la autoridad de san Pablo, cuyas palabras son bien claras: “Si bendices”, dice, “sólo con el espíritu, el que ocupa lugar de simple oyente, ¿cómo dirá el amén a tu acción de gracias?; pues no sabe lo que has dicho. Porque tú, a la verdad, bien das gracias; pero el otro no es edificado” (1 Co 14.16). ¿Quién, pues, podrá extrañarse de la desenfrenada licencia que se han tomado los papistas, quienes, contra la manifiesta prohibición del Apóstol no temen cantar en lengua extraña lo que ni siquiera ellos mismos muchas veces entienden? Pero muy distinto es el orden que el Apóstol nos manda seguir, cuando dice: “¿Qué, pues? Oraré con la voz, pero oraré también con el entendimiento” (1 Co 14.15). En ese texto el Apóstol usa el término espíritu — que traducimos por voz —, por el cual entiende él el singular don de lenguas del que muchos, queriéndose gloriar, abusaban separándolo del entendimiento.

El ardor del corazón es quien debe mover la lengua. Concluyamos, pues, que es imposible, se trate de oración pública o privada, que la lengua sin el corazón no desagrade a Dios en gran manera. Y además, que el corazón debe estimularse con el fervor de lo que piensa e ir mucho más allá de lo que la lengua puede pronunciar. Finalmente, que en la oración particular la lengua no es necesaria, sino en cuanto el entendimiento es insuficiente para elevarse por sí solo, o bien con la vehemencia de la elevación fuerce a la lengua a hablar. Porque aunque algunas veces las mejores oraciones se hagan sin hablar, sucede sin embargo muchas veces que cuando el afecto del corazón está muy encendido, la lengua se suelta, y los demás miembros igual; y esto sin pretensión alguna, sino espontáneamente. De ahí sin duda aquel movimiento de labios (1 Sm 1.13) de Ana, la madre de Samuel, cuando oraba; y los fieles experimentan continuamente lo mismo, que cuando oran se les escapan impensadamente algunas palabras y suspiros.
En cuanto a los gestos y actitudes exteriores del cuerpo que se suelen hacer al orar —como arrodillarse y descubrirse— son ejercicios con los que procuramos elevarnos a una mayor reverencia de Dios.
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MILITANCIA POLÍTICA Y CRISTIANISMO TRANSFIGURADO EN JOSÉ REVUELTAS
http://protestantedigital.com/cultural/34652/Militancia_politica_y_cristianismo_transfigurado_en_Jose_Revueltas_IV

En memoria de Rodolfo Ángel Navarrete Arrieta,
hermano, pupilo y amigo

Siempre un cura a la hora de la muerte. Un cura que extrae el corazón del pecho con ese puñal de piedra de la penitencia, para ofrecerlo, como antes los viejos sacerdotes en la piedra de los sacrificios, a Dios, a Dios en cuyo seno se pulverizaron los ídolos esparciendo su tierra, impalpable ahora en el cuerpo blanco de la divinidad. [1]
J.R., El luto humano (1943)


Varios y notables son los aspectos que destaca el jesuita Pedro Trigo en su amplio análisis literario y teológico de El luto humano, de José Revueltas. “En sus artículos, Revueltas califica a la Revolución como una lucha ‘democrático-burguesa’, pero en El luto humano la describe como tragedia”.[2] A partir de su idea de la “desposesión”, va penetrando poco a poco en los diversos estratos de la historia ubicada en la época de la llamada “guerra cristera”, para que desde ahí, en la observación minuciosa que el autor ha hecho de las formas de religiosidad en México, trace líneas que convergen en el propósito narrativo de la obra. Así, advierte acerca de las formulaciones metafísicas y de los contenidos históricos de la novela: “Todo el peso de esta historia sería la fuente de las expresiones de pérdida de sentido, desesperanza, de voluntad de muerte que pululan en la novela; y no el existencialismo sartreano o el supuesto fatalismo que sería consustancial al cristianismo y al pueblo mexicano”.[3] Y agrega que ese desaliento sería el que llegará al colmo en el diluvio final que se abate sobre los personajes. Para confirmar su afirmación, cita: “Ser pensante, de monstruosa conciencia, el agua sin piedad. De no morir aquellos hombres, se suicidarían, a tal grado se había hecho noción dentro de sus almas la muerte”.[4] El fatalismo es un factor fundamental en la trama de la historia, pero no en términos de lo cristiano sino “consecuencia histórica, vaciada en los moldes, ya sin espíritu, de la religión ancestral”: “Fatalidad pura, resignación triste y antigua, donde una apatía interior, atenta, inevitable y desolada, esperaba, sin oponerse, crímenes nuevos, más y más difuntos”.[5]
     El sustrato prehispánico había dejado una honda huella en esa manera de asumir el sufrimiento y la muerte. La obsesión por la inminencia de la destrucción definitiva acechaba la mentalidad de los antiguos mexicanos, mucho antes de la llegada del cristianismo. Trigo observa muy bien que sólo una vez en la historia el fatalismo tiene “sabor cristiano”, remitido incluso hasta el propio Jesús: “…la resignada frase cristiana vínole a los labios: —Todo está consumado…”[6]; “la frase reviste un tono irónico ya que no se refiere a Jesús, sino a ese cristo de piedra, ‘transido por el mal’, que es el cura”.[7]
En este punto bien vale la pena detenerse para indagar en las raíces de esta visión del catolicismo mexicano, de su religiosidad tradicional, adocenada. A propósito de El luto humano, Ruiz Abreu aventura una serie de juicios al respecto, encadenados con la época de su escritura y con las aficiones y el trasfondo religioso de Revueltas. Su argumentación es fluida y sumamente atendible: “Tal vez la disciplina paterna en materia religiosa tocó severamente a Revueltas, y lo dotó de una obsesión por el cristianismo, el pecado, la redención, la vida de Cristo”.[8] Allí aflora la ya mencionada presencia de su maestro ruso: “O fueron las lecturas tempranas de escritores como Dostoievski, cuya obra se centra en el dilema del bien y del mal, del libre albedrío, Dios, el demonio, los Evangelios…”. Ambas cosas amalgamadas, dotaron a Revueltas “de una aptitud excepcional en materia religiosa” que se manifestó tan abiertamente en esta novela. Añade también la manera en que mezcló la religión católica con la ancestral, los ritos cristianos con los prehispánicos, así como los del catolicismo oficial y el cismático.
Al vivir en los años 20 el ambiente creado por la lucha cristera, se enteró, también, del fallido intento del sindicalista Luis N. Morones por organizar una iglesia separada del papa. “Revueltas parece el resumen de esas tendencias culturales. Eso explicaría parcialmente su inclinación desmedida por cubrir de religión a sus personajes, sus historias y acciones no sin antes criticarla. Así, los seres de El luto humano viven atormentados por la idea de Dios y el castigo eterno y sin embargo la duda los asombra y paraliza. Revueltas los ha dotado de cierto ateísmo a pesar de que son creyentes”.[9] Para Ruiz Abreu, este autor “enseña en El luto humano una religiosidad llena de nostalgia de la que jamás se divorciará”. Así se refirió, en 1958, a la fe de la sociedad mexicana en los siguientes términos: “Es natural, por ejemplo, que la religión católica del mexicano sea una religión triste, desgarradora y llena de nostalgia, pues se trata de una religión destinada a sustituir algo que se ha perdido y que ya no se sabe qué es”.[10]
Uno de los temas centrales de la novela es la disputa entre dos iglesias católicas, una romana, y otra la autóctona en la que Revueltas, como los liberales de otra época, vio la posibilidad de edificar una religión mexicana propia. Los personajes rechazan el cristianismo, pero siguen atados a él. Gracias a todos estos méritos, El luto humano obtuvo el Premio Nacional de Literatura el mismo año de publicada (1943), lo que causó una sorpresa mayúscula en el medio cultural del país. Más tarde sería traducida al inglés, italiano y húngaro. La dialéctica histórica en esa novela no puede pasar inadvertida para Trigo, quien la encuentra no solamente en algunos recursos estilísticos sino que la ve anidando “en la misma entraña de la obra”. (LC-O)

[1] J. Revueltas, El luto humano. [1943] México, Ediciones Era, 1980 (Obras completas, 2), p. 12.
[2] Álvaro Ruiz Abreu, José Revueltas: los muros de la utopía. México, Cal y Arena, 1992, p. 169.
[3] P. Trigo, “La desposesión como resultado de la conquista espiritual: José Revueltas, El luto humano”, en La institución eclesiástica en la nueva novela latinoamericana. Tomo I. Caracas, Universidad Católica Andrés Bello-Compañía de Jesús de Venezuela-ITER, 2002, p. 162.
[4] J. Revueltas, El luto humano, p. 82.
[5] Ibid., p. 19.
[6] Ibid., p. 67.
[7] P. Trigo, “La desposesión…”, p. 163.
[8] Á. Ruiz Abreu, op. cit., p. 173.
[9] Ibid., p. 174. Énfasis agregado.
[10] J. Revueltas, México: una democracia bárbara. México, Anteo, 1958, p. 78.

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