31 de diciembre,
2014
Porque
mil años son ante tus ojos
como
un día, como un ayer que ya pasó,
como
una vigilia en la noche.
Salmo 90.4, La
Palabra (Hispanoamérica)
Cada vez que se traspasan umbrales cronológicos y se entra a nuevas
etapas de la existencia es posible reflexionar acerca de la grandeza divina y
la pequeñez humana. No obstante, como lo atestiguan las Escrituras, la interrelación
deseada por el propio Dios entre su eternidad incomprensible y la finitud de la
vida humana es una realidad innegable que debe propiciar un sano acercamiento a
la condescendencia y el amor con que el Creador abraza a su creación en medio
de los avatares del tiempo. Afirmar la superioridad de los tiempos divinos
sobre los humanos no es un acto de avasallamiento mental o espiritual sino el
reconocimiento de cómo la vida humana se debate, permanentemente, entre los
riesgos de perderse y la búsqueda genuina de sentido para sus acciones.
Dialogar con la trascendencia divina desde la humildad y la fragilidad es uno
de los grandes dilemas recogidos en los textos sagrados.
De ese dilema existencial, religioso y teológico ofrece un enorme
testimonio el salmo 90, famoso por quien se ha señalado como autor y porque es
un entrañable recuento de la vida expresado en un auténtico lenguaje de fe y de
reconocimiento del trato de Dios con la humanidad, un canto a la eternidad
divina que se digna entrar en contacto con la transitoriedad humana. Sus versos
son elocuentes al momento de celebrar las acciones de Dios: “Señor, durante
generaciones/ tú has sido nuestro refugio” (v. 1). Pasan los años y las
diversas generaciones, pero Él permanece fiel a sus promesas. La inconcebible eternidad
divina, al pasar velozmente frente a nuestros ojos, deja una cauda de
admiración y sobrecogimiento: “Antes que se formasen los montes/ y la tierra y
el orbe surgieran,/ desde siempre y para siempre tú eres Dios” (v. 2): una
realidad imposible de imaginar racionalmente, pero en la que Dios ya
era Dios.
El ser humano, en su carácter efímero, terroso, adánico (v. 3), sólo parpadea ante el devenir divino
inconcebible en el que los tiempos se mezclan y se relativizan, a la vez: “Porque
mil años son ante tus ojos/ como un día, como un ayer que ya pasó,/ como una
vigilia en la noche” (v. 4) Solamente escritores como Borges, obsesionados por
el transcurrir cronológico, han atisbado esos abismos: “El tiempo es la
sustancia de que estoy hecho./ El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy
el río;/ es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;/ es un fuego que me
consume, pero yo soy el fuego./ El mundo, desgraciadamente, es real;/ yo,
desgraciadamente, soy Borges”.[1]
La intuición humana se sumerge y se pierde en el sueño, en la confusión que
brota de la incapacidad para comprender las dimensiones eternas, algo que también
expresaron los poetas mesoamericanos (“Como una pintura nos iremos borrando…”,[2]
que, no obstante, anhelaban algo duradero: “No acabarán mis cantos…”[3]):
“Tú los arrastras al sueño de la muerte,/ son como hierba que brota en la
mañana:/ por la mañana brota y florece,/ por la tarde se agosta y se seca” (vv.
5-6).
A veces, la relación con el ser eterno entra en conflicto con los
vaivenes propios de los seres históricos, con fecha de caducidad y se pone en
riesgo la brevedad anunciada de la vida: “Con tu ira nos has consumido,/ con tu
furor nos aterras./ Ante ti has puesto nuestras culpas,/ a la luz de tu faz
nuestros secretos./ Nuestros días decaen bajo tu furia,/ como un suspiro pasan
nuestros años” (vv. 7-9). Ese término es infranqueable y tiene un signo numérico:
“Setenta años dura nuestra vida,/ durará ochenta si se es fuerte;/ pero es su
brío tarea inútil,/pues pronto pasa y desaparecemos” (v. 10). Carlos Monsiváis,
al llegar a sus setenta años, recordó puntualmente este salmo y no le quedó más
remedio que meditar en voz alta:
¿Qué hacer con las fechas? En
materia de evocaciones, su función principal es exorcizar la anarquía de los
recuentos. […] Y lo más fastidioso y lo mejor de los días culminantes en mi
vida es su condición irretornable. No es sólo lo que hice entonces
(reconstruido) sino, como suele suceder, el atender en demasía a lo negociable
con el olvido. […] Se vuelven proteicos la furia y la desesperación, la
esperanza y el júbilo comunitarios, el deseo y el placer de asir como se pueda
las experiencias. Detente oh momento, eres tan bello por tan imposible de
evocar con justeza. ¿Y qué es lo determinante entonces? Aquello en donde —por
así decirlo— uno ya no distingue entre sentimientos y razonamientos.[4]
El juicio de Dios es cosa seria, agrega el salmo (“¿Quién conoce el
poder de tu cólera?/ Como tu furor, así es el respeto que inspiras”, v. 11) y
una de las mejores respuestas que suponemos acordes con ello es aprender a
tratar con el paso de los días. ¿Quién, entonces, nos puede enseñar a hacerlo,
sino sólo Él, el Eterno, el intocado por los relojes?: “Enséñanos a contar
nuestros días/ y tendremos así un corazón sabio” (v. 12). Lo que surge de todo
eso no puede ser más que otra oración, encabalgada con la meditación y la
observación guiadas por una fe indomable: “Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?/ ¡Apiádate
de tus siervos!/ Cólmanos de tu amor por la mañana,/ para que cantemos alegres
toda la vida” (vv. 13-14).
Al trasponer los tiempos que nos toca vivir, sólo una buena actitud podrá
mantenernos, literalmente, a flote: “Alégranos tanto como días nos afligiste,/ como
años conocimos el mal” (v. 15). Así será posible afrontar el tiempo por venir
en el marco de los planes superiores del Creador para situarse ante ellos, como
parte de ellos: “Que se muestre a tus siervos tu obra/ y a tus hijos tu
esplendor./ Que descienda sobre nosotros/ la gracia del Señor, nuestro Dios./ Afianza
la obra de nuestras manos;/ sí, afianza la obra de nuestras manos” (vv. 16-17).
Humanamente, nuestra relación con el tiempo es diferente y paradójica, tal como
lo expresaron el Apocalipsis simbólicamente en su visión y el poeta cubano
Eliseo Diego:
Habiendo llegado al tiempo en que
la penumbra ya
no me consuela más
y me apocan los presagios pequeños;
habiendo llegado a
este tiempo;
y como las heces del café
abren de pronto ahora para mí
sus redondas bocas amargas;
habiendo llegado a este tiempo;
y perdida ya
toda esperanza de
algún merecido ascenso, de
ver el manar sereno de la
sombra;
y no poseyendo más que este tiempo;
no poseyendo más, en fin,
que
mi memoria de las noches y
su vibrante delicadeza enorme;
no poseyendo más
entre
cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo;
decido hacer mi testamento.
Es este:
les dejo
el tiempo, todo el tiempo.
(“Testamento”).[5]
[1] J.L. Borges, “Nueva refutación
del tiempo”, en Otras inquisiciones, Obras completas. Buenos Aires:
Emecé, 1989-1996. v. 2, p. 146.
[2] Nezahualcóyotl, Poesía. Toluca, Gobierno del Estado de
México, 1985, p. 79: “No acabarán mis flores,/ no cesarán mis cantos./
Yo cantor los elevo,/ se reparten, se esparcen./ Aun cuando las
flores/ se marchitan y amarillecen,/ serán llevadas allá,/
al interior de la casa/ del ave de plumas de oro”.
[3] Ibid., p. 71: “Como una pintura/ nos
iremos borrando./ Como una flor,/ nos iremos secando/ aquí
sobre la tierra./ Como vestidura de plumaje de ave zacuán,/ de la
preciosa ave de cuello de hule,/ nos iremos acabando,/ nos vamos
a su casa”.
[4] C. Monsiváis, “Los días de nuestra
edad”, en La Jornada, 4 de mayo de
2008, www.jornada.unam.mx/2008/05/04/index.php?section=cultura&article=a03a1cul.
[5] E. Diego, “Testamento”, en Poesía y prosa selectas. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1991, p. 187.
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