domingo, 29 de noviembre de 2015

La vida de Dios se impondrá en el mundo, L. Cervantes-O.

29 de noviembre, 2015

Entonces fueron abiertos los libros y también fue abierto otro libro: el libro de la vida. Los muertos fueron juzgados conforme a las acciones que tenían consignadas en los libros. Todos fueron juzgados conforme a sus acciones: los muertos devueltos por el mar y los devueltos por la muerte y el abismo.
Apocalipsis 20.12b-13, La Palabra (Hispanoamérica)

Apocalipsis 1-19 plantea la preparación del juicio divino sobre los adversarios del pueblo de Dios. Su contexto es histórico, ecológico y cósmico a fin de proporcionar esperanza para el presente y el futuro. La vida de Dios, manifestada en los/as seguidores de Jesús impondrá su dominio en el mundo y en el universo El lenguaje apocalíptico sirve para simbolizar la manera en que Dios actúa para lograrlo: “Juan ha recogido en el milenio algunos de los rasgos fundamentales de su visión apocalíptica; allí se cumplen muchos elementos de su esperanza, pero faltan algunos que hallaremos en 21,1-22,5: el cielo nuevo y tierra nueva, la Nueva Jerusalén, las bodas, el agua que brota del Trono de Cristo y del Cordero, el árbol de la vida y, sobre todo, la morada de Dios con los humanos”. [1]
Pero existen enormes riesgos al interpretar ese periodo simbólico: “…una visión espiritualista del milenio destruye la recia nervadura social e histórica del Apocalipsis, convirtiendo su palabra en gnosis evasiva, alegoría intimista, separada de la vida. De esa forma, el vigor de la protesta profética se pierde, condenando este mundo a la prepotencia de aquellos que, ahora como siempre, controlan el poder”.[2] La vida de Dios, como parte de ese periodo, se coloca como algo ya actuante en el mundo: “Contra el anti-reino de Bestia y Prostituta, Juan promete e inicia desde ahora el reino de Cristo, los mil años de renovación histórica de la humanidad, sin distinción de varones y mujeres [1.6; 5.10]”.[3]
Primero se cumplen los mil años (20.7a), es decir, se manifiesta parte de la plenitud del Reino de Dios en el mundo mediante la presencia martirial del pueblo de Dios. Inmediatamente después, es desatado Satán e intentará engañar por todas partes (8), tratando también de derrotar a los elegidos rodeando a la ciudad símbolo de la presencia de Dios (9a). No obstante, como claro motivo apocalíptico, el fuego celestial los vencerá (9b), ¡sin ninguna batalla humana!, y el enemigo máximo será arrojado definitivamente a su lugar (10). Y aparece a continuación la revelación plena, el trono de Dios y su presencia (11):

[Dios] Ha realizado su obra, puede presentar su verdad, no sólo en el alto del cielo (Ap 4) sino ante todo el mundo. Por eso, el mundo viejo (cielo y tierra) desaparece, no por destrucción sino por elevación. Antes que llegue el cielo nuevo y tierra nueva (cf. 21,1), debe realizarse el juicio de Dios sobre todo lo que existe. No hay escena de terror, no hay destrucción sanguinaria ni venganza. Dios aparece abiertamente divino para todos los humanos: ése es el juicio.[4]

Y al lado de Dios, todos los muertos, “humildes y poderosos”, a la espera del juicio (12a), ciertamente, pero formando parte de la vida divina, pero no la falsa trinidad (el dragón y las bestias). “Esta resurrección constituye el centro de la fe israelita: los antes dominados por la muerte vienen ante Dios, de todos los lugares donde ella había dominado (del hades, del mar, de la misma corrupción), para ponerse ante el principio de la vida”.[5] Se abren los libros y todos los humanos son juzgados conforme a sus obras (12b-13). Se abre también el misterioso Libro de la Vida: “Así, al final del Apocalipsis queda establecida la verdad moral de lo divino. Pero el libro de la Vida del Cordero supera ese nivel de juicio: es don de gracia. Los infinitos libros del juicio no logran dar vida. Al final de los caminos de Dios no está la ‘balanza’ que mide el peso de las obras, la suma del tiene y/o debe en el libro de cuentas, sino la experiencia de gratuidad de la oración de Jesús”.[6]
Inmediatamente, la propia muerte y el abismo sean arrojados (14) con quienes no aparecen en el Libro de la Vida (15), los que no se dejan salvar por Cristo y, esa muerte, es la definitiva, la segunda muerte, la que puede únicamente puede otorgar el Dios de la vida. La “muerte primera” la “administran” los seres humanos, la “muerte segunda”, única (y paradójicamente) Dios como parte de su proyecto de vida.

Condena y salvación se expresan, pues, de un modo cristológico. Se condena para Cristo sólo aquel que no se deja inscribir en el Libro de su Vida. Han perdido su sentido (han acabado en nada) las acciones de soberbia y de violencia humana (obras de la Bestia y Prostituta). La verdad y la vida se expresan, por fin y para siempre, en el Libro de la Vida. No dice Juan si son muchos quienes se condenan, aunque indica de forma sobria que la salvación está abierta para todos los inscritos en el libro del Cordero. Sólo se condena quien no quiere ser escrito en ese Libro, quedando así en el lago del fuego, que es la destrucción definitiva.[7]

O en palabras de Dylan Thomas:

Y la muerte no impondrá su reino.
Quienes yacen tendidos
Bajo interminables pálpitos del mar
No morirán palpitando de terror:
Retorciéndose en el potro en tanto el músculo se afloja
Y abiertos en canal, su esqueleto ha de resistir;
La fe gemirá en sus manos al partirse en dos
Y demonios unicornes los penetrarán,
Pero aun así, hendidos de principio a fin, no van a crujir
Y la muerte no impondrá su reino.
[8]

Es así como se abren las puertas para la plenitud del cielo nuevo, de la tierra nueva y de las Bodas del Cordero (caps. 21-22).


Preguntas para la reflexión

·    ¿La vida de Dios es visible en cada una de nuestras acciones?
·    ¿Qué signos de la vida de Dios vemos a nuestro derredor?
·    ¿Cómo nos sumamos cotidianamente a ellos?



[1] X. Pikaza, Apocalipsis. Estella, Verbo Divino, 1997, p. 230.
[2] Ibid., 231.
[3] Ibid., p. 232.
[4] Ibid., p. 236.
[5] Ibid., p. 237. Énfasis original.
[6] Ibid., p. 238.
[7] Idem.
[8] D. Thomas, “Y la muerte no impondrá su reino”, en Marco Antonio Montes de Oca, El surco y la brasa. Traductores mexicanos. México, Fondo de Cultura Econónica, 1974, p. 336.

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