ÓYEME PORQUE TE INVOCO
Ernesto Cardenal
Salmos.
México-Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1969.
He Qi, El hijo pródigo (1996)
Ó
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yeme porque te invoco Dios de mi inocencia
Tú me libertarás del campo de concentración
¿Hasta cuándo los líderes seréis insensatos?
¿Hasta cuándo dejaréis de hablar con slogans
y de decir pura propaganda?
Son muchos los que dicen:
¿quién nos librará de sus armas atómicas?
Haz brillar Señor tu faz serena
sobre las Bombas
Tú le diste a mi corazón una alegría
mayor que la del vino que beben en sus fiestas
Apenas me acuesto estoy dormido
y no tengo pesadillas ni insomnio
y no veo los espectros de mis víctimas
No necesito Nembutales
porque tú Señor me das seguridad
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JONÁS, UN REBELDE CON CAUSA (II)
Lidia Rodríguez Fernández
Lupa Protestante, 7 de octubre de 2011
He aquí la primera sorpresa del libro: ¡el profeta Jonás, con un
fuerte sentimiento nacionalista, ha sido encomendado por Dios a la capital del
imperio enemigo y odiado! Y primer elemento humorístico de esta historia: el
nombre de Jonás significa “paloma”, enviada al halcón asirio, ave que
representaba al dios principal del panteón asirio, Asur. Es como si Dios
estuviera enviando una paloma mensajera a un gavilán para invitarle a hacerse
vegetariano…
Como vemos en el texto bíblico, las palabras de Dios
exigen una respuesta inmediata del profeta. Pero, sorprendentemente, Jonás “se
levanta”, no para ir a Nínive, sino que se embarca en el puerto de Jafa en
dirección opuesta en unas naves de ultramar que se dirigen a Tarsis, a unos 3 500
kilómetros de distancia. Esta Tarsis podría encontrarse en las costas de
Cerdeña, de Túnez o de España, si es correcta la identidad de Tartesos (la
actual Cadiz), pero estos detalles poco importan. En la época en que se escribió
el libro de Jonás, Tarsis simbolizaba el fin del mundo, un lugar al que ni
siquiera podía llegar la palabra de Dios, como leemos en Is 66:19: “…a Tarsis,
a Fut y a Lud que disparan arco, a Tubal y a Javán, a las costas lejanas que no
han oído de mí ni han visto mi gloria…”.
Y es que los pueblos antiguos creían que los dioses
estaban sujetos y limitados a un territorio, y que sólo protegían –y en su caso
vigilaban– al pueblo que vivía en él. Por eso, cuando un imperio invadía una
nación, una de las primeras cosas que hacía era informarse de quiénes eran sus
dioses, para congraciarse con ellos mediante ofrendas, edificando templos y
manteniendo su culto. ¿Quizá era eso lo que pensaba también el protagonista de
nuestra historia?
Antes que Jonás, otros profetas habían tenido dudas,
incluso temor a la hora de cumplir con su misión, pero ninguno había hecho
justo lo contrario de lo que pedía el llamado de Dios. Jonás rechaza la misión
encomendada; desobedece y se marcha a un lugar donde cree que Dios no podrá disponer
más de él.
Abandona su amada tierra, pero no se nos dice por qué,
aunque después de lo que hemos dicho podemos sospechar que Jonás no tenía
demasiadas ganas de ir a Nínive. Algo perfectamente comprensible. Parafraseando
el título de una famosísima película protagonizada por el malogrado James Dean,
podríamos decir que Jonás era “un rebelde con causa”. O más bien deberíamos
decir que Jonás era un rebelde con muy buenos argumentos. Llamado a predicar a
la capital de su mayor enemigo, da la sensación de que Dios había puesto al
límite la vocación del profeta, haciéndole marchar al último lugar del mundo
donde quisiera estar. Pero, ¿huye porque tenía miedo de caer en manos enemigas
y morir lejos de Jerusalén, o había otras razones? El libro no nos revelará los
motivos que ha tenido Jonás para tomar esa decisión hasta el capítulo 4.
Ahora bien, Jonás no es la única persona que se sintió
obligada a estar donde no quería. Es posible que en algunos momentos de nuestra
vida también nos veamos llamados a estar en el último lugar que habríamos
elegido, y ahí es donde la tentación de la huída se hace más poderosa. Por
experiencia sabemos que servir a Dios no nos garantiza una vida cómoda ni
fácil, sino más bien una vida en la que muchas veces deberemos arremangarnos y
enfangarnos, así que decidimos huir de quien nos ha llamado a su servicio. Pero
si algo nos enseña la historia de Jonás, es que no podemos huir de la presencia
del Señor. Como bien recuerda el salmo 139, Dios no está sujeto a nada ni a
nadie; supera todas las fronteras físicas y se hace presente en toda Su
creación.
Aunque quizá creemos huir de Dios, en realidad estamos
huyendo de nosotros mismos: ¿Quién no tiene miedos o inseguridades antes los
desafíos de la vida? ¿Cuántas veces no hemos preferido huir a enfrentarnos con
nuestros propios demonios interiores? ¿En cuántas ocasiones nos han faltado las
fuerzas o el coraje para seguir adelante? ¿Acaso no resulta difícil reconocer
nuestras limitaciones, nuestras incoherencias o incapacidades? ¿O es que no
queremos cambiar lo que sabemos que debemos cambiar?
Sea como fuere, y como el propio Jonás tendrá que
aprender, la única forma de vencer esos temores que tantas veces nos paralizan
es preguntar a Dios “Heme aquí; ¿para qué me has llamado?” (1 Sam 3:8). Pero
nuestro profeta todavía no se ha dado cuenta de esto…
Dios alcanza a
Jonás (Jonás 1:4-16)
Ahora nos encontramos con un barco amenazado por “la tormenta
perfecta”, y a Jonás durmiendo plácidamente en la bodega, algo impropio y
sorprendente en un judío que temía al mar –¡la palabra “mar” aparece once
veces!–. Pero, al parecer, Jonás teme más cumplir con su misión que morir
ahogado. Irónicamente, los marineros del barco que eran paganos son mucho más
religiosos que el mismo profeta. Al estallar la tormenta, cada uno invoca a su
dios para suplicar su ayuda en medio del peligro –se trata de un gran barco que
cruza el Mediterráneo, con una tripulación de diversa extracción étnica–. El
mismo jefe de la tripulación despierta al profeta para que también él acuda a
su dios y nadie muera. Desesperados, echan suertes para saber por culpa de
quién les está sobreviniendo tal desgracia; cuando Jonás confiesa, se
horrorizan ante el pecado cometido por el profeta y reconocen la soberanía de
Yahvé. Pero, aun así, se resisten a sacrificar una vida humana; aunque Jonás
les pide que le arrojen al mar, éstos no quieren que muera, al contrario, se
ponen a remar con más brío. Pero todo es inútil.
Jonás, por su parte, se ha presentado orgulloso como
hebreo (v. 9) para que no le confundan con uno de esos paganos –¡faltaría
más!–; confiesa la soberanía de Yahvé sobre todo lo creado y reconoce que está
actuando en la tormenta, incluso en las suertes que han echado aquellos
marineros. Dice temer a Yahvé, y sin embargo le está desobedeciendo sin mostrar
ningún tipo de arrepentimiento ante el peligro de muerte; sus creencias no van
parejas con sus acciones… ¿o sí? ¿No será que sus creencias más profundas, esas
que no se atreve a pronunciar en voz alta, le están guiando en esta aventura? Paradojas
de nuestra historia, Jonás, el orgulloso profeta judío, será el único que se
resiste a obedecer a Dios en todo el libro.
Los paganos resultan más piadosos y obedientes que Jonás,
y desde luego más simpáticos para el lector: piden la ayuda de Dios, reconocen
la mano de Yahvé en los acontecimientos, se horrorizan de la desobediencia de
Jonás y sin embargo, respetan su vida; son solidarios tratando de salvar la
vida aligerando el barco de lastre, mientras que, en hiriente contraste, Jonás
se desentiende y se duerme profundamente. Ironías de esta historia, el pecado
del profeta conduce a la conversión de los paganos, que demuestran una
sensibilidad y una fe mucho mayores que las de Jonás; obstinado como está,
prefiere la muerte antes que cumplir con la misión encomendada.
Al final del capítulo, los marineros terminan
convirtiéndose y hasta ofreciendo sacrificios y votos a Yahvé, como verdaderos
adoradores de Dios. Mientras Jonás se va hundiendo en el mar, aquellos se
salvan dos veces: salvan su vida al amainar la tormenta y al confesar al Dios
de Israel. Como esos paganos, el profeta también necesitará arrepentirse, darse
cuenta de que la voluntad de Dios saldrá adelante, con él o sin él, que es
mejor formar parte de esa voluntad que quedarse al margen y que está recibiendo
esa lección de humildad de unos hombres que han caído rendidos ante Yahvé sin
excusas.
Como a Jonás, a nosotros también nos gusta mostrarnos
orgullosos de nuestra fe, eso sí, con nombres y apellidos. ¡Cuidado con que nos
confundan con esos otros! Cegados por nuestra “ortodoxia” particular, estamos
más preocupados de distinguirnos de los demás que de cumplir con la misión
encomendada. Creemos que defender la pureza de nuestras creencias es un fin en
sí mismo, y nos olvidamos de lo fundamental, para qué hemos sido reconciliados
por Dios y llamados a formar parte de Su pueblo.
También, como Jonás, nos sorprendemos cuando en nuestra
sociedad encontramos ejemplos de mayor entrega, de mayor generosidad de
corazón, incluso de mayor confianza en Dios que quienes formamos la Iglesia de
Jesucristo. Rápidamente despreciamos sus aportaciones acusando a nuestra
sociedad de actuar movida por motivaciones equivocadas, de defender valores
erróneos, de ofrecer falsas esperanzas. Afirmamos con contundencia que el
cristianismo no es un mero humanismo, pero… ¿acaso no debemos arrepentirnos y
pedir perdón a nuestro Dios por las veces que la Iglesia cristiana ni siquiera
ha llegado a la altura moral del tan criticado humanismo?
Como Jonás, necesitamos decidir si vamos a formar parte
de la buena voluntad de Dios para Su creación, o no. En palabras del apóstol
Pablo, debemos decidir si vamos a convertirnos en los “colaboradores de Dios”
que Él está esperando para acercar Su Reino a un mundo necesitado de las buenas
noticias de salvación; porque, por muy sorprendente que nos parezca, Dios ha
decidido compartir la tarea con Sus hijos e hijas, y para ello nos ha dotado de
los dones que necesitaremos para llevar adelante la misión.
Conclusión
El libro de Jonás, lleno de situaciones divertidas e
inesperadas, dosifica su medicina envuelta en azúcar, porque no trata de
cuestiones banales, sino del sentido mismo de la existencia del pueblo de Dios.
En estos versículos del capítulo 1 hemos aprendido dos grandes enseñanzas
acerca de la misión del profeta, y por extensión, de la Iglesia, válidas para
todos los tiempos:
En primer lugar, que resulta inútil y absurdo huir de la
presencia de Dios, porque en realidad huimos de nosotros mismos, de nuestras
dudas, incoherencias y miedos. Sólo hay una manera de exorcizar nuestros
fantasmas, y es preguntar al Padre: “Heme aquí; ¿para qué me has llamado?”. En
segundo lugar, que debemos aprender humildemente de los hombres y de las
mujeres de nuestro tiempo, porque pueden darnos grandes lecciones allí donde la
Iglesia se creía maestra.
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