sábado, 14 de noviembre de 2015

Letra 444, 15 de noviembre de 2015

ÓYEME PORQUE TE INVOCO
Ernesto Cardenal

Salmos. México-Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1969.


He Qi, El hijo pródigo (1996)


Ó
yeme porque te invoco Dios de mi inocencia
Tú me libertarás del campo de concentración

¿Hasta cuándo los líderes seréis insensatos?
¿Hasta cuándo dejaréis de hablar con slogans
y de decir pura propaganda?

Son muchos los que dicen:
                    ¿quién nos librará de sus armas atómicas?
Haz brillar Señor tu faz serena
sobre las Bombas

Tú le diste a mi corazón una alegría
mayor que la del vino que beben en sus fiestas

Apenas me acuesto estoy dormido
y no tengo pesadillas ni insomnio
y no veo los espectros de mis víctimas
No necesito Nembutales
                     porque tú Señor me das seguridad

_________________________

JONÁS, UN REBELDE CON CAUSA (II)
Lidia Rodríguez Fernández
Lupa Protestante, 7 de octubre de 2011

He aquí la primera sorpresa del libro: ¡el profeta Jonás, con un fuerte sentimiento nacionalista, ha sido encomendado por Dios a la capital del imperio enemigo y odiado! Y primer elemento humorístico de esta historia: el nombre de Jonás significa “paloma”, enviada al halcón asirio, ave que representaba al dios principal del panteón asirio, Asur. Es como si Dios estuviera enviando una paloma mensajera a un gavilán para invitarle a hacerse vegetariano…
Como vemos en el texto bíblico, las palabras de Dios exigen una respuesta inmediata del profeta. Pero, sorprendentemente, Jonás “se levanta”, no para ir a Nínive, sino que se embarca en el puerto de Jafa en dirección opuesta en unas naves de ultramar que se dirigen a Tarsis, a unos 3 500 kilómetros de distancia. Esta Tarsis podría encontrarse en las costas de Cerdeña, de Túnez o de España, si es correcta la identidad de Tartesos (la actual Cadiz), pero estos detalles poco importan. En la época en que se escribió el libro de Jonás, Tarsis simbolizaba el fin del mundo, un lugar al que ni siquiera podía llegar la palabra de Dios, como leemos en Is 66:19: “…a Tarsis, a Fut y a Lud que disparan arco, a Tubal y a Javán, a las costas lejanas que no han oído de mí ni han visto mi gloria…”.
Y es que los pueblos antiguos creían que los dioses estaban sujetos y limitados a un territorio, y que sólo protegían –y en su caso vigilaban– al pueblo que vivía en él. Por eso, cuando un imperio invadía una nación, una de las primeras cosas que hacía era informarse de quiénes eran sus dioses, para congraciarse con ellos mediante ofrendas, edificando templos y manteniendo su culto. ¿Quizá era eso lo que pensaba también el protagonista de nuestra historia?
Antes que Jonás, otros profetas habían tenido dudas, incluso temor a la hora de cumplir con su misión, pero ninguno había hecho justo lo contrario de lo que pedía el llamado de Dios. Jonás rechaza la misión encomendada; desobedece y se marcha a un lugar donde cree que Dios no podrá disponer más de él.
Abandona su amada tierra, pero no se nos dice por qué, aunque después de lo que hemos dicho podemos sospechar que Jonás no tenía demasiadas ganas de ir a Nínive. Algo perfectamente comprensible. Parafraseando el título de una famosísima película protagonizada por el malogrado James Dean, podríamos decir que Jonás era “un rebelde con causa”. O más bien deberíamos decir que Jonás era un rebelde con muy buenos argumentos. Llamado a predicar a la capital de su mayor enemigo, da la sensación de que Dios había puesto al límite la vocación del profeta, haciéndole marchar al último lugar del mundo donde quisiera estar. Pero, ¿huye porque tenía miedo de caer en manos enemigas y morir lejos de Jerusalén, o había otras razones? El libro no nos revelará los motivos que ha tenido Jonás para tomar esa decisión hasta el capítulo 4.
Ahora bien, Jonás no es la única persona que se sintió obligada a estar donde no quería. Es posible que en algunos momentos de nuestra vida también nos veamos llamados a estar en el último lugar que habríamos elegido, y ahí es donde la tentación de la huída se hace más poderosa. Por experiencia sabemos que servir a Dios no nos garantiza una vida cómoda ni fácil, sino más bien una vida en la que muchas veces deberemos arremangarnos y enfangarnos, así que decidimos huir de quien nos ha llamado a su servicio. Pero si algo nos enseña la historia de Jonás, es que no podemos huir de la presencia del Señor. Como bien recuerda el salmo 139, Dios no está sujeto a nada ni a nadie; supera todas las fronteras físicas y se hace presente en toda Su creación.
Aunque quizá creemos huir de Dios, en realidad estamos huyendo de nosotros mismos: ¿Quién no tiene miedos o inseguridades antes los desafíos de la vida? ¿Cuántas veces no hemos preferido huir a enfrentarnos con nuestros propios demonios interiores? ¿En cuántas ocasiones nos han faltado las fuerzas o el coraje para seguir adelante? ¿Acaso no resulta difícil reconocer nuestras limitaciones, nuestras incoherencias o incapacidades? ¿O es que no queremos cambiar lo que sabemos que debemos cambiar?
Sea como fuere, y como el propio Jonás tendrá que aprender, la única forma de vencer esos temores que tantas veces nos paralizan es preguntar a Dios “Heme aquí; ¿para qué me has llamado?” (1 Sam 3:8). Pero nuestro profeta todavía no se ha dado cuenta de esto…

Dios alcanza a Jonás (Jonás 1:4-16)
Ahora nos encontramos con un barco amenazado por “la tormenta perfecta”, y a Jonás durmiendo plácidamente en la bodega, algo impropio y sorprendente en un judío que temía al mar –¡la palabra “mar” aparece once veces!–. Pero, al parecer, Jonás teme más cumplir con su misión que morir ahogado. Irónicamente, los marineros del barco que eran paganos son mucho más religiosos que el mismo profeta. Al estallar la tormenta, cada uno invoca a su dios para suplicar su ayuda en medio del peligro –se trata de un gran barco que cruza el Mediterráneo, con una tripulación de diversa extracción étnica–. El mismo jefe de la tripulación despierta al profeta para que también él acuda a su dios y nadie muera. Desesperados, echan suertes para saber por culpa de quién les está sobreviniendo tal desgracia; cuando Jonás confiesa, se horrorizan ante el pecado cometido por el profeta y reconocen la soberanía de Yahvé. Pero, aun así, se resisten a sacrificar una vida humana; aunque Jonás les pide que le arrojen al mar, éstos no quieren que muera, al contrario, se ponen a remar con más brío. Pero todo es inútil.
Jonás, por su parte, se ha presentado orgulloso como hebreo (v. 9) para que no le confundan con uno de esos paganos –¡faltaría más!–; confiesa la soberanía de Yahvé sobre todo lo creado y reconoce que está actuando en la tormenta, incluso en las suertes que han echado aquellos marineros. Dice temer a Yahvé, y sin embargo le está desobedeciendo sin mostrar ningún tipo de arrepentimiento ante el peligro de muerte; sus creencias no van parejas con sus acciones… ¿o sí? ¿No será que sus creencias más profundas, esas que no se atreve a pronunciar en voz alta, le están guiando en esta aventura? Paradojas de nuestra historia, Jonás, el orgulloso profeta judío, será el único que se resiste a obedecer a Dios en todo el libro.
Los paganos resultan más piadosos y obedientes que Jonás, y desde luego más simpáticos para el lector: piden la ayuda de Dios, reconocen la mano de Yahvé en los acontecimientos, se horrorizan de la desobediencia de Jonás y sin embargo, respetan su vida; son solidarios tratando de salvar la vida aligerando el barco de lastre, mientras que, en hiriente contraste, Jonás se desentiende y se duerme profundamente. Ironías de esta historia, el pecado del profeta conduce a la conversión de los paganos, que demuestran una sensibilidad y una fe mucho mayores que las de Jonás; obstinado como está, prefiere la muerte antes que cumplir con la misión encomendada.
Al final del capítulo, los marineros terminan convirtiéndose y hasta ofreciendo sacrificios y votos a Yahvé, como verdaderos adoradores de Dios. Mientras Jonás se va hundiendo en el mar, aquellos se salvan dos veces: salvan su vida al amainar la tormenta y al confesar al Dios de Israel. Como esos paganos, el profeta también necesitará arrepentirse, darse cuenta de que la voluntad de Dios saldrá adelante, con él o sin él, que es mejor formar parte de esa voluntad que quedarse al margen y que está recibiendo esa lección de humildad de unos hombres que han caído rendidos ante Yahvé sin excusas.
Como a Jonás, a nosotros también nos gusta mostrarnos orgullosos de nuestra fe, eso sí, con nombres y apellidos. ¡Cuidado con que nos confundan con esos otros! Cegados por nuestra “ortodoxia” particular, estamos más preocupados de distinguirnos de los demás que de cumplir con la misión encomendada. Creemos que defender la pureza de nuestras creencias es un fin en sí mismo, y nos olvidamos de lo fundamental, para qué hemos sido reconciliados por Dios y llamados a formar parte de Su pueblo.
También, como Jonás, nos sorprendemos cuando en nuestra sociedad encontramos ejemplos de mayor entrega, de mayor generosidad de corazón, incluso de mayor confianza en Dios que quienes formamos la Iglesia de Jesucristo. Rápidamente despreciamos sus aportaciones acusando a nuestra sociedad de actuar movida por motivaciones equivocadas, de defender valores erróneos, de ofrecer falsas esperanzas. Afirmamos con contundencia que el cristianismo no es un mero humanismo, pero… ¿acaso no debemos arrepentirnos y pedir perdón a nuestro Dios por las veces que la Iglesia cristiana ni siquiera ha llegado a la altura moral del tan criticado humanismo?
Como Jonás, necesitamos decidir si vamos a formar parte de la buena voluntad de Dios para Su creación, o no. En palabras del apóstol Pablo, debemos decidir si vamos a convertirnos en los “colaboradores de Dios” que Él está esperando para acercar Su Reino a un mundo necesitado de las buenas noticias de salvación; porque, por muy sorprendente que nos parezca, Dios ha decidido compartir la tarea con Sus hijos e hijas, y para ello nos ha dotado de los dones que necesitaremos para llevar adelante la misión.

Conclusión
El libro de Jonás, lleno de situaciones divertidas e inesperadas, dosifica su medicina envuelta en azúcar, porque no trata de cuestiones banales, sino del sentido mismo de la existencia del pueblo de Dios. En estos versículos del capítulo 1 hemos aprendido dos grandes enseñanzas acerca de la misión del profeta, y por extensión, de la Iglesia, válidas para todos los tiempos:
En primer lugar, que resulta inútil y absurdo huir de la presencia de Dios, porque en realidad huimos de nosotros mismos, de nuestras dudas, incoherencias y miedos. Sólo hay una manera de exorcizar nuestros fantasmas, y es preguntar al Padre: “Heme aquí; ¿para qué me has llamado?”. En segundo lugar, que debemos aprender humildemente de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo, porque pueden darnos grandes lecciones allí donde la Iglesia se creía maestra.

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