15 de noviembre, 2015
Pero no, Cristo ha resucitado venciendo la
muerte y su victoria es anticipo de la de aquellos que han muerto. Pues si por
un hombre vino la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los
muertos.
I Corintios 15.20-21, La
Palabra (Hispanoamérica)
Indudablemente I Corintios es el gran tratado neo-testamentario sobre la
resurrección de Cristo y de los suyos/as. No obstante, semejante planteamiento
doctrinal e ideológico obedeció también a una circunstancia y a un contexto
propios que llega hasta nosotros para situar la respuesta que el apóstol Pablo
dio a las enormes dudas sobre la fe en la resurrección. Lo que se negaba no era
la resurrección de Jesús (15.1, 11, 13-16) sino la de sus seguidores. La reconstrucción
del trasfondo del debate es muy útil para acercarse, así sea ligeramente, al
ambiente complejo que propició la escritura de este capítulo. El apóstol tuvo
que enfrentar en Corinto a algunos “maestros” que negaban la realidad de la resurrección
para los creyentes (v. 12). Estamos ante una fuerte confrontación doctrinal
ideológica y existencial, puesto que es creencia resultaba fundamental para la
comunidad de ese lugar, por lo que es abordada como un auténtico problema
pastoral.
Según Irene Foulkes, aquellas personas no buscaban una “aclaración
sino más bien trataban de poner en ridículo la idea misma de una resurrección
de quienes han muerto. En lugar de una esperanza futura, parece que enseñaban
que los cristianos deben experimentar en el presente una especie de vida
exaltada: ‘reinan’ ya (4.8); se precian de [ser] ‘entendidos’ (8.1), de ‘espirituales’
dotados de carismas espectaculares (12.1-31,14.1-40)”,[1]
pero en realidad buscaban justificar posturas éticas divididas: algunos optaban
por el libertinaje (5.1; 6.12-20), y otros profesaban el ascetismo (7.1, 7.28).
Pablo tomó en cuenta estas posturas, pero para argumentar en su contra (15.32b).
Polemiza con ellos sobre la incongruencia de la línea que han adoptado, aceptar
la resurrección de Cristo y, al mismo tiempo, negar la posibilidad de una
resurrección futura de los cristianos (15.13-34).[2]
Luego del gran resumen de lo que Pablo había recibido como parte de la
tradición apostólica (1-7) y de su testimonio de encuentro con Jesucristo (8-11),
inmediatamente aborda el problema en cuestión: “si Cristo no ha resucitado,
tanto nuestro anuncio como la fe que ustedes tienen carecen de sentido” (14). Y
agrega: “Es más, resulta que somos testigos falsos de Dios, por cuanto hemos
dado testimonio contra él al afirmar que ha resucitado a Cristo, cosa que no es
verdad si se da por supuesto que los muertos no resucitan” (15). La relación
dinámica entre una y otra resurrecciones es la base de las afirmaciones
paulinas, pues sin resurrección no hay salvación. El principio de Adán,
aplicado en el sentido de la muerte, en Cristo se aplica para la vida de los/as
creyentes (22). El orden del primer resucitado, en un ámbito trascendental, se
seguirá con el impacto de la vida para todos los demás (23). Todas las “potencias
enemigas” serán aniquiladas, a fin de que el reino de Jesús se convierta en el
del Padre (24). En ese sentido, hay una estrecha relación entre la vida de Dios
aplicada a los suyos y la manifestación plena de su Reino. Así se vincula el gran
logro de la vida plena y eterna con el triunfo absoluto del poder divino (25).
El “último enemigo”, queda claro, es la muerte, el último en ser
destruido (26), porque nada puede quedar fuera del sometimiento a Cristo (27), “para
que Dios sea soberano de todo” (28b), incluso de la potestad de lo mortífero,
el espacio de la anti-vida. “El hecho de que los corintios practicaban el
bautismo por los muertos (29) implica que creían en algún tipo de sobrevivencia de las personas aun
cuando no fuera corpórea”.[3]
Las diversas opiniones producían posturas mezcladas, por lo que Pablo tiene que
sintetizar irónicamente una de las más extendidas, el epicureísmo latente, cuya
máxima es referida en esos términos:: “Si los muertos no resucitan, ¡comamos y bebamos, que mañana moriremos!”
(32b).
A continuación, el apóstol procede a responder las preguntas más
acuciantes: “¿y cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo lo harán?” (35) y
retoma la metáfora sobre la semilla que muere para hacerlo (36-38), además de
extenderse en consideraciones sobre lo que Foulkes resume muy bien como “vida
hoy para los cuerpos que resucitarán mañana” (39-41) y que “Pablo proclama que nuestro
cuerpo está involucrado en nuestra salvación”,[4] a diferencia de
algunas tendencia actuales que quieren pasar por muy “cristianas” y desprecian
radicalmente el cuerpo, mediante una nueva forma de dualismo. La fórmula paulina
es impecable: “…se siembra algo corruptible, resucita incorruptible; se siembra
una cosa despreciable, resucita resplandeciente de gloria; se siembra algo
endeble, resucita pleno de vigor; se siembra, en fin, un cuerpo animal,
resucita un cuerpo espiritual” (42b-44a), con sus referencias a Adán y su
proyección en el tiempo posterior (45-49). Lo material requiere ser
transformado para poder heredar el Reino de Dios en nuevas estructuras ontológicas,
existenciales y espirituales: “…lo que es sólo carne y sangre no puede heredar
el reino de Dios; que lo corruptible no heredará lo incorruptible” (50).
La grandeza de la vida de Dios transferida por Jesucristo a su pueblo
brilla aquí en toda su intensidad (51-52) a fin de lograr que “este ser
corruptible se revista de incorruptibilidad y que esta vida mortal se revista
de inmortalidad”. Cuando eso suceda, se habrá traspuesto la “barrera metafísica”
que hoy obstaculiza todavía la realización plena de la vida (53). De ahí el recuerdo
profético (Is 25.8: “La muerte ha sido devorada por la victoria”; 54b) y el cántico
por la victoria (55) obtenida por medio del Señor Jesucristo (57), a pesar de
los esfuerzos del pecado y la ley (56). La exhortación final, como siempre, es
a mantenerse firmes y constantes, colaborando en la tarea cristiana (58), dado
que ésta nunca será en vano.
Pero, lamentablemente, seguimos rodeados por las fuerzas de la muerte y
es necesario asumir una postura de fe que sin ser ingenua o temerosa, afirme la
actuación divina en nuestra vida presente. Las palabras de Foulkes resultan muy
pertinentes:
¿Dónde operan las fuerzas de la muerte en nuestro
entorno? ¿Cómo debemos vivir y qué debemos hacer para resistirlas en nombre de Jesucristo,
quien se opuso a ellas hasta la muerte? Los personajes y las circunstancias que
colaboraron para tramar la muerte de Jesús demuestran que las potencias
mortíferas operan solapadamente a través de instituciones humanas legítimas,
como la religión, el gobierno, la economía. Esto debe abrirnos los ojos a la
probabilidad de encontrar que hoy también algunos fuerzas anti-vida operan en
cada una de estas esferas dentro de nuestra propia sociedad. Sus frutos
nefastos las delatan: hambre, miseria, insalubridad, intimidación psicológica,
agresión contra la dignidad de las personas. Si la esperanza de la resurrección
futura hace que nos despreocupemos por estas realidades, nuestra fe se ha tergiversado,
y este artículo del credo cristiano —que debe abrir pasos de vida— se habrá
convertido en afirmación de la muerte. […]
La resurrección de
los muertos exige que pensemos en el cuerpo. Los cuerpos humanos son
vulnerables, y si una persona o un grupo dominante quiere someter a otras personas
lo puede hacer valiéndose de acciones que ponen en peligro sus cuerpos. […] Nuestra
comprensión de la cruz y la resurrección nos debe llevara tomar acciones que
afirman la vida en medio de la vulnerabilidad y la mortalidad de los cuerpos.[5]
Ella misma cita a Julia Esquivel:
No tengo miedo a la muerte
Ya no tengo miedo
a la muerte,
conozco muy bien
su corredor oscuro
y frío
que conduce a la
vida.
Tengo miedo de esa
vida
que no surge de la
muerte,
que acalambra las
manos
y entorpece
nuestra marcha.
Tengo miedo de mi
miedo,
y aún más del
miedo de los otros,
que no saben a
dónde van
y se siguen
aferrando
a algo que creen
que es la vida
y nosotros sabemos
que es la muerte!
Vivo cada día para
matar la muerte,
muero cada día
para parir la vida,
y en está muerte
de la muerte,
muero mil veces
y resucito otras
tantas,
desde el amor que
alimenta
de mi Pueblo,
la esperanza![6]
[1] I. Foulkes, Problemas pastorales en Corinto. Comentario exegético-pastoral a 1 Corintios.
San José, Departamento Ecuménico de Investigaciones, 1996, pp. 385-386.
[2] Ibid.,
p.
386.
[3] Ibid.,
pp.
394-395.
[4] Ibid.,
p.
403.
[5] Ibid.,
pp.
403, 404.
[6] Julia Esquivel, El Padrenuestro desde
Guatemala y otros poemas. San José, DEI, 1981, p. 41.
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