NADA SE PERDERÁ
Karl Barth
Instantes.
Santander, Sal Terrae, 2005, p. 136.
He Qi, Martha y María
Todos hemos
de comparecer ante el tribunal de Cristo.
II Corintios 5.10
E
|
l castigo de los “de fuera” me
interesa mucho menos que el mío, el que me aguarda a mí. Y éste consistirá,
seguramente, en que entonces quedará patente el contraste: por un lado, la
realidad de la salvación y la vida; por otro, el poco uso que de ella hemos
hecho, lo vergonzosamente exigua que ha sido nuestra gratitud. A este respecto,
siempre resulta de lo más saludable pensar primeramente en uno mismo, y desde
ahí juzgar la trascendencia de que a esta humanidad y cristiandad absolutamente
ingrata se le regale la compasión de Dios: ¡el gran «pese a todo» de Dios! Pues
éste será el juicio: el «pese a todo» del Dios misericordioso. Ahí estaremos
nosotros con nuestro océano de ingratitud, y Dios dirá: “¡Yo te he amado!”. Y
todos tendremos que avergonzarnos entonces. Esta pena será verdaderamente eterna:
tener que avergonzarnos así; pero avergonzarnos ante la sobreabundancia de la
gracia de Dios.
Esto significa que a nosotros
los primeros, a nosotros y a los ateos y a todos, se nos abrirán los ojos para
ver cuántos motivos tenemos para estar agradecidos. La contemplación de la
compasión de Dios será nuestra tarea absolutamente inacabable por los siglos de
los siglos. Todavía no he mirado detrás del velo, pero no puedo dejar de pensar
que allí estará todo lo que una vez fue —incluso la historia de la teología, que
quizá sea uno de los rincones más tenebrosos que tengan que iluminarse, e
incluso la historia natural, con todos esos bosques hundidos y todos esos
animales que vivieron en otro tiempo—. Nada se perderá, absolutamente nada.
______________________________
JOHANNES BRAHMS, EXEGETA DE LA ESPERANZA (fragmentos)
Sergio Cárdenas (www.sergiocardenas.net)
Estaciones en la música. México, Conaculta, 1999, pp. 84-91.
A Elvira Gascón
[…]
Es precisamente esta “incompatibilidad” la que distingue a Un réquiem alemán (Ein deutsches Requiem), de
Brahms, de todos los otros réquiem de la literatura musical, excepción hecha de
las Exequias musicales, de Heinrich
Schütz (1585-1672), su antecesor directo. La distinción es, en lo fundamental,
de origen teológico: para los luteranos Schütz, Bach y Brahms, la muerte no
equivalía a enfrentar el horror del juicio final sino a la convicción de la
resurrección cristiana que lleva a la paradisiaca vida eterna. Así, el
cristianismo luterano o protestante, no sólo no le teme a la muerte sino que la
entiende como el último peldaño de la escalera que lleva a la vida eterna. La
“incompatibilidad” entre Brahms y su coro existía también en la concepción de
la felicidad en el tiempo: los coristas vieneses preferían el momento inmediato
de la felicidad; Brahms propone la felicidad del futuro a partir de la del
presente. […]
Por cierto que esta selección denota un profundo
conocimiento de las Sagradas Escrituras, que Brahms leyó devotamente a lo largo
de su vida. Es interesante observar que, además de la Biblia, las lecturas
brahmsianas se integraban con obras de Goethe, Schiller, Lessing, Lichtenberg,
Cervantes, Boccaccio, Shakespeare, Tieck, Byron y Keller […]
Percibo en Brahms al teísta no confesional ni, mucho
menos, litúrgico. La conformación del libretto
del Réquiem alemán refleja una
postura, una personalísima convicción, no una concesión confesional ni la
asunción de posturas definidas por otros, lo que, además, constituye un acto
individualista, tan característico del romanticismo. El pensamiento teológico
de Brahms trasciende el tiempo lineal que impondría una rigurosa secuencia
cronológica del pensamiento bíblico, con lo que, de paso, nos muestra la unidad
del pensamiento bíblico: ora se expresa a través del salmista, ora a través de
las epístolas apostólicas; ora lo hace a través de un profeta mayor (Isaías),
ora contextos del Evangelio. Sólo le faltó incluir el protoevangelio del
Génesis para cerrar el círculo cuando toma la voz del apóstol san Juan de las
visiones apocalípticas.
En todos los textos encontramos una constante: la
contagiante fe (“La fe es garantía de lo que se espera, la prueba de las
realidades que no se ven”, leemos en la epístola paulina a los Hebreos) en la
resurrección que nos lleva de regreso a una vida eterna, sin corrupción y sin
sufrimiento, en la ciudad del futuro que es la morada divina. Es sobre esa fe
sobre la que ha descansado siempre la esperanza cristiana.
Así, Un réquiem
alemán es más una visión de la beatífica vida eterna que un recordatorio
del juicio final, tan exaltado en los demás réquiem por el énfasis que otorgan
al Diesi rae, el día de la ira. El Dios que nos presenta Brahms no es el del
oráculo amenazante y terrorista ni el ajustador de cuentas. Es un Dios del
consuelo y del regocijo, un Dios que brinda amor y genera esperanza, un Dios
creador de la vida para quien la muerte no es cesación de la vida sino un
sueño, del que los redimidos despiertan transformados para gozar de la vida
eterna en las amorosas moradas de Yahvéh. […]
En Un réquiem
alemán Dios es el gran estratega de la victoriosa vida eterna, estrategia
que es resultado de su amor al mundo, como lo sintetiza el evangelista san
Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su hijo único para que todo el
que crea en él, no parezca, sino que tenga vida eterna” (san Juan 3:16).
El primer coqueteo brahmsiano con la idea de escribir un
réquiem data de 1856, cuando contaba apenas veintitrés años de edad. En ese año
había muerto su admirado descubridor, promotor y benefactor, el compositor
alemán Robert Schumann (1810-1856) […]
Además de la enjundia teológica a la que me he referido, Un réquiem alemán es, de igual manera,
de una contundente enjundia musical. Es una obra madura y profunda, a pesar de
haber sido terminada cuando el compositor contaba apenas con treinta y cinco de
los sesenta y cuatro años que vivió. Las fuerzas musicales que se requieren
para su ejecución son: dos solistas vocales (soprano y barítono), coro y
orquesta (esta última de diferentes dimensiones, según lo vaya demandando la
exégesis musical del texto bíblico). La obra es una verdadera tour de force para el coro, aunque
también altamente gratificante. Se requiere de un grupo que doble en número de
integrantes a los que conformen la orquesta, pero manteniendo la transparencia
sonora, la versatilidad vocal, la precisión en la afinación e, idealmente, el involucramiento
en lo que se canta.
La escritura orquestal, por su parte, es de igual manera
exigente, explotando a sus anchas las sonoridades características del
romanticismo brahmsiano, en un contexto que demanda flexibilidad para cambiar
constantemente del papel protagónico (es decir, de ser el texto tras el texto)
al complementario; para dialogar con las voces, transformándose en hermeneuta
al enfatizar o subrayar las distintas dinámicas de la fe contenidas en el libretto bíblico. De los solistas
vocales se espera, sobre todo, una honestidad musical y espiritual en lo que
tienen que decir y no limitarse a entonar las notas musicales asignadas. Sus
intervenciones son cortas, relativamente (la del barítono es la más larga), y
con pocas exigencias vocales extremas.
Brahms ha dividido su réquiem en siete partes. La
estructura descansa en una balanceada simetría musical, con las
correspondientes concomitancias del texto. Si el punto de partida (núm. 1,
“Benditos son lo que lloran”) está escrito en Fa-mayor, el punto del destino
(núm. 7, “Benditos son los que mueren en el Señor de ahora en adelante”),
también está en Fa-mayor y recoge, en su última sección, las principales ideas
musicales del núm. 1. La marcha fúnebre (en realidad, es una zarabanda carga de
dramatismo) que abre la parte núm. 2 (“Pues toda carne cual hierba es…”) en
Si-bemol-menor, desemboca, tras un paréntesis en Sol-bemol-mayor (“Tened, pues,
paciencia”), es decir, en la región tonal napolitana con relación al punto de
partida, en un hímnico Si-bemol-mayor (“Los redimidos del Señor volverán…”). Un
camino similar se recorre en la parte núm. 6, que inicia con sombríos pasos
marciales que rastrean, en Do-menor, la ciudad del futuro (“Ciudad permanente
no tenemos aquí”), para, tras breve intervención profética del barítono (“Ved,
os revelo un misterio “), convertirse en una especie de danza macabra (siempre
en Do-menor), que, a su vez, nos lleva a una fuga majestuosa, de claro perfil
hímnico-cósmico, en Do-mayor (“Dios, eres digno de recibir honor”). La función
tonal de estas dos partes (2 y 6), es la de subdominante y dominante,
respectivamente.
La parte núm. 3 (“Dios, hazme saber que mi vida tiene un
fin”) inicia con una conmovedora plegaria del barítono, en Re-menor (región
tonal de relativa menor de Fa-mayor), que nos llevará a una ferviente fuga en
Re-mayor (“Las almas de los justos están en manos del Señor”), con la que
concluye esa sección. La parte núm. 5 (“Tenéis tristeza, pero yo os
consolaré”), en Sol-mayor (supertónica de Fa-mayor), cautiva con su angelical
solo de soprano, que traza una tersa línea melódica sobre un “tapete” coral-orquestal
en el que el coro participa en el más puro estilo de las tragedias griegas […].
El corazón de Un
réquiem alemán lo constituye la parte núm. 4 (“Cuán amables son tus
moradas…”), escrita en la tonalidad de Mi-bemol-mayor que, en el contexto de
Fa-mayor, pertenece a “otro mundo” armónico: Las moradas divinas son ese otro
mundo al que se hace referencia.
Encuentro en Un
réquiem alemán una propuesta contraria a la tradicional dramatización de la
intercesión en favor de las almas de quienes han dejado esta vida, pero
partidaria del enfrentamiento y discusión con la muerte, una discusión en la
que la trompeta no recibe el encargo de anunciar el juicio final, sino de
anunciar la redención última del hombre (recordamos aquí, análogamente, el uso
que Beethoven (1770-1827) hace de la célebre señal de la trompeta en su ópera Fidelio), una redención fundada en la
gracia divina que confirma la convicción de la inmortalidad del espíritu y de
la victoria sobre la cesación de la existencia en el tiempo y en el espacio (en
su “Ensayo sobre la historia”, Bertrand Russell escribe: “sólo lo muerto existe
plenamente”).
En su discurrir, Brahms evalúa el tránsito del creyente
por esta vida hacia la otra vida (“el origen de la religión está en la
dicotomía del hombre entre su apariencia real y presente, y su esencia irreal
no-presente”, escribe el filósofo Ernst Bloch) y lo presenta con una
plasticidad y pictoricidad, hasta ahora inigualadas, en la musicalización de
los textos bíblicos. Estos textos son ora suaves, ora duros; líricos y épicos,
estáticos y dinámicos, proféticos y corroborantes, sencillos y profundos,
presentes y escatológicos. Brahms escribe una música gestual que sugiere una
íntima correspondencia con la palabra y que cuando ésta ya no da para más, la
complementa extendiendo su sentido.
En el siglo XIII, el teólogo católico Tomás de Aquino
escribió lo siguiente: “El hombre no tiene un fin último natural ni un fin
último sobrenatural; él tiene sólo un único fin último: el futuro prometido por
Dios”. Otro teólogo, Paul Tillich, siete siglos más tarde agrega: “La esperanza
es la voz del ser esencial del hombre”. Me parece que el poderoso réquiem
brahmsiano sobrepasa, con mucho, las reflexiones de Tomás de Aquino y de
Tillich, pues dispone del recurso de la comunicación musical, que va más allá
de la comunicación verbal. […]. Los ojos del alma brahmsiana han oído la
esencia de la esperanza y nos la presenta con una argumentación
teológico-musical plausible y seductora, compartiente e inducente, rebosante de
aliento y convicción. En Un réquiem
alemán Brahms se volvió exegeta de la esperanza.
Concluyo citando la plegaria davídica que Brahms
seleccionó para la tercera parte de su réquiem, en la versión de la Biblia de
Jerusalén: “Hazme saber, Yahvéh, mi fin,/ y cuál es la medida de mis días, /
para que sepa yo cuán frágil soy. / Oh sí, te bastan palmos para contar mis
días, / mi existencia cual nada es ante ti;/ sólo un soplo, todo hombre que se
yergue,/ nada más una sombra el humano que pasa,/ sólo un soplo las riquezas que
amontona, sin saber quién las recogerá./ Y ahora, Señor, ¿qué puedo yo esperar?/
En ti está mi esperanza” (Salmo 39:5-8).
Guanajuato, Gto.,
10 de septiembre
de 1997
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