viernes, 25 de marzo de 2016

Jesús aniquiló en la cruz las obras del diablo (Juan 18-19.37; I Juan 3.8-16), L. Cervantes-O.

25 de marzo, 2016

Para José Luis Aguilar, Nelly Arroyo y toda su familia


El camino del Jesús histórico es camino a la cruz. En un primer nivel, por consiguiente, habrá que entender la cruz de Jesús como aquella realidad que, con toda lógica histórica, resulta de su actuación y de su pretensión de poder ofrecer la misericordia compasiva y la salvación de Dios. Cuando alguien se presenta con la autoridad y con el poder con los que se presentó Jesús, contradiciendo con su pretensión a todas las convenciones cualesquiera que fuesen, como lo hizo Jesús, necesariamente provoca un conflicto en el que finalmente será vencido. Jesús anuncia como su Padre a un Dios en el que sus coetáneos no pueden reconocer a su propio Dios.[1]
Bárbara Andrade (Alemania-México, 1934-2014)

El largo camino hacia la cruz: Juan 18-19.30
Según el relato juanino, los dirigentes religiosos judíos, en contubernio con los representantes del invasor romano, actuando como “propietarios” de la vida del profeta de Nazaret, a quien han secuestrado ilegalmente (18.1-11), lo llevaron primero delante de Anás, suegro del sumo sacerdote Caifás (18.12-14), el mismo que había anunciado la conveniencia de su muerte en vez de todo el pueblo, bajo la mirada soterrada y distante de dos de los discípulos más “aventajados”, Pedro y, muy posiblemente el propio Juan (18.15-18). El primero, tal como se le había anunciado, comenzó a negar a su maestro, mientras éste es interrogado por Anás (18.19-24), quien al recibir sus respuestas contundentes, lo envió atado a Caifás, con quien no tiene ningún encuentro, que hubiera resultado paradigmático. Pedro terminó sus negaciones (18.25-27) y Jesús es llevado ante Pilato (18.28), quien a su vez, se negó a juzgarlo e insistió en que, si se trataba de un asunto religioso, debían juzgarlo ellos (18.29-31a).

Ante la expectativa de una condena a muerte inevitable, los dirigentes cedieron ese “derecho” a los romanos (31b), por lo que Pilato procedió a interrogar a Jesús de manera sumamente indolente (18.33-38) sin encontrar en él ningún delito. Ése fue el verdadero diálogo paradigmático, en el que Jesús respondió las cinco preguntas con un estilo críptico, pero consecuente: sin negar que es el “rey de los judíos” (título totalmente fuera de lugar para el momento, 18.33-34), afirmó la supremacía de su reino sobre los reinos de este mundo (18.36). Ante la insistencia sobre su carácter real, estableció claramente su visión en relación con la verdad que había traído a este mundo: “Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (18.37). En ese punto fue donde finalmente ganó la atención del gobernador romano,[2] quien hizo la pregunta más valiosa, de tono filosófico: “¿Qué es la verdad?” (18.38), pero esta vez sin recibir respuesta, como si los lectores fueran obligados a recurrir a lo que el propio evangelio ha dicho al respecto varias páginas atrás (14.6).

Sin encontrar delito alguno, según el concentrado relato que el evangelio apresura con cierta impaciencia, Pilato solicitó que escogieran entre Barrabás, el ladrón, y Jesús (38b-40), con la elección consabida y profundamente injusta. Entonces se radicaliza la situación cuando el representante de Roma ordenó azotarlo y los soldados acentuaron sus burlas (19.1-3). El poder político-militar se quita así la máscara y aplica el rigor de la violencia gratuita sobre el cuerpo inerme del profeta galileo, visto ya como enemigo público número uno: ha hecho de él una caricatura de rey y así lo presentó ofensivamente ante sus supuestos “súbditos” (19.1-5) con las clásicas palabras: “¡Aquí está el hombre!” (Ecce homo), además de que les exigió que ellos lo mataran. La reacción de los judíos fue despiadada al solicitar el martirio (19.6-7), pero lo más llamativo es la actitud de Pilato: tuvo “más miedo” (19.8). Al retornar para unas nuevas preguntas, la confrontación ideológico-teológica entre él y Jesús sube de tono y alcanza su clímax, pues al alarde de poder de que hizo gala el romano (19.9-10), Jesús vuelve a responder con el orgullo judío y la convicción mesiánica de que uno más grande que Pilato está detrás del escenario y de la situación “No tendrías ningún poder sobre mí, si Dios no te lo hubiera dado. El hombre que me entregó es más culpable de pecado que tú” (19.11).

La suerte estaba echada definitivamente y ya nada detendría el asesinato a mansalva: con el poder religioso delegando en el “brazo secular” e imperialista su “derecho”, todo se precipitaría irremediablemente, y aunque Pilato trató de librarlo de la muerte, según insiste la narración (19.12), se vio orillado a entregarlo para la crucifixión después de un esfuerzo teatral que azuzó mayormente a la multitud de fanáticos (19.13-16). Dos aspectos destacan en el dramático momento: primero, el momento “litúrgico” del suceso (“Faltaba un día para la fiesta de la Pascua, y eran como las doce del día”, 14a, nuevo ejemplo de precisión juanina) y después, la confesión de lealtad y pertenencia al imperio por parte de los judíos, tal como los romanos deseaban escuchar: “No tenemos más rey que César” (15.b). De allí en adelante, lo que estaba por acontecer no es más que un añadido previsible en el relato al ser entregado para subirlo a la cruz (19.16).

El viacrucis estuvo lleno de simbolismo y alusiones a la tradición: Jesús mismo carga la cruz (17a), el nombre del lugar (17b), la compañía de los otros crucificados (18b). El laconismo del evangelio es brutal: “Allí clavaron a Jesús en la cruz” (18a). Y el letrero ordenado por Pilato fue una información (20), una advertencia y una auténtica parodia para el judaísmo servil y sometido, de ahí la protesta de los dirigentes judíos (21-22). Cada momento seguía siendo simbólico e incluso las características y el destino de la ropa del crucificado principal fue un motivo para citar las Escrituras (23-24; Éx 28.32; Sal 22.18). La presencia de María, otras tres mujeres y el “discípulo amado” (25-27) dio pie para el encargo de que éste fue objeto en palabras del Señor. La salvedad teológica que introduce el texto explica que “Jesús sabía que ya había hecho todo lo que Dios le había ordenado. Por eso, y para que se cumpliera lo que dice la Biblia, dijo: ‘Tengo sed’” (28). Y agregó otra expresión luego de probar el vinagre ofrecido “compasivamente” para potenciar el sabor del momento: “Consumado es” (30), las tres únicas que aparecen en esta versión de la Pasión. Finalmente, otra prueba del laconismo juanino es el cierre del instante trágico: “Luego, inclinó su cabeza y murió” (30b).

Ni siquiera en ese punto tan álgido y crucial, el Cuarto Evangelio olvida su clarividencia litúrgica al recordar el día que era y la ubicación cronológica en el marco de la fiesta (31a), por lo que los cuerpos no podían seguir allí, de modo que los meticulosos jefes judíos solicitaron que se les quebrasen las piernas a los tres hombres para que murieran más rápido y retirarlos del lugar (31b), lo que se cumplió al momento por manos romanas, inmundas (32), excepto a Jesús que ya había muerto (33), pero sin faltar el golpe de violencia de un soldado al atravesarlo con una lanza (34) e incluso allí, subraya el texto, se cumplió la Escritura (35-37; Ex 12.46, Zac 12.10). El narrador da fe, finalmente, de que todo es verdadero y “firma” su relato (37b).

Jesús deshizo las obras del diablo en la cruz (I Juan 3.8-16)
Más allá de cualquier forma de pasividad que el relato evangélico presenta mediante el inconfundible recurso del realismo, pues al ser el cuerpo de Jesús “propiedad”, fácticamente, de sus secuestradores, torturadores y asesinos, la tradición juanina se remontó en el tiempo y al revisar con un fuerte sentido teológico y cristológico lo sucedido encontró que los hechos visibles escondieron una realidad que muy pocos percibieron. A la constatación de que el mal diabólico procede de una praxis persistente de pecado y desobediencia (3.8a: “El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo peca desde el principio”) le sigue una de sus mayores afirmaciones soteriológicas: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (3.8b). De manera similar a san Pablo, quien con los ojos de la fe advirtió que Jesús en la cruz evidenció y ridiculizó a todos los poderes humanos y terrenales (Col 2.15), I Juan 3 observa a Jesús realizando una acción trascendental en el marco del proceso encaminado a obtener la salvación mediante el sangriento sacrificio operado en la cruz, pero sin ni siquiera moverse, siendo objeto de maledicencia, abandono y un rechazo absoluto. A la negatividad de la muerte prematura instalada como su destino histórico, la visión superior de un Cristo triunfante por el sufrimiento auto-asumido permite al apóstol alcanzar la perspectiva divina de todo lo que hizo Jesús en las alturas infamantes de la cruz. Al anular las obras del máximo enemigo, aquel que estaba detrás de todos los opositores al Evangelio del Reino, el maestro, mesías y salvador consiguió instalar un nuevo principio de vida entre sus seguidores, hombres y mujeres sinceros que anhelaban participar del mismo y experimentarlo en todas las áreas de su vida presente con la certeza de haber sido incorporados a la eternidad divina, pletórica de gracia, paz, justicia y verdad.

Ha escrito Carlos Osma: “Mientras Jesús se comportó como un predicador itinerante más o menos provocador en Galilea, su vida no corrió peligro, pero cuando se atrevió a enfrentarse en Jerusalén con los poderes de su tiempo, el religioso y el político, acabó muriendo como muchas otras personas incómodas han acabado a lo largo de la historia. Los discursos liberadores tienen el recorrido que tienen, y son eliminados cuando el poder los considera demasiado peligrosos para su supervivencia”.[3] Pero como Jesús dio el “salto de calidad” al abandonar radicalmente su espacio de seguridad, hizo que su sangre tuviera un precio pagado por quienes convencieron a uno de sus discípulos de entregarlo, pero que más tarde al devolverse compraría un “campo de sangre” (o Hacéldama, Hch 1.18-19). La violencia sacrificial aplicada sistemáticamente contra el cuerpo, la physis de Jesús, representó una etapa crucial en la ruta de la superación de todas las violencias humanas en la historia. Su forma, sentido y proyección nos ilumina hoy para acceder a una nueva conciencia de lo que significa en este tiempo persistir en la necesidad de nuevos e inútiles sacrificios en nombre de falsas divinidades, pues tal como ha escrito y predicado Raniero Cantalamessa:

…el sacrificio de Cristo contiene un mensaje formidable para el mundo de hoy. Grita al mundo que la violencia es un residuo arcaico, una regresión a estadios primitivos y superados de la historia humana y —si se trata de creyentes— de un enorme retraso culpable y escandaloso en la toma de conciencia del salto de calidad realizado por Cristo.
Recuerda también que la violencia es perdedora. En casi todos los mitos antiguos la víctima es el vencido y el verdugo el vencedor. Jesús cambió el signo de la victoria. Ha inaugurado un nuevo tipo de victoria que no consiste en hacer víctimas sino en hacerse víctima. Victor quia victima, vencedor porque víctima, así define Agustín al Jesús de la cruz (Confesiones 10, 43).
El valor moderno de la defensa de las víctimas, de los débiles y de la vida amenazada nació sobre el terreno del cristianismo, es un fruto tardío de la revolución llevada a cabo por Cristo. Tenemos la prueba contraria. Apenas se abandona (como hizo Nietzsche) la visión cristiana para devolver a la vida la pagana, se pierde esta conquista y se vuelve a “exaltar al fuerte, al poderoso, hasta su punto más excelso, el superhombre”, y se define a la cristiana “una moral de esclavos”, fruto del resentimiento impotente de los débiles contra los fuertes.[4]

O en las palabras de René Girard, quien trabajó el texto de Juan 11.50 en una clave antropológica sumamente iluminadora para estos fines a fin de demostrar la postura evangélica ante la imposición de la violencia sacrificial como única opción:

Lo esencial de la revelación bajo el punto de vista antropológico es la crisis de cualquier representación persecutoria provocada por ella. En la propia Pasión no hay nada de excepcional desde la perspectiva de la persecución. No hay nada de excepcional en la coalición de todos los poderes de este mundo. Esta misma coalición se halla en el origen de todos los mitos. Lo asombroso es que los Evangelios subrayen su unanimidad no para inclinarse delante de ella, para someterse a su veredicto, como harían los textos mitológicos, todos los textos políticos, e incluso los textos filosóficos, sino para denunciarla como un error absoluto, la no-verdad por excelencia.[5]

Y agrega, mediante un sondeo más específico fruto de la revisión de diversos textos bíblicos:

Cierto que la expresión chivo expiatorio no aparece ahí, pero los Evangelios tienen otra que la sustituye ventajosamente, y es la de Cordero de Dios. Al igual que chivo expiatorio, explica la sustitución de una víctima por todas las demás, pero reemplazando las connotaciones repugnantes y malolientes del macho cabrío por las del cordero, enteramente positivas, que expresan mejor la inocencia de esta víctima, la injusticia de su condena, la falta de causa del aborrecimiento de que es objeto.
Así que todo queda perfectamente explícito. Jesús es constantemente comparado, y se compara él mismo, con todos los chivos expiatorios del Antiguo Testamento, con todos los profetas asesinados o perseguidos por sus comunidades, Abel, José, Moisés, el Servidor de Jehová, etc.[6]

Pero I Juan 3 canaliza los logros de esa muerte en el perfil propositivo de vidas nuevas, nacidas de Dios (v. 9) que les permitirán tratar de otro modo con el pecado, “porque la semilla de Dios” está en ellos y fructificará para diferenciarlos de “los hijos del diablo” mediante una praxis de justicia (v. 10) donde el primado del amor es la gran realidad (11). La violencia fratricida (12: Caín y Abel) es excluida totalmente y llevada al plano de lo arcaico, aunque lamentablemente, no nos abandona aún. El mundo seguirá rechazando y renegando de esta vía (13), pero la superación de la muerte es una gran verdad en Cristo al experimentar auténticamente el amor por lo demás (14): seguir siendo incapaces de amar es estar muertos en vida. El homicidio virtual del que habló el Señor en el Sermón del Monte reaparece aquí en la clave juanina firmemente colocada como criterio para evaluar la presencia de la vida eterna (15) porque el mayor acto de amor reconocido fue el que Jesucristo llevó a cabo al anunciar que nadie le quitaría la vida externamente (Jn 10.18), a contracorriente de todo lo sucedido históricamente y, sobre todo, como rememora bien el texto, al poner su vida por nosotros, los beneficiarios conscientes de esa entrega absoluta, modelo para todas las demás entregas de vida que deben realizarse en este mundo (16), no en la forma de sacrificios cruentos y ni siquiera simbólicos, pues Dios ya no demanda la sangre ni la muerte de nadie, sino al contrario esa entrega continua es un acto de vida, y de vida plena (Jn 10.10).





[1] B. Andrade, Dios en medio de nosotros. Esbozo de una teología trinitaria kerygmática. Salamanca, Secretariado Trinitario, 1999, p. 205.
[2] Cf. M. Arrizabalaga, “¿Quién fue Poncio Pilato?”, en ABC, Madrid, 19 de abril de 2014, www.abc.es/sociedad/20140418/abci-quien-poncio-pilato-201404071415.html.
[3] C. Osma, “Vía crucis en directo”, en ALC Noticias, 22 de marzo de 2016, http://alc-noticias.net/es/2016/03/22/via-crucis-en-directo/
[4] R. Cantalamessa, Homilía de Viernes Santo, 2 de abril de 2010, www.vatican.va/liturgical_year/holy-week/2010/documents/holy-week_homily-fr-cantalamessa_20100402_sp.html.
[5] René Girard, “Que muera un hombre…”, en El chivo expiatorio. Barcelona, Anagrama, 1986 (Argumentos, 81), p. 153.
[6] Ibíd., p. 156.

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