20 de marzo, 2016
La
entrada a Jerusalén: gesto profético provocador
Mateo 21.1-11 y Juan 12.12-19 narran el mismo
suceso: la entrada de Jesús a Jerusalén, un episodio considerado como
obligatorio en el ministerio redentor del Señor. Cada uno, a su manera,
presenta el gesto profético de “asaltar” la urbe con la compañía, el apoyo y la
manifestación de sus seguidores a su favor.
La intensidad con que es
descrito el entusiasmo provocado por su mesianismo se muestra en las expresiones
de júbilo que alteraron el orden de la ciudad y pusieron en guardia a los
adversarios de Jesús. Para Mateo, este suceso era un cumplimiento de las
Escrituras (21.5) que cita al profeta Zacarías, mientras que para Juan representó,
además de eso, la posibilidad de que “el mundo entero se fuera tras él” como subrayan
los propios fariseos al final del relato (12.19b).
No obstante sus diferencias,
ambos destacan el impacto con que Jesús llegó a la ciudad para “recuperarla”,
es decir, para encarnar la continuidad mesiánica con el rey David, una figura
que estaba instalada en la memoria y en la conciencia del pueblo como modelo de
gobierno justo. Y precisamente en eso estriba el núcleo del gesto profético: en
subrayar que el verdadero gobernante del mundo había enviado a su representante
al mundo para establecer su reinado, un ambiente de paz, justicia y equidad
abierto para todos/as.
Alabanza
infantil y Reino de Dios
Mientras Juan insiste, posteriormente al
suceso (12.20-27) en colocarlo como parte del “programa” de Jesús de afrontar
el sufrimiento como ruta crítica para obtener la salvación de su pueblo, Mateo
introduce el conflicto (que la tradición ha traslado al “lunes de autoridad”),
también profético, de la expulsión de los vendedores del templo y la alabanza
infantil de que es objeto, algo que incomodó profundamente a los sacerdotes que
estaban de guardia (21.15), al grado de que le reclamaron a Jesús, quien
respondió, citando una vez más las Escrituras: ““Los
niños pequeños,/ los que aún son bebés,/ te cantarán alabanzas” (21.16b).
Nuevamente, las
diferencias entre ambos narradores saltan a la vista para fundamentar las dos
realidades presentes en esos momentos que comenzaban a ser culminantes en el
proyecto de salvación de Dios para su pueblo, pues, por un lado, reflejan el
profundo compromiso de Jesús con la obra encomendada por el Padre, el cual
debía llevar a cabo con la cuota de dolor y sufrimiento que las circunstancias
obligaban. Por el otro, se subraya el simbolismo de la afirmación mesiánica por
parte de los niños, uno de los sectores más acallados de la sociedad judía en
general, que ahora concentraba en sus cantos y exclamaciones el sentir de una
nación sometida.
De ahí que vincular
ambas perspectivas sea muy necesario al momento de recordar el trascendental
suceso y el énfasis político-espiritual que tuvo en la conciencia de los
seguidores/as de Jesús, en la construcción histórica del plan comunitario de
Dios a realizarse en el mundo. Mateo y Juan coinciden en afirmar que la
presencia de Jesús en Jerusalén era un signo de contradicción para los
poderosos, pero una fuente de enorme esperanza para el pueblo empobrecido y sin
más aspiraciones que la sobrevivencia de cada día, gracias al sometimiento de
que era objeto por parte del imperio romano y de sus líderes. Es por ello que
celebrar la entrada de Jesús a Jerusalén debe resonarnos hoy también con ese
significado e importancia.
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