13 de marzo, 2016
Que el Dios de paz los mantenga completamente dedicados a
su servicio. Que los conserve sin pecado hasta que vuelva nuestro Señor
Jesucristo, para que ni el espíritu ni el alma, ni el cuerpo de ustedes sean
hallados culpables delante de Dios. Él los eligió para ser parte de su pueblo,
y hará todo esto porque siempre cumple lo que promete.
I Tesalonicenses
5.23-24, Traducción en Lenguaje Actual
La
continuidad en la vida de fe de quienes alguna vez se han incorporado a la iglesia
es vista por la primera carta a los Tesalonicenses como un esfuerzo sostenido
por parte del Salvador y Señor para sostener y fortalecerlos. Surgido ante la
necesidad urgente de responder a exigencias muy puntuales que planteaba la
comunidad, esta epístola alecciona a los seguidores de Jesucristo para que, al
superar sus dudas, su existencia y su testimonio se coloquen en la línea de una
historia de salvación que viene desde la antigüedad y, al mismo tiempo, se
encaminen hacia un futuro pletórico de bendiciones. Es el arranque mismo de la tarea
escritural paulina (y del Nuevo Testamento), en el verano del año 50, a lo que
le siguió Gálatas (verano del 52), Corintios (otoño del 52 al verano del 54),
Filipenses (53-54), Filemón (inicios del 54), Efesios (comienzos del 55) y
Romanos (primavera del 55). “Un aspecto muy significativo […] es la viveza de
la esperanza en la salvación definitiva, que iba a efectuarse muy pronto con la
manifestación gloriosa del soberano mesiánico, entronizado ya en el ámbito
celeste”.[1]
Así, la carta inicia con un planteamiento notable: la comunidad de
Tesalónica (capital de la provincia romana de Macedonia, Hch 17.1) es presentada
como un modelo o ejemplo para otros grupos cristianos del primer siglo (1.7),
lo que la comprometía sobremanera para seguir como tal en medio de la
problemática del momento. Lo segundo que se destaca en esta comunidad es su
capacidad de recepción del mensaje cristiano por parte del apóstol Pablo y sus
colaboradores (2.13), lo que los colocó en una situación complicada ante el
resto de los habitantes de la ciudad (2.14). No obstante, se subraya el
reconocimiento de que el trabajo misionero había sido un éxito entre ellos (2.20).
Los propagadores del mensaje sentían genuino orgullo por su labor. La sección
que va del 2.17 al 3.10 resume muy bien la relación entre ambas partes.
Inmediatamente después se afirma que Timoteo, enviado del apóstol
para “supervisar” a la iglesia ha enviado magníficas noticias sobre ellos a
pesar de los sufrimientos experimentados (3.6-7). A continuación, se exhorta a
los tesalonicenses a vivir “como a Dios le agrada” (4.1) y así establecer una
base moral y ética que les permitiese superar las dificultades del ambiente en
que se encuentran, hostil hacia su nueva condición espiritual y complejo en sus
relaciones humanas. Para superar las exigencias del entorno deberían amarse
mutuamente (la actitud típicamente cristiana) y trabajar intensamente (la
ocupación del tiempo y de la mente), para así acallar cualquier rumor (4.10-12).
Todo ello en el horizonte de la expectativa de la segunda venida del Señor (parusía), que aunque en apariencia se ha
pospuesto, eso no debe restar ni un ápice la esperanza de los creyentes (a
diferencia de los tesalonicenses no cristianos, que no tienen ninguna), algunos
de los cuales ya se han reunido con él (4.15-18). La espera del regreso del Señor
debería presidir con claridad todo lo que la iglesia hace porque representa el
aliciente máximo que solidificaría aún más la esperanza en el testimonio de fe
y de acción de la comunidad: “Pero nosotros no vivimos en la
oscuridad, sino en la luz. Por eso debemos mantenernos alerta, y confiar en
Dios y amar a toda persona. ¡Nuestra confianza y nuestro amor nos pueden
proteger del pecado como una armadura! Y si no dudamos nunca de nuestra
salvación, esa seguridad nos protegerá como un casco”
(5.8).
Con todo esto como antecedente, el final de la carta se orienta a
consolidar y fortalecer a la comunidad en el camino de la santificación propia
del camino de la salvación en el que se halla inmerso cada miembro de la misma.
De ahí que primeramente se ofrecen pautas para la vida eclesial: primero, un
sano respeto hacia los liderazgos genuinos para vivir en paz unos con otros (5.12-13).
En segundo lugar, la reprensión mutua hacia quienes asumen la “pasividad
apocalíptica” como forma de vida con el pretexto de que el fin estaba cerca (14).
En tercero, reforzar la capacidad de respuesta en amor de cada fiel al ser agredido
o violentado por causa de su fe: la premisa absoluta era que debían “esforzarse
por hacer el bien entre ustedes mismos y con todos los demás” (15). Y sobre
todo, agregar a todo ello, como parte de la espera escatológica, actitudes y prácticas
espirituales positivas: alegría constante en las celebraciones litúrgicas (16),
oración incansable (17) y gratitud permanente (18). Ésas, subraya el apóstol,
son las marcas de la fe cristiana auténtica (18b), además de una excelente
comprensión de las acciones del Espíritu Santo en su vida (19), junto con una
práctica responsable de los dones recibidos de él, especialmente el de la
profecía (20).
La recomendación inmediata es “poner todo a prueba” (discernimiento
ético) para obtener lo mejor de ello (21) y así complementar los recursos
recibidos de Dios para que la suma de todas estas percepciones les permitiera
experimentar una completa dedicación al servicio que es lo que Dios quiere (23),
idea con que da inicio la “invocación conclusiva” de la carta (muy similar a la
de 3.11-13) y en la que la terminología bautismal afirma los deseos apostólicos
para esta comunidad. Los elementos de la misma son esenciales para configurar
el plan de salvación que debían experimentar esos creyentes:
a) la presencia y cercanía del Dios del Shalom (bienestar humano pleno);
b) la santificación íntegra (dedicación total al Señor) como superación
efectiva del pecado como forma de vida (23b, en el mismo sentido que 4.3-8);
c) que el ser completo sea irreprochable (23c);
y d) una frase final que
expresa dos aspectos fundamentales de dicho plan: la elección de que los
tesalonicenses fueron objeto y, sobre todo, la garantía de que tal elección
salvífica se cumplirá en todos sus aspectos: “¡Fiel es quien los llama! Él lo
hará” (24).
El espíritu de la exhortación con que culmina la carta consiste en
plantear que la comunidad cristiana de Tesalónica debería mantenerse hasta la
segunda venida del Señor, de ser posible, pero en el marco de un comportamiento
comunitario acorde con las exigencias del Reino de Dios. La santificación es
parte del proceso de amoldamiento al ideal de asumir la voluntad divina como el
centro de la existencia transformadora del Evangelio, pues la comunidad mesiánica
tenía que “mostrarse como tal en sus nuevas prácticas
sociales, diferentes de las que
configuraban el entramado social de su entorno […], [lo] que implica la transformación
de la estructura social del mundo viejo y de sus prácticas”.[2] Así
serían fortalecidos para alcanzar la plenitud de la salvación tan esperada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario