6 de marzo, 2016
Y Dios, fuente de todo bien, que los ha llamado a ustedes
a compartir con Cristo su gloria eterna, después de estos breves padecimientos,
los restablecerá, los confirmará, los fortalecerá [sthenósei] y los colocará sobre una base inconmovible.
I Pedro 5.10, La
Palabra (Hispanoamérica)
Las
comunidades que se establecieron alrededor de la figura apostólica de Pedro
están bien ubicadas en el comienzo mismo de la primera carta que lleva su
nombre: el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, todo ello en Asia menor,
la actual Turquía, cuna y centro de culto a los emperadores romanos (un
documento cuyo contenido es corroborado, en parte, por la Carta de Plinio el
Joven a Trajano). “En estos territorios convivían, no siempre en buenos
términos, distintos pueblos. Por un lado, estaban las culturas originarias,
grupos nativos que conformaban mayormente los sectores rurales. Sus costumbres
particulares nos son poco conocidas y su lengua se ha perdido”.[1] Algunas
de estas regiones son mencionadas en la lista de lugares de origen de los
peregrinos de la diáspora que escucharon la predicación del primer Pentecostés
en el libro de los Hechos (2.9). Al parecer, “los receptores de esta carta son
personas que, a los efectos sociales y jurídicos, son residentes sin derechos
de ciudadanía”,[2]
como lo prueba el término paroikoi (lo
que está fuera del oikoi, “la casa”), usado en 1.17 y 2.11. Estamos, pues,
ante comunidades de personas desarraigadas y sin derechos plenos para ejercer en
el imperio de la época:
Su situación social los ubica entre los pobres, habitantes de segunda
categoría. No son parte del demos, el
pueblo institucionalmente organizado, sino que están fuera de los espacios de
la decisión política. […] La designación también incluye a los pobres de las
zonas rurales (mayormente nativos ajenos a la cultura griega) que dependen de
un enclave urbano. Por eso nunca pueden llegar a tener el prestigio social que da
el origen, tan apreciado en la política y cultura romanas.[3]
Como se aprecia, su situación es peculiarmente compleja, pues al
no tener derecho de
ciudadanía, no participan de la religiosidad dominante y sufren la desconfianza
de sus vecinos y el acoso del Estado, tal como se evidencia en varios lugares
de la carta. Es como si fueran “exiliados en su propio lugar”.[4]
En el cap. 1 los lectores reciben la exhortación a vivir una vida nueva y santa
(vv. 13-25); en el segundo, se les recuerda que forman parte del pueblo de Dios
como piedras vivas (vv. 4-8) y que constituyen un sacerdocio real (vv. 9-10);
en el tercero, se aplican los valores del Evangelio de Jesucristo a las
realidades cotidianas (vv. 1-7), además de que se les exhorta a tener una
conciencia limpia (vv. 8-22), y en el cuarto, son llamados a ser buenos
administradores de la gracia de Dios (vv. 1-11) y a padecer dignamente como
cristianos que son (vv. 12-19). El cap. 5 describe una comunidad dirigida por
ancianos (presbyterous) y centrada en
las casas-iglesia, propias de los primeros tiempos de la misión cristiana. A
los líderes de la comunidad se les exhorta a “apacentar el rebaño” sin otro
interés que el de cuidar del mismo (v. 2), puesto que el “mayor de todos los
pastores” (v. 4) otorgará la corona de la gloria a quienes cumplan adecuadamente
esa labor.
La metáfora de la casa en construcción es la gran imagen de que se
vale el apóstol en toda la carta para referirse al crecimiento y fortalecimiento
del pueblo de Dios:
Por un lado, la metáfora de la casa ofrece el valor de un lugar de
refugio, de un espacio protegido. Es una nueva construcción, afirmada sobre “la
piedra que los edificadores han desechado y que ahora resulta ser elegida por
Dios” (2.4). Justamente esta casa es espiritual y los creyentes son piedras
vivas usadas en esta construcción. Es una construcción que ocurre en este
tiempo y en este mundo. No es una casa atemporal en el cielo, sino una
residencia en la cual actualmente son construidos, para suplir la falta de casa
a la que los condena la condición social, política y ahora religiosa en la que
se encuentran.[5]
En los siguientes versículos (5-11) se despliega una serie de
exhortaciones dirigida ahora a los más jóvenes, a diferencia de los códigos
domésticos estoicos, que sólo se dirigían a los padres de familia. El respeto
hacia los mayores (5a) se proyecta hacia la sumisión a un poder superior que es
el de Dios (6a). Lo que se busca es “crear un espacio adecuado para el testimonio de la nueva fe”.
Pedro planteaba que los creyentes debían
construir “comunidades de fe como una casa propia, hospitalaria y fraterna en
donde puedan encontrar refugio y alivio quienes cargan con dolores y
persecución (1.22-23; 3.8-12). Una casa donde se ponga fin a las prácticas
violentas”,[6]
además de exhibir una conducta que evite la persecución y resistir las
acechanzas del maligno en cualquiera de sus formas (8-9), tal como lo
experimentan los demás hermanos dispersos por el mundo, lo que constituye una
señal del comienzo del juicio. “Frente
a esto hay que fortalecer el vínculo interno. No hay que atraer la represión
con bravuconadas, pero si se da, hay que mantenerse firme y aceptar que la
contraparte de este sufrimiento es la victoria que se mostrará en el Cristo.
Entre tanto, a ningún poder humano podemos confiarnos, sino sólo al Creador
fiel”.
El v. 10 puntualiza de cuatro maneras la acción divina para
sostener a estas comunidades marginales: la “fuente de todo bien”, quien llamó
a los fieles “a compartir con Cristo su gloria eterna”, luego de “estos breves
padecimientos”, a) los restablecerá (katartísei), b) los confirmará (steridsei),
c) los fortalecerá (sthenósei) y d) los colocará sobre una base inconmovible (themeliósei). Esta acumulación abarca todos los aspectos que pueden
esperarse de la intervención divina en la vida individual y comunitaria de la
iglesia. Cada una representa el esfuerzo del Señor por consolidar la vida y
misión de su pueblo en el mundo. “Se dice en primer lugar que Dios Padre
restablecerá a sus hijos. La misma palabra griega se usa para hablar de la
reparación de las redes estropeadas (Mt 4,21). […] Además, los confirmará de
modo que no puedan ya vacilar y flaquear. Lo que ahora es todavía el quehacer
de Pedro, a saber, el de ‘confirmar’ a los hermanos en la fe (Lc 22,32), lo asumirá
entonces el Padre […] También los robustecerá. Les conferirá fuerza y vigor
juvenil […] Y finalmente ‘hará inconmovible’ esta ‘casa espiritual’ formada de
‘piedras vivas’”.[7]
Por todo ello, “dar razón de la esperanza” (3.15) equivalía a
declarar, como una sólida confesión de fe para el momento:
Nosotros somos un pueblo de sacerdotes, una nación escogida,
rescatada de la vana manera de vivir de la tradición patria, por el Cristo
muerto por las autoridades judías y romanas y resucitado por Dios, al único al
que le rendimos culto porque es el único al que reconocemos Señor, y que pronto
vendrá para juzgar a todos según su justicia. Todos los demás son dioses
falsos, y el Emperador un ser humano respetable porque tiene poder, pero no
hemos de reconocerlo como deidad. Todas las dominaciones y potestades están
sometidas a este Cristo.[8]
[1] Néstor O. Míguez, “Cristianismos originarios:
Galacia, El Ponto y Bitinia”, en Revista
de Interpretación Bíblica Latinoamericana, núm. 29, p. 86, http://claiweb.org/index.php/miembros-2/revistas-2#26-38.
[2] Ibíd.,
p.
87.
[3] Ibíd.,
pp.
87-88.
[4] Ibíd.,
p.
88.
[5] Ibíd.,
p.
94.
[6] Ibíd.,
p.
95.
[7] www.mercaba.org/FICHAS/BIBLIA/Pedro%201/PEDRO_05.htm.
[8] Ibíd.,
p.
98.
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