sábado, 5 de marzo de 2016

"Él mismo los perfeccionará, afirmará, fortalecerá y establecerá", L. Cervantes-O.

6 de marzo, 2016

Y Dios, fuente de todo bien, que los ha llamado a ustedes a compartir con Cristo su gloria eterna, después de estos breves padecimientos, los restablecerá, los confirmará, los fortalecerá [sthenósei] y los colocará sobre una base inconmovible.
I Pedro 5.10, La Palabra (Hispanoamérica)

Las comunidades que se establecieron alrededor de la figura apostólica de Pedro están bien ubicadas en el comienzo mismo de la primera carta que lleva su nombre: el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, todo ello en Asia menor, la actual Turquía, cuna y centro de culto a los emperadores romanos (un documento cuyo contenido es corroborado, en parte, por la Carta de Plinio el Joven a Trajano). “En estos territorios convivían, no siempre en buenos términos, distintos pueblos. Por un lado, estaban las culturas originarias, grupos nativos que conformaban mayormente los sectores rurales. Sus costumbres particulares nos son poco conocidas y su lengua se ha perdido”.[1] Algunas de estas regiones son mencionadas en la lista de lugares de origen de los peregrinos de la diáspora que escucharon la predicación del primer Pentecostés en el libro de los Hechos (2.9). Al parecer, “los receptores de esta carta son personas que, a los efectos sociales y jurídicos, son residentes sin derechos de ciudadanía”,[2] como lo prueba el término paroikoi (lo que está fuera del oikoi, “la casa”), usado en 1.17 y 2.11. Estamos, pues, ante comunidades de personas desarraigadas y sin derechos plenos para ejercer en el imperio de la época:

Su situación social los ubica entre los pobres, habitantes de segunda categoría. No son parte del demos, el pueblo institucionalmente organizado, sino que están fuera de los espacios de la decisión política. […] La designación también incluye a los pobres de las zonas rurales (mayormente nativos ajenos a la cultura griega) que dependen de un enclave urbano. Por eso nunca pueden llegar a tener el prestigio social que da el origen, tan apreciado en la política y cultura romanas.[3]

Como se aprecia, su situación es peculiarmente compleja, pues al no tener derecho de ciudadanía, no participan de la religiosidad dominante y sufren la desconfianza de sus vecinos y el acoso del Estado, tal como se evidencia en varios lugares de la carta. Es como si fueran “exiliados en su propio lugar”.[4] En el cap. 1 los lectores reciben la exhortación a vivir una vida nueva y santa (vv. 13-25); en el segundo, se les recuerda que forman parte del pueblo de Dios como piedras vivas (vv. 4-8) y que constituyen un sacerdocio real (vv. 9-10); en el tercero, se aplican los valores del Evangelio de Jesucristo a las realidades cotidianas (vv. 1-7), además de que se les exhorta a tener una conciencia limpia (vv. 8-22), y en el cuarto, son llamados a ser buenos administradores de la gracia de Dios (vv. 1-11) y a padecer dignamente como cristianos que son (vv. 12-19). El cap. 5 describe una comunidad dirigida por ancianos (presbyterous) y centrada en las casas-iglesia, propias de los primeros tiempos de la misión cristiana. A los líderes de la comunidad se les exhorta a “apacentar el rebaño” sin otro interés que el de cuidar del mismo (v. 2), puesto que el “mayor de todos los pastores” (v. 4) otorgará la corona de la gloria a quienes cumplan adecuadamente esa labor.

La metáfora de la casa en construcción es la gran imagen de que se vale el apóstol en toda la carta para referirse al crecimiento y fortalecimiento del pueblo de Dios:

Por un lado, la metáfora de la casa ofrece el valor de un lugar de refugio, de un espacio protegido. Es una nueva construcción, afirmada sobre “la piedra que los edificadores han desechado y que ahora resulta ser elegida por Dios” (2.4). Justamente esta casa es espiritual y los creyentes son piedras vivas usadas en esta construcción. Es una construcción que ocurre en este tiempo y en este mundo. No es una casa atemporal en el cielo, sino una residencia en la cual actualmente son construidos, para suplir la falta de casa a la que los condena la condición social, política y ahora religiosa en la que se encuentran.[5]

En los siguientes versículos (5-11) se despliega una serie de exhortaciones dirigida ahora a los más jóvenes, a diferencia de los códigos domésticos estoicos, que sólo se dirigían a los padres de familia. El respeto hacia los mayores (5a) se proyecta hacia la sumisión a un poder superior que es el de Dios (6a). Lo que se busca es “crear un espacio adecuado para el testimonio de la nueva fe”. Pedro planteaba que los creyentes debían construir “comunidades de fe como una casa propia, hospitalaria y fraterna en donde puedan encontrar refugio y alivio quienes cargan con dolores y persecución (1.22-23; 3.8-12). Una casa donde se ponga fin a las prácticas violentas”,[6] además de exhibir una conducta que evite la persecución y resistir las acechanzas del maligno en cualquiera de sus formas (8-9), tal como lo experimentan los demás hermanos dispersos por el mundo, lo que constituye una señal del comienzo del juicio. “Frente a esto hay que fortalecer el vínculo interno. No hay que atraer la represión con bravuconadas, pero si se da, hay que mantenerse firme y aceptar que la contraparte de este sufrimiento es la victoria que se mostrará en el Cristo. Entre tanto, a ningún poder humano podemos confiarnos, sino sólo al Creador fiel”.

El v. 10 puntualiza de cuatro maneras la acción divina para sostener a estas comunidades marginales: la “fuente de todo bien”, quien llamó a los fieles “a compartir con Cristo su gloria eterna”, luego de “estos breves padecimientos”, a) los restablecerá (katartísei), b) los confirmará (steridsei), c) los fortalecerá (sthenósei) y d) los colocará sobre una base inconmovible (themeliósei). Esta acumulación abarca todos los aspectos que pueden esperarse de la intervención divina en la vida individual y comunitaria de la iglesia. Cada una representa el esfuerzo del Señor por consolidar la vida y misión de su pueblo en el mundo. “Se dice en primer lugar que Dios Padre restablecerá a sus hijos. La misma palabra griega se usa para hablar de la reparación de las redes estropeadas (Mt 4,21). […] Además, los confirmará de modo que no puedan ya vacilar y flaquear. Lo que ahora es todavía el quehacer de Pedro, a saber, el de ‘confirmar’ a los hermanos en la fe (Lc 22,32), lo asumirá entonces el Padre […] También los robustecerá. Les conferirá fuerza y vigor juvenil […] Y finalmente ‘hará inconmovible’ esta ‘casa espiritual’ formada de ‘piedras vivas’”.[7]

Por todo ello, “dar razón de la esperanza” (3.15) equivalía a declarar, como una sólida confesión de fe para el momento:

Nosotros somos un pueblo de sacerdotes, una nación escogida, rescatada de la vana manera de vivir de la tradición patria, por el Cristo muerto por las autoridades judías y romanas y resucitado por Dios, al único al que le rendimos culto porque es el único al que reconocemos Señor, y que pronto vendrá para juzgar a todos según su justicia. Todos los demás son dioses falsos, y el Emperador un ser humano respetable porque tiene poder, pero no hemos de reconocerlo como deidad. Todas las dominaciones y potestades están sometidas a este Cristo.[8]





[1] Néstor O. Míguez, “Cristianismos originarios: Galacia, El Ponto y Bitinia”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, núm. 29, p. 86, http://claiweb.org/index.php/miembros-2/revistas-2#26-38.
[2] Ibíd., p. 87.
[3] Ibíd., pp. 87-88.
[4] Ibíd., p. 88.
[5] Ibíd., p. 94.
[6] Ibíd., p. 95.
[7] www.mercaba.org/FICHAS/BIBLIA/Pedro%201/PEDRO_05.htm.
[8] Ibíd., p. 98.

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