jueves, 24 de marzo de 2016

Jesús borró nuestros pecados, L. Cervantes-O.

24 de marzo, 2016

Jesús en manos de los poderes (Lucas 22)
Ya con Jesús en Jerusalén, los poderes político y religioso afilaron sus garras para asumir el control sobre su vida y no “alterar” la Fiesta de la Pascua, aunque para ellos resultase inevitable confrontarse con el clamor popular expresado en la llamada “entrada triunfal”: “Faltaban pocos días para que los judíos celebraran la fiesta de los panes sin levadura. A esta fiesta también se le llamaba Pascua. En esos días, los sacerdotes principales y los maestros de la Ley buscaban la manera de matar a Jesús en secreto, porque le tenían miedo a la gente.” (Lc 22.1-2). Pero al entusiasmo le seguiría el enfriamiento de la multitud hasta llegar al rechazo total. Incluso en su círculo más cercano creció el temor ante las pésimas expectativas que se avizoraban. Los prolijos relatos muestran la forma en que Jesús poco a poco se quedaría solo para enfrentar al aparato represor que lo llevaría al martirio. Lucas refiere cómo, dentro del grupo de discípulos, surgió la traición (22.3-5) para entregarlo a las autoridades.

La cena fue más bien un paréntesis en el proceso de Jesús, quien lo tenía muy claro todo: “He deseado muchísimo comer con ustedes en esta Pascua, antes de que yo sufra y muera” (22.15). A continuación, hubo una discusión sobre quién sería el superior (24-30), e inmediatamente después, Jesús informó a Pedro que habían sido solicitados por el maligno para ser “zarandeados como trigo” (31). En ese diálogo se confirmó la pronta ruptura y deserción del grupo, aunque el Señor les advirtió sobre la manera en que sería considerado: un criminal digno de muerte (37). Su realismo debió ser elocuente, pero ellos demostraron su incomprensión al ofrecer un par de espadas como instrumentos para la imposible defensa de su causa (38), lo que a él no le agradó pues su renuncia a responder a la violencia con más violencia fue absoluta (49-51).

Así llegó el “momento místico” extremo del Señor, su noche oscura, la soledad absoluta al orar en el Monte de los Olivos (39-46), en donde profundizó su diálogo con el Padre, al mismo tiempo que sus discípulos manifestaron su flaqueza y cansancio. Su humanidad estalló y le hizo decirle a Él lo más comprensible del momento: la posibilidad remota de evadir el sufrimiento y la crueldad (42), al grado de que recibió el apoyo de un ángel (43). El énfasis lucano característico expone a un Jesús en agonía, en una lucha espiritual intensísima, al grado de sudar gotas de sangre (44, aunque los manuscritos más antiguos no incluyen estos dos versículos), incluso antes de ser tocado por sus captores. La clave de la “tentación” fue, para él, la explicación de cómo interactuaban las fuerzas históricas violentas y asesinas con el propósito divino de redención. Jesús es una víctima inocente exigida por el sistema sacrificial para que las cosas marchasen como deberían, tal como lo dijo el sumo sacerdote Caifás: “¿No se dan cuenta? Es mejor que muera un solo hombre por el pueblo, y no que sea destruida toda la nación” (Jn 11.50).

Caifás es el sacrificador por excelencia, el que hace morir unas víctimas para salvar a los vivos. Al recordárnoslo, Juan subraya que cualquier decisión verdadera en la cultura tiene un efecto sacrificial (decidere, lo repito, es degollar a la víctima) y por consiguiente se remonta a un efecto de chivo expiatorio no desvelado, a una representación persecutoria de tipo sagrado. […]
Lo que se enuncia en la decisión del sumo pontífice es la revelación definitiva del sacrificio y de su origen. Se enuncia sin que lo sepan el que habla y los que le escuchan. No sólo Caifás y sus oyentes no saben lo que hacen, sino que no saben lo que dicen.[1]

A partir de ese momento, la espiral violenta se desencadenó y fue irreversible: es aprehendido gracias a la señal de Judas (47-53), es negado por Pedro (54-62) y torturado (63-65), para finalmente ser llevado ante el concilio (66-71) y así consumar la farsa de juicio al que fue sometido.

El Hijo borra los pecados humanos (I Juan 3.1-10)
Las cartas de Juan son, por así decirlo, un eco de muchas expresiones de Jesús en el Cuarto Evangelio. Acaso el cap. 17 sea el que mayores resonancias tiene, especialmente en la primera epístola, en donde se van desgranando las consecuencias de lo anunciado por el Señor en ese discurso extraordinario: la filiación divina de sus seguidores (3.1-2); la mímesis con su Salvador (2b) y la búsqueda de ser como él (3); el pecado es desobedecer la ley (4), pero se afirma tajantemente, mediante un filtro teológico que ha colocado a Jesucristo en el lugar más preciso de la historia de la salvación: “Como ustedes saben, Jesucristo vino al mundo para quitar [borrar] los pecados del mundo” (5a). Esa acción, “borrar”, “quitar”, “eliminar”, es radical y definitiva: “Jesús, venido para comunicar la vida, excluye de él y de los que creen en él la realidad del pecado. Quien pretendiera verle o conocerle, permaneciendo en el pecado, se hace ilusiones. Su contacto lleva a cabo en el creyente una purificación que recupera el ser de arriba abajo”.[2] Aquel que es la vida y la luz instala definitivamente esas realidades en la vida de quienes reivindican su nombre. Por contraste, en el lenguaje paulino se afirma que Jesús “anuló el acta de los pecados que había en contra nuestra” (Col 2.14).

La gran afirmación evangélica, condición sine qua non para garantizar la salvación, es la impecabilidad absoluta de Jesús (5b), quien al situarse ante la ley y ser el único que podía cumplirla en su totalidad, podría ser capaz de replantear su relación con la fe, en función de lo que hizo en la cruz. La amistad con Jesús, otro gran tema juanino (Jn 15.14-15) aparece con toda su fuerza (v. 6). Mantenerse unido a él es lo que posibilita la superación del pecado. Las sentencias son precisas: “El que peca, no conoce a Jesucristo ni lo entiende” (6b); “Todo el que obedece a Dios es tan justo como lo es Jesús” (7b); “Por esta razón vino el Hijo de Dios al mundo: para destruir todo lo que hace el diablo” (8b); “Ningún hijo de Dios sigue pecando, porque los hijos de Dios viven como Dios vive” (9a); “Podemos saber quién es hijo de Dios, y quién es hijo del diablo: los hijos del diablo son los que no quieren hacer lo bueno ni se aman unos a otros” (10).

La novedad de vida, posibilitada por el esfuerzo de Jesús, se avistaba en su horizonte al momento de invitar a sus seguidores a la comunión y al compromiso para experimentar la nueva praxis de justicia y amor, realidades absolutas que se hallan en el centro mismo del Evangelio del Reino de Dios. En el contexto tan conflictivo que vivieron las comunidades juaninas, hacia dentro y hacia fuera, el recuerdo de esa noche aciaga se transfiguró en un gran anuncio de salvación plena para toda la humanidad.



[1] René Girard, “Que muera un hombre…”, en El chivo expiatorio. Barcelona, Anagrama, 1986 (Argumentos, 81), p. 152.
[2] Jean Laplace, Discernimiento para tiempos de crisis. Madrid, Ediciones Encuentro, 2005, pp. 108-109.

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