29 de mayo, 2016
Si les
parece que en el territorio que les ha tocado no pueden adorar a Dios, vengan
al lugar que Dios ha elegido para adorarlo. Busquen un lugar en nuestro
territorio donde puedan establecerse, pero no se rebelen contra Dios. Si se
apartan de él, también nosotros resultaremos culpables.
Josué 22.19a, TLA
Las
familias antiguas y modernas han enfrentado siempre la necesidad de conformarse
como comunidades básicas en medio de conflictos internos y externos. Cada nueva
familia marcada por el signo de la fe se ve obligada a aplicar criterios de
convivencia (valores y acuerdos) que satisfagan los postulados de dicha fe así
como las necesidades que van surgiendo en su vida cotidiana. Esta tensión
comienza desde el momento mismo en que las nuevas familias surgen del seno de
las precedentes, pues éstas son quienes determinan, en buena medida, las normas
de comportamiento y consolidación de las más recientes. La transición de una
familia a otra lleva a los nuevos integrantes a establecer pautas de vida por
imitación y aplicación de lo vivido y aprendido en la familia de cada uno, de
modo que sobre la marcha se pueda apreciar cuáles funcionan en la nueva
situación y cuáles no, con lo que los nuevos núcleos caminan, progresivamente,
a crear “tradiciones” propias que tienen que ver con los aspectos más básicos
hasta los más complejos: casa, comidas, horarios, hábitos, diversión,
educación, diálogos y un largo etcétera.
El interesante testimonio que brinda el libro de Josué acerca de
la transición experimentada por el enorme conjunto de las familias que ocuparían
la tierra de Canaán, luego de su conquista en nombre de Yahvé, también estuvo
marcado por numerosas negociaciones y ajustes en el camino de consolidar la
presencia de estas familias en esa tierra. El hecho de que cada tribu formase
parte de un “ejército de ocupación” le dio a este esfuerzo el carácter de una
tarea primeramente militar, en la que la guerra fue el recurso último (y único)
para someter a los habitantes, saquearlos, desalojarlos y arrebatarles su
territorio con base en las promesas que Yahvé les había hecho. Las generaciones
más jóvenes aprendieron que debían hacerse de esta propiedad mediante el uso de
la fuerza y ése fue el criterio dominante para todas las relaciones que
entablaran de ahí en adelante, aunque tendrían que hacerlo con base en la ley
que Moisés les había transmitido. Mientras tanto, la vida continuó y,
seguramente, fueron surgiendo nuevas familias en el transcurso de la ocupación.
Josué 22 es una muestra de cómo la reinstalación de la paz en
Canaán no sería un proceso sencillo y que las diversas familias, clanes y
tribus que formaban la totalidad del pueblo tendrían que encontrar una forma de
gobierno que normara la convivencia cotidiana. Ese capítulo forma parte del
cierre del libro que abarca tres episodios: el regreso de las tribus de Rubén,
Gad y la media de Manasés a Transjordania (22); el discurso de adiós de Josué (23);
y la gran asamblea de Siquem (24). Esas tribus habían cumplido el compromiso de
colaborar con las demás en la conquista de la tierra (Nm 32), y Josué les
permite regresar a su territorio. Allí mismo les expone un discurso-sermón que resulta
muy relevante al momento de comenzar a volver a la “normalidad” (22.2-9), y que
contiene elementos fundamentales para el nuevo rumbo de la nación, enmarcado
como está en el exacto análisis histórico de lo acontecido en los últimos
tiempos en:
Han cumplido todo lo que habían prometido (Jos 1.12- 18). El Señor
también ha cumplido, dando a cada tribu el descanso en su propia tierra. Al
volver a la heredad que Moisés (al que insistentemente se titula “siervo del
Señor”) les había dado, sólo han de tener una preocupación: guardar la ley que
les dio Moisés, que se resume en amar al Señor, seguir sus caminos, guardar sus
mandamientos, mantenerse unidos a él y servirle con todo el corazón y con toda
el alma. Si ellos se ocupan de ser fieles al Señor, el Señor se ocupará de todo
lo demás (Jos 1.7-8).[1]
El desafío del momento consistió, por un lado, en aceptar la
repartición de la tierra tal como se había establecido por los dirigentes del
pueblo y, después, en consonancia con los avances de la conquista guiada por
Yahvé, establecerse pacíficamente en el territorio para retomar su vida
cotidiana con base en el antiguo pacto con el pueblo de Israel. Podría decirse
que los niveles de acuerdo eran el material (tierra y botín) y el espiritual,
puesto que la garantía de la posesión, como bien recordó Josué, sería la
fidelidad a Yahvé y a su pacto. Pero justo allí, en Siló (22.7) surgió un conflicto
entre las tribus de dimensiones mayores, que amenazó con el inicio de una
guerra fratricida: la instalación de un altar que, aparentemente, podría
competir con el de Siló, santuario nacional de gran tradición: “Las demás
tribus entendieron que aquel altar era rival del altar del Señor. Se presupone
la ley de unicidad de santuario, que no estaba en vigor todavía. Dada la
solidaridad de todo el pueblo, para bien y para mal, ese delito acarrearía un
duro castigo para Israel. Se recuerda lo de Fegor, donde el celo de Finees
libró a Israel de una catástrofe mayor (Nm 25.1-13), y lo de Acán (Jos 7)”.[2]
Ante el riesgo de guerra, en donde la figura de Josué cede espacio
a la del sacerdote Finees (en un ejercicio de atribuciones propias de su
labor), vino una negociación entre tribus digna de destacarse: se privilegió el
diálogo y los argumentos ofrecidos a los que se oponían a él (22.15-18) por
quienes hicieron el altar satisfizo (22.22-23):
Transjordania era una tierra impropiamente israelita, menos pura
que la de Cisjordania, donde el Señor había establecido su morada. Cabía pensar
que más allá del Jordán no se podía dar culto al Señor, sino a los dioses del
país. Pero las mismas tribus transjordánicas explicaron su intención:
1. Por supuesto, no se
pueden ofrecer sacrificios al Señor sino en el único altar levantado al Señor
delante de su Morada (Dt 12.10-11).
2. El altar que han
construido es sólo un testimonio para las generaciones futuras de que ellos
también pertenecen a Israel y al Señor.
3. Los sacrificios al
Señor los ofrecen en el lugar donde tiene su morada.
4. La cuestión de la
idolatría ni se plantea siquiera. Así esta narración sirve de apoyo a la
doctrina deuteronomista de la unicidad de santuario.[3]
Varias cosas sobresalen en el episodio: una discusión ejemplar en
la que la mediación sacerdotal y tribal cumplió una función determinante (22.13-14),
el temor a recibir el castigo por culpa de aquellas tribus (22.), la enorme disposición
de las tribus a recibir en el culto a sus hermanos (22.19). Todo ello forma un
conjunto en el que prevaleció la razón y la necesidad de armonizar la
existencia cultual y cotidiana del pueblo de Dios en ese momento. Los conflictos
religiosos y morales entre familias son cosa de todos los días, pero pueden y
deben superarse mediante al diálogo y la disposición de todas las partes
implicadas. Una gran lección histórica para todos los tiempos.
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