sábado, 28 de mayo de 2016

Conflictos entre familias, L. Cervantes-O.

29 de mayo, 2016

Si les parece que en el territorio que les ha tocado no pueden adorar a Dios, vengan al lugar que Dios ha elegido para adorarlo. Busquen un lugar en nuestro territorio donde puedan establecerse, pero no se rebelen contra Dios. Si se apartan de él, también nosotros resultaremos culpables.
Josué 22.19a, TLA

Las familias antiguas y modernas han enfrentado siempre la necesidad de conformarse como comunidades básicas en medio de conflictos internos y externos. Cada nueva familia marcada por el signo de la fe se ve obligada a aplicar criterios de convivencia (valores y acuerdos) que satisfagan los postulados de dicha fe así como las necesidades que van surgiendo en su vida cotidiana. Esta tensión comienza desde el momento mismo en que las nuevas familias surgen del seno de las precedentes, pues éstas son quienes determinan, en buena medida, las normas de comportamiento y consolidación de las más recientes. La transición de una familia a otra lleva a los nuevos integrantes a establecer pautas de vida por imitación y aplicación de lo vivido y aprendido en la familia de cada uno, de modo que sobre la marcha se pueda apreciar cuáles funcionan en la nueva situación y cuáles no, con lo que los nuevos núcleos caminan, progresivamente, a crear “tradiciones” propias que tienen que ver con los aspectos más básicos hasta los más complejos: casa, comidas, horarios, hábitos, diversión, educación, diálogos y un largo etcétera.
El interesante testimonio que brinda el libro de Josué acerca de la transición experimentada por el enorme conjunto de las familias que ocuparían la tierra de Canaán, luego de su conquista en nombre de Yahvé, también estuvo marcado por numerosas negociaciones y ajustes en el camino de consolidar la presencia de estas familias en esa tierra. El hecho de que cada tribu formase parte de un “ejército de ocupación” le dio a este esfuerzo el carácter de una tarea primeramente militar, en la que la guerra fue el recurso último (y único) para someter a los habitantes, saquearlos, desalojarlos y arrebatarles su territorio con base en las promesas que Yahvé les había hecho. Las generaciones más jóvenes aprendieron que debían hacerse de esta propiedad mediante el uso de la fuerza y ése fue el criterio dominante para todas las relaciones que entablaran de ahí en adelante, aunque tendrían que hacerlo con base en la ley que Moisés les había transmitido. Mientras tanto, la vida continuó y, seguramente, fueron surgiendo nuevas familias en el transcurso de la ocupación.
Josué 22 es una muestra de cómo la reinstalación de la paz en Canaán no sería un proceso sencillo y que las diversas familias, clanes y tribus que formaban la totalidad del pueblo tendrían que encontrar una forma de gobierno que normara la convivencia cotidiana. Ese capítulo forma parte del cierre del libro que abarca tres episodios: el regreso de las tribus de Rubén, Gad y la media de Manasés a Transjordania (22); el discurso de adiós de Josué (23); y la gran asamblea de Siquem (24). Esas tribus habían cumplido el compromiso de colaborar con las demás en la conquista de la tierra (Nm 32), y Josué les permite regresar a su territorio. Allí mismo les expone un discurso-sermón que resulta muy relevante al momento de comenzar a volver a la “normalidad” (22.2-9), y que contiene elementos fundamentales para el nuevo rumbo de la nación, enmarcado como está en el exacto análisis histórico de lo acontecido en los últimos tiempos en:

Han cumplido todo lo que habían prometido (Jos 1.12- 18). El Señor también ha cumplido, dando a cada tribu el descanso en su propia tierra. Al volver a la heredad que Moisés (al que insistentemente se titula “siervo del Señor”) les había dado, sólo han de tener una preocupación: guardar la ley que les dio Moisés, que se resume en amar al Señor, seguir sus caminos, guardar sus mandamientos, mantenerse unidos a él y servirle con todo el corazón y con toda el alma. Si ellos se ocupan de ser fieles al Señor, el Señor se ocupará de todo lo demás (Jos 1.7-8).[1]

El desafío del momento consistió, por un lado, en aceptar la repartición de la tierra tal como se había establecido por los dirigentes del pueblo y, después, en consonancia con los avances de la conquista guiada por Yahvé, establecerse pacíficamente en el territorio para retomar su vida cotidiana con base en el antiguo pacto con el pueblo de Israel. Podría decirse que los niveles de acuerdo eran el material (tierra y botín) y el espiritual, puesto que la garantía de la posesión, como bien recordó Josué, sería la fidelidad a Yahvé y a su pacto. Pero justo allí, en Siló (22.7) surgió un conflicto entre las tribus de dimensiones mayores, que amenazó con el inicio de una guerra fratricida: la instalación de un altar que, aparentemente, podría competir con el de Siló, santuario nacional de gran tradición: “Las demás tribus entendieron que aquel altar era rival del altar del Señor. Se presupone la ley de unicidad de santuario, que no estaba en vigor todavía. Dada la solidaridad de todo el pueblo, para bien y para mal, ese delito acarrearía un duro castigo para Israel. Se recuerda lo de Fegor, donde el celo de Finees libró a Israel de una catástrofe mayor (Nm 25.1-13), y lo de Acán (Jos 7)”.[2]
Ante el riesgo de guerra, en donde la figura de Josué cede espacio a la del sacerdote Finees (en un ejercicio de atribuciones propias de su labor), vino una negociación entre tribus digna de destacarse: se privilegió el diálogo y los argumentos ofrecidos a los que se oponían a él (22.15-18) por quienes hicieron el altar satisfizo (22.22-23):

Transjordania era una tierra impropiamente israelita, menos pura que la de Cisjordania, donde el Señor había establecido su morada. Cabía pensar que más allá del Jordán no se podía dar culto al Señor, sino a los dioses del país. Pero las mismas tribus transjordánicas explicaron su intención:
1. Por supuesto, no se pueden ofrecer sacrificios al Señor sino en el único altar levantado al Señor delante de su Morada (Dt 12.10-11).
2. El altar que han construido es sólo un testimonio para las generaciones futuras de que ellos también pertenecen a Israel y al Señor.
3. Los sacrificios al Señor los ofrecen en el lugar donde tiene su morada.
4. La cuestión de la idolatría ni se plantea siquiera. Así esta narración sirve de apoyo a la doctrina deuteronomista de la unicidad de santuario.[3]

Varias cosas sobresalen en el episodio: una discusión ejemplar en la que la mediación sacerdotal y tribal cumplió una función determinante (22.13-14), el temor a recibir el castigo por culpa de aquellas tribus (22.), la enorme disposición de las tribus a recibir en el culto a sus hermanos (22.19). Todo ello forma un conjunto en el que prevaleció la razón y la necesidad de armonizar la existencia cultual y cotidiana del pueblo de Dios en ese momento. Los conflictos religiosos y morales entre familias son cosa de todos los días, pero pueden y deben superarse mediante al diálogo y la disposición de todas las partes implicadas. Una gran lección histórica para todos los tiempos.



[1] Andrés Ibáñez Arena, “Josué”, en Comentario al Antiguo Testamento. I. Salamanca, PPC-Sígueme-Verbo Divino-La Casa de la Biblia, 1997, p. 329, www.ebam.org/libros/Comentario-Al-Antiguo-Testamento-I-pentateuco-y-libros-historicos.pdf.
[2] Ídem.
[3] Ídem.

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