12 de junio de 2016
Entre las enseñanzas de la iglesia y la
religión cristiana, está el tema de la dependencia del ser humano en Dios. Es
uno de los grandes relatos del cristianismo, que celebra al Dios supremo, a
quien los hijos de Dios le deben la gloria y el poder. El salmo 29 hace una
descripción poética majestuosa del Señor en carácter del Dios de la tormenta,
que a lo largo de los versículos que lo conforman, el Señor va demostrando su
predominio, “se sienta victorioso en su trono sobre las aguas ‘como rey para
siempre’.[1]
Es un salmo que recuerda al ser humano que la presencia de Dios lo llena todo.
El trueno (la voz de Dios) y el relámpago (su esplendor), resuena y resplandece
de arriba a abajo, de norte a sur y de oriente a poniente. Recalca que es una
voz divina, potente, majestuosa que doblega, no sólo al ser humano, también a
los árboles y a los altos montes.
Ante
una descripción de la presencia divina como la del salmo 29, al ser humano, no
le queda más que postrarse, adorarle y celebrar la gloria de Dios, cuyo trono
es estable y que su poder solamente es para el beneficio de su pueblo. Aquí los
creyentes se estremecen ante el Señor, porque es una divinidad que se sienta
sobre las aguas diluviales, se sienta como rey eterno. Es quien da fuerza a su
pueblo y quien lo bendice con la paz. Un poema que infunde seguridad,
confianza, dependencia.
Con
este salmo y con otras fuentes bíblicas nos podrán fundamentar que los seres
humanos dependemos totalmente de Dios, un ser todopoderoso, omnisciente y
omnipresente. Pero ante situaciones específicas, esta dependencia puede ser
suplantada por algo distinto. Un salmo como el 29 que es estremecedor, puede
ser superado y enviado al olvido en muchas ocasiones por las necesidades del
ser humano. Por la misma condición de vida de las personas, ese Dios glorioso,
ese Dios que lo llena todo, a veces se vuelve distante o de plano se ausenta.
Parte de nuestra cotidianidad, se escucha en estos tiempos, la ausencia de Dios
en situaciones específicas de dolor, de pérdida, de crisis. Si muchos hoy
cuestionan la presencia o incluso la existencia de Dios, por tanto, se hace
patente la ineficacia, en cierto sentido, de la iglesia y de los creyentes.
Refugio a lo seguro
Por eso la dependencia y la confianza
que el creyente tiene con Dios muchas veces es temporal, cuando viene los
golpes de la vida, uno se olvida de este vínculo y buscamos refugiarnos en
otras instancias. Saber que: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro
pronto auxilio en las tribulaciones” (Sal 46,1), por más que uno lo tenga en
mente, pronto queda en el olvido, porque ante los achaques, los tropiezos, las
caídas y golpes de la vida que no son nada insignificantes, se necesita de algo
que funcione y de resultado inmediatamente. Jesús invierte la enseñanza común
en los evangelios, para él, el ser humano y todo lo que le sucede, es tan
importante que es Dios mismo quien sale a nuestro encuentro y se vacía en cada
persona.
El
evangelio de Juan nos habla de eso. El relato que hoy nos ocupa, se desarrolla
en torno a una festividad importante para los judíos. Los invito a situarnos y
que tratemos de comprender un poco la vida de las personas que acompañaron a
Jesús hasta su muerte. Recordemos, que la pascua[2]
desde los patriarcas hasta los tiempos de Jesús, era una festividad que
celebraba el pueblo hebreo/judío para conmemorar su libertad e independencia de
los poderes dominantes, este acontecimiento se plasma simbólicamente en la
liberación del poder político, económico y religioso egipcio. A lo largo de la
historia del pueblo de Israel, la fiesta pascual ha sido momento clave, en
donde el pueblo reflexiona y anhela una libertad e independencia real. Ellos
buscaron sentirse libres e independientes de todo poder político y religioso,
pero la realidad era otra, cada vez que se liberaban de un poder mayor, era
para ser sometidos por otros.
Eso
era el descontento generalizado por los judíos en los tiempos de Jesús. Según
la historia del pueblo de Israel, siempre habían vivido en la expectativa y en
la espera, los hebreos y después los judíos esperaron al libertador, al mesías.[3]
Y la llegada de Jesús como un líder distinto a los tantos que habían surgido, hizo
que mucha gente depositara su confianza en él. Entre ellos encontramos líderes
de grupos sociales y religiosos, mujeres, viudas, enfermos, pobres, personas excluidas
cultural, social y religiosamente. Cada uno de ellos apostaron por el Nazareno
como la persona que traería realmente la independencia de su país, en aquel
entonces apoderado por Roma.
Lo que hicieron las personas que seguían
a Jesús, es lo que muchos hacemos hoy día. En medio de tantas inquietudes y
sobre todo necesidades, solemos refugiarnos a lo seguro. Y la persona de Jesús
representaba eso: seguridad. En él se depositó toda esperanza de personas
necesitadas, violentadas, marginadas por los sistemas dominantes. Con la muerte
de Jesús en la cruz, aquél primer domingo de fiesta pascual, las expectativas
cambiaron. La mayoría, si no es que todos, sufrieron una gran desilusión al ver
que el hombre que traería una nueva realidad para el pueblo judío fue
aprehendido y crucificado por el poder dominante. En ese momento todos
corrieron, huyeron, le negaron con tal de no ser enjuiciados por los mismos
delitos de sedición y blasfemia como a Jesús.
Hermanos, hermanas, cuando en la vida nos llega algún
fracaso, cuando nos topamos con momentos difíciles, casi todos reaccionamos y
solemos refugiarnos en lo seguro. Cuando nos dan una mala noticia, nos despiden
del trabajo, nos dan un diagnóstico médico no deseado, cuando una relación se
rompe, cuando un proyecto fracasa, después de darle vueltas a la cabeza,
buscamos lo habitual. Esa misma experiencia atravesaron los seguidores y
discípulos de Jesús. El maestro ha perecido, ha sido llevado a la tumba, qué
más queda hacer. El proyecto “ha fracasado”. En ese sentido, no queda nada que
hacer, los discípulos regresaron a lo suyo. Su aventura de casi tres años, sus
sueños construidos en tres años se han desmoronado. Y lo común es volver a lo
habitual. Los discípulos huyeron de Jerusalén y se refugiaron en Galilea, su
lugar de origen, y vuelven no sólo a casa, sino a su antigua profesión de
pescadores, es lo que ellos saben hacer y es muy razonable que hayan actuado
así.
No tengo nada (La vaciedad)
Pedro y los demás se fueron a pescar, dice
el evangelio. “Pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya estaba
amaneciendo, Jesús se encontraba en la playa; pero los discípulos no
reconocieron que era Jesús. Jesús les dice: Muchachos, ¿tienen algo de comer?
Ellos contestaron: No” (Jn 21,5). Seguramente, así hemos estado, o así estamos.
Toda la noche lidiando en lo nuestro y no hemos logrado pescar nada. Eran
pescadores profesionales y sabían las artes de la pesca y aun así, no habían
logrado nada. Hermanos, hermanas en ocasiones así estamos vacíos, sin ideas
claras sobre lo que hay hacer y hacia dónde ir, más vacíos aun cuando parece
que el resucitado está ausente.
No tenían la idea
clara, decepcionados, desilusionados, fracasados no sabemos que sentimientos
experimentaban. Pero lo que el evangelio nos quiere transmitir en este día, es
que sólo cuando con sinceridad uno reconoce sus carencias: “no tengo nada”, es
capaz de atreverse a comenzar de nuevo, de ilusionarse como un niño y volver a
echar las redes. Sabemos bien, que cuando estamos llenos, que cuando nuestra red
se rompe por la abundancia, que cuando estamos lleno de todo en una sociedad
consumista como la nuestra, no somos capaces o más bien, nos cuesta mucho
trabajo ver más allá.
Este sujeto que
estaba en la playa, al escuchar la respuesta de que no tenían nada para comer,
les dijo: “Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán” (Jn 21,6).
Tiraron la red y era tanta la abundancia de peces que no tenían fuerzas para
sacarla, no podían arrastrarla. El evangelista describe de esta manera la
confianza absoluta en la Palabra del Señor. Siguiendo la palabra del Señor,
realizan una pesca asombrosa. Con la técnica de pesca del momento era increíble
que capturaran tantos peces y que la red soportara. Lo que no consigue la
capacidad humana, ni con todas nuestras fuerzas, lo puede el Señor. “Lo que es
imposible para los hombres, es posible para Dios” (Lc 18,27).
Del no tengo nada
a pescar 153 peses después de haber oído al Señor. Cuando llegaron a la tierra,
los discípulos ven unas brasas preparadas y encima pescado y pan. Jesús les
dice: “Traigan algo de lo que acaban de pescar” (Jn 21,10), vengan a comer. De
las carencias, de la vaciedad, la vida se llena de presencia y entonces somos
capaces de superar las pruebas: “Vengan a comer”, estamos en la eucaristía, en
el recuerdo de la Última Cena: “Jesús se acercó, tomó el pan y se lo repartió e
hizo lo mismo con el pescado”. Queda claro que Jesús está entre nosotros:
“Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntar quién era, porque sabían bien
que era el Señor” (Jn 21,12). Aquel día así amaneció en el lago de Tiberíades,
se recobró la esperanza, el mar de las dudas se calmó, el signo de la comida
fraterna es la evidencia de que el Viviente está en nuestra vida.
El encuentro
Pero Jesús, no sólo espera a la orilla del
lago a los discípulos. Claro, el resucitado viene al encuentro de aquellos que
atraviesan algún conflicto, alguna necesidad física, emocional, social. Los
discípulos eran esperados con una pregunta: “¿Tienen algo de comer?”, al
recibir una respuesta negativa, él les da las instrucciones de pesca. Al rato
llegan con 153 pescados y Jesús estaba ahí. Esta es la dinámica de ese ser que
aparentemente está “ausente” cuando más lo necesitamos. Él no espera a que el
ser humano vaya hacia él. Él viene a nuestro encuentro. La dinámica pastoral de
Jesús, tampoco consiste en que el dé absolutamente todo y llene nuestras
necesidades, sino que, nos enseña a compartir. Distintos biblistas interesados
en el evangelio de Juan, manifiestan que los 153 expresa simbólicamente la plenitud
y variedad de la pesca evangélica.
Simbólicamente, es
la reunión ecuménica de los seres humanos dentro de la Iglesia, nosotros
sabemos que la humanidad entera es destinataria del mensaje del amor de Dios. Y
también sabemos que no sólo nosotros hemos estado vacíos, mucha gente necesita
ser llenos de esperanza, de perdón, de aceptación. Sabiendo esto, nuestra
respuesta ante el encuentro con Jesús, el resucitado, habría de ser como el de
Pedro, tal como se manifiesta en los versículos 15 al 17: Pedro estaba vacío,
lo único que podía responder a su Señor es: “Sí Señor, tú conoces todo, tú
sabes que te quiero”, esta respuesta lo repite en tres ocasiones.
Seguirle, quererle
y aceptarle a Él, es querer y aceptar a todos sus hijos, sobre todo a los más desamparados.
No intentemos nunca romper la red de la comunión, respetemos la integridad de
todos aquellos y aquellas que la red trae hacia el Señor. Esto es lo
maravilloso, al encontrarnos realmente con el resucitado, en la red hermanos y
hermanas, en la Iglesia cabemos todos. En la red ya no hay buenos ni malos, es
más ni los peces grandes se comen a los chicos, eso no debe suceder en esta
red.
No
debemos guardar nada, sino saber compartir y llenarnos mutuamente según las
necesidades de cada uno, esto con la ayuda del Señor. La misión de la Iglesia
no es guardar nada, sino arrastrar a todos hacia Jesús. Y para hacer efectivo
este proyecto cuenta con nosotros, sus discípulos de hoy. Estas son las
maravillas, las buenas nuevas de nuestro relato de hoy. Él se aparece, él está
allí, viene a nosotros y cada día nos espera en la orilla de nuestros mares
turbulentos, en la calle, en el trabajo, en los hogares, en cualquier esquina. Jesús,
nuestro Señor está con nosotros en nuestra vida, aprendamos a percibir los
signos de su presencia en la gente que encontramos, en el bien que los demás
hacen por nosotros y en todo lo que hacemos los unos por los otros. Que esto
nos dé a todos entusiasmo y alegría.
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