miércoles, 28 de diciembre de 2016

La fidelidad del Señor en todas las épocas, L. Cervantes-O.

31 de diciembre, 2016


Y aunque no seamos fieles,
Cristo permanece fiel;
porque él jamás rompe su promesa.
II Timoteo 2.13, Traducción en Lenguaje Actual

Una fidelidad probada en la historia
La segunda carta a Timoteo contiene una de las mejores afirmaciones que hace el Nuevo Testamento acerca de la interrelación entre la fidelidad de Dios y la de aquellos que se han unido a él a través de Jesucristo en un nuevo pacto. La continuidad que el apóstol Pablo encontró entre lo acontecido en la antigüedad y lo que sucedió a partir de la obra redentora de Jesucristo se expresa en esta “carta pastoral” como un conjunto de afirmaciones necesarias para estimular al joven pastor Timoteo en su camino de fe. Es una “exhortación al coraje apostólico”.[1] Luego de invitarlo a llevar a cabo su ministerio de la mejor manera, ahora le asegura que Dios estará a su lado para soportar cualquier cosa (2.1a). Él mismo le recuerda que ha enseñado a otros y que Timoteo deberá hacer lo mismo para que el mensaje se reproduzca indefinidamente (2.2). Se trata de ser “un buen soldado” del Señor y estar dispuesto a sufrir por él (2.3), pues en la milicia la obediencia irrestricta es la base de todo (2.4). Lo mismo sucede con los atletas que participan con la esperanza de ganar respetando las reglas establecidas (2.5). Y también con los campesinos, que deben trabajar la tierra antes de beneficiarse de ella (2.6). Pensar en todo ello es importante, subraya el apóstol (2.7a), para aprender las lecciones de cada metáfora, de cada comparación, a fin de aplicarla a la existencia cristiana.

Qué mejor oportunidad que un último día del año para acercarse a este pasaje y así apreciar el empeño paulino por reforzar en su discípulo la comprensión de la fidelidad divina a partir de su experiencia porque es posible preguntarse acerca de estas exhortaciones: “¿No se referirán, más allá de este discípulo, a todos los que desean ser soldados de Cristo?”.[2] Observar la realidad circundante y reflexionar en profundidad es una tarea que Pablo considera ineludible para un nuevo líder que desea cumplir a cabalidad los propósitos divinos. Timoteo cumpliría ampliamente las expectativas de Pablo, tal como lo atestiguan las palabras de Filipenses 2.22: “Pero ustedes ya conocen la buena conducta de Timoteo, y saben que él me ha ayudado como si fuera mi hijo. Juntos hemos anunciado la buena noticia”. La efectividad de la reflexión deberá mostrarse en las acciones concretas, es decir, en la fidelidad para el ministerio al que Dios ha llamado. “Y el Señor Jesucristo te ayudará a entenderlo todo” (2.7b): la mirada del apóstol siempre centrada en Cristo permitirá que la meditación aterrice en el ámbito de la fe cotidiana, individual y colectiva, justo allí donde se define y se observa la fidelidad divina en los hechos.

Un Dios fiel en cada circunstancia
“¡Acordarse de Jesucristo!”: premisa básica para la fe cristiana en un contexto litúrgico, lo que complementa el acto de la memoria del Señor en la vida de la comunidad, aunque en las cartas pastorales no hay ninguna alusión directa al banquete eucarístico. “Sin embargo, en este fragmento litúrgico se podría percibir un eco de la orden del Señor: ‘Haced esto en memoria mía’”.[3] En la fórmula “de la estirpe de David” se nota la huella de una antigua confesión de fe judeo-cristiana, en la que se inspiró Pablo en Ro 1.3-4. El orden es aquí muy importante: la fe se refiere, en primer lugar, al Resucitado, cuyo origen se relaciona con las promesas hechas a David (II Sam 7). Este recuerdo litúrgico se orienta hacia la consumación de la salvación, hacia el tiempo en que aparecerá el Señor Jesús en su gloria celestial (II Tim 2.10).

El anuncio de esa buena noticia no ha sido fácil y le ha costado la cárcel y cadenas “como un criminal” (2.9a), pero al mensaje de Dios nadie puede someterlo (2.9b). Ésa es la razón para soportar todo tipo de sufrimientos (2.10a), a fin de que los elegidos “se salven y reciban la vida eterna que Cristo ofrece junto a Dios” (2.10b). El pasaje concluye con un himno (de contexto bautismal) que destaca la fidelidad de Dios: “…la participación en la vida de Cristo se expresa aquí en futuro, ya que no se piensa ahora en la vida presente, la vida de la gracia, sino en la participación en el reino de Cristo cuando él se manifieste por segunda vez (I Tim 6.14)”. Cada estrofa coloca los beneficios de la salvación en relación con una condición presente complicada, pero llena de esperanza: a) “Si morimos por Cristo,/ también viviremos con él” (11); b) “Si soportamos los sufrimientos,/ compartiremos su reinado” (12a); c) “Si decimos que no lo conocemos,/ también él dirá que no nos conoce” (12). “Para participar del reino mesiánico, se impone la fidelidad, una fidelidad capaz de resistir a todas las presiones en contra”.[4] El himno se inspira aquí en una frase evangélica sobre la confesión de Cristo: “A todo aquel que declare por mí ante los hombres, yo también lo declararé ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue entre los hombres, lo negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10.32s; Lc 12.8s).

A pesar del sombrío horizonte de la infidelidad, expresado en el v. 13, predomina la confianza. Pablo afirma varias veces: “Dios es fiel” (I Co 1.9; 10.13; I Tes 5.24), lo que muestra una aguda conciencia de esa inmensa realidad de fe. Si fallamos (en la historia personal o en la comunitaria), existe la certeza plena de que Él no lo hará (13a), pues lo ha demostrado muchas veces y, sobre todo, no puede negar su naturaleza (13b). Ésa es la base absoluta de la fe cristiana para afrontar los años que se tengan por delante, tal como lo ha demostrado la historia de la salvación desde la antigüedad más remota. Sumarse a ella es participar continuamente de la fidelidad de Dios en toda su plenitud.

¡Señor, Dios nuestro! Sí, te damos gracias porque tú permaneces, tú eres, y tus años no tienen fin, porque también a nosotros nos quieres conceder y nos concedes el permanecer, porque tu palabra, en la que para nosotros se abre tu corazón y habla a nuestro corazón, permanece. Otórganos la libertad de mantenernos en ella, y sólo en ella, allá donde todo pasa.
Y haz que con esta libertad demos hoy el último paso en el año viejo, y el primero mañana en el año nuevo, y todos los demás a lo largo de nuestro modesto tiempo, quizás largo todavía, tal vez corto.
Y ve despertando e iluminando siempre nuevos hombres, aquí y allá, a la misma libertad —viejos y jóvenes, importantes y humildes, inteligentes e insensatos— para que puedan ser testimonios de lo que permanece por siempre. Da un poco, quizás será mucho lo que darás, de la claridad matinal de la eternidad dentro de las cárceles de todo el mundo, en las clínicas y en las escuelas, en las salas de consejos y en los gabinetes de redacción, en todos los lugares en que los hombres sufren y trabajan, hablan y deciden, y tan fácilmente olvidan que tú llevas el mando y que ellos son responsables ante ti. Y haz entrar también esta claridad matinal en los corazones y en las vidas de nuestros parientes en casa y de tantos pobres, abandonados, desconcertados, hambrientos, enfermos y moribundos, conocidos y desconocidos. No nos la niegues tampoco a nosotros, cuando suene nuestra hora.
Oh gran Dios, nosotros te alabamos. Sólo confiamos en ti, haz que no nos perdamos. Amén.[1]






[1] Edouard Cothenet, Las cartas pastorales. Estella, Verbo Divino, 1991 (Cuadernos bíblicos, 72), p. 6.
[2] Ibíd., p. 8.
[3] Ibíd., p. 37.
[4] Ibíd., pp. 37-38.
[5] K. Barth, “Lo que permanece (Isaías 40.8)”, en Al servicio de la Palabra. Salamanca, Sígueme, 198, p. 205.

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