4 de diciembre, 2016
Esto es
verdad, y todos deben creerlo: Jesucristo vino [elthen] a este mundo para salvar a los pecadores del castigo que
merecen, ¡y yo soy el peor pecador de todos! Pero Dios fue bueno y me salvó.
I Timoteo 1.15-16, Traducción en Lenguaje Actual
Saulo de Tarso, contemporáneo de Jesús
Una reconstrucción histórica de la vida del apóstol Pablo llevaría a
encontrarlo desde su natal ciudad de Tarso, en la región de Cilicia (Hch 21.39:
“una ciudad que no carece de renombre”, 22.3), alrededor del año 6 d.C., como
parte de una familia judía ejemplar (farisea, aunque no en el sentido
peyorativo) que lo envió, muy joven (quizá a los 16 años), a estudiar a
Jerusalén. Allí, “a los pies de Gamaliel” (Hch 5.34, 22.3), aprendió los
misterios de la Ley antigua, así como su interpretación. Para entonces, los
judíos representaban entre el 7 y 8 por ciento de la población romana, es
decir, unos 4 o 6 millones.[1]
En Jerusalén, Saulo tiene una hermana casada, en cuya casa viviría (Hch 23.16).
Él mismo testifica de su aprendizaje profundo. “Cumplí con la religión judía
mejor que muchos de los judíos de mi edad, y me dediqué más que ellos a cumplir
las enseñanzas recibidas de mis antepasados” (Gál 1.4). Saulo tendría
unos 18 años cuando Jesús de Nazaret comenzó su ministerio, alrededor del año
27. La comparación entre ambos es casi obligada:
¿Qué se dirían en caso de encontrarse, este carpintero
de 30 años y este estudiante de 18? Poca cosa, quizá. Son distintos en todo y,
por ahora, todo les separa. El primero nació en el campo; el segundo es una
gran ciudad. El Nazareno ha pasado toda su juventud entre artesanos y
campesinos; el tarsiota se ha movido, desde la infancia, en medio de
comerciantes acomodados […] Uno ha conocido sólo al maestro de la escuela primaria;
el otro se ha rozado con las grandes mentes. El mayor vive en lo concreto; el
más joven, en lo abstracto. A Jesús le gustan las mieses que crecen, los
pájaros que cantan, las flores que embalsaman y los peces que surcan la superficie
azul del mar de Genesaret; Saulo no conoce por ahora más que los rollos del
pergamino, los estiletes y las plumas. El carpintero está a gusto entre la
gente sencilla; el estudiante se complace en el seno de una elite cultivada.[2]
Dejó Jerusalén aproximadamente en el año 25, con cerca de 19 años, y
volvió a Tarso para ejercer su oficio de tejedor (Hch 18.3). Los acontecimientos
alrededor de la muerte de Jesús no los conocería de manera inmediata, pero
progresivamente se van acumulando para hacer surgir lo que sería la comunidad de
Jerusalén. Saulo volvió a Jerusalén, quizá para subir otro peldaño en la
jerarquía religiosa, en el año 34 probablemente. Entonces aparece en escena
durante el martirio de Esteban (Hch 7.58), con la que estuvo totalmente de
acuerdo (Hch 8.1) pues más tarde comenzaría su carrera como inquisidor pertinaz
y despiadado al dirigir un auténtico “escuadrón de la muerte” (Hch 8.3). “Yo
estaba en el colmo de la rabia”, diría más tarde (Gál 1.13). Y partió para Damasco,
autorizado para seguir allá con esa campaña punitiva (9.1-2, 14). Era ya el año
36.
Comprender la historia de la salvación e insertarse en
ella con la fe propia
Pero allí vendría
el punto de quiebre, una situación inesperada, justo en el momento en que apasionadamente
perseguía a los “nazarenos”. Con este trasfondo biográfico y existencial, quien
sería posteriormente “el apóstol de los gentiles”, fue confrontado con la
realidad irrefutable del advenimiento del Hijo de Dios al mundo en la persona
de Jesús de Nazaret: “Pero Dios me amó mucho y, desde antes de nacer, me eligió
para servirle. Además, me mostró quién era su Hijo, para que yo anunciara a
todo el mundo la buena noticia acerca de él” (Gál 1.15-16a). Su lenguaje evoca
los llamados proféticos de la antigüedad y Saulo se ubica conscientemente en
esa tradición, pero ahora desde una perspectiva diferente. Estrictamente
hablando, fue un judío converso (hoy le llamarían “mesiánico”) que se apasionó
por la causa de Jesús y se dedicó a proclamar su mensaje. Con el paso del
tiempo, el flamante apóstol, nombrado como tal fuera de los círculos cercanos a
Jesús, se compenetra del mensaje de la nueva comunidad y aprende el credo
cristológico condensado en las brevísimas palabras: “Esto es verdad, y todos
deben creerlo: Jesucristo vino [elthen]
a este mundo para salvar a los pecadores del castigo que merecen” (I Tim 1.15a).
Quien habla es la tradición de la comunidad en labios de Pablo, quien ha
asumido esta verdad profundamente para sí. A todo lo aprendido en términos teológicos
e históricos, el apóstol agregaría ahora la forma en que la iglesia inicial se
sumó a la historia de la salvación.
En la “carta
pastoral” dirigida a Timoteo, san Pablo no duda en aplicar el credo a su propia
persona. El texto “se presenta como un cántico de acción de gracias, Que
comienza con una manifestación de gratitud para terminar con una doxología. En
el centro, una declaración de estilo evangélico introducida con solemnidad”.[3]
La conciencia de fe que muestra el apóstol es una gran lección existencial,
pues al lado de la grandilocuencia con que se presenta el suceso del advenimiento
del Hijo de Dios en el mundo, de su entrada en las categorías humanas de tiempo
y espacio, Pablo da un salto sustancial al colocarse él mismo como objetivo de
esa historia: “de los cuales yo soy el primero” o el peor. Semejante esfuerzo
de síntesis y de aplicación a la vida personal de esa obra de salvación había
marcado toda su vida al otorgar al mensaje un tono propio y nada alejado de lo
que había vivido. La manifestación del Hijo de Dios en el mundo, su aspecto
epifánico, es asumido por él como una cuestión aplicable directamente a la
salvación individual.
En I Tim 1, Pablo
recapitula el valor ético y espiritual de la ley antigua, así como su función
en el camino del conocimiento de la voluntad divina (vv. 8-11). A continuación,
revisa su pasado y se autocritica profundamente, celebrando el llamado que
recibió (vv. 12-14), para desembocar en la gran afirmación cristológica a la
cual se suma sin dejar lugar a dudas: cada ser humano puede iluminado por la
inmensa realidad salvífica llevada a cabo en la inserción del Hijo de Dios en
la historia, con todas sus contradicciones y posibilidades. Es lo que también
se afirma en la celebración del Adviento y que cantó tan bellamente Josef
Brodsky (Premio Nobel 1987) en sus Poemas
de Navidad:
Imagina
que el Señor en el Hijo del Hombre por vez primera
se
reconoce a Sí mismo, a una distancia remota, en las tinieblas:
un
vagabundo en otro vagabundo.[4]
[1] Cf. Paul Dreyfus, Pablo
de Tarso: ciudadano del Imperio. Madrid, Palabra, 1997, p. 20.
[2] Ibid.,
p.
69.
[3] Edouard Cothenet, Las cartas pastorales. Estella, Verbo Divino, 1991 (Cuadernos bíblicos,
72), p.
20.
[4] J. Brodsky, Antología
esencial, p. 29, files.bibliotecadepoesiacontemporanea.webnode.es/.../Joseph%20Brodsky%202.pdf.
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