24 de diciembre, 2016
Algo así
pasaba con nosotros cuando todavía no conocíamos a Cristo: los espíritus que
controlan el universo [ta stoijeia tou
kosmou] nos trataban como si fuéramos sus esclavos. Pero, cuando llegó el
día señalado [pléroma tou chronou]
por Dios, él envió [apésteilen] a su
Hijo, que nació de una mujer [genóme non
ek gynaikós] y se sometió a la ley [genómenon
jupo nómon] de los judíos.
Gálatas 4.3-4, Traducción en Lenguaje Actual
Hasta que llegó
“el día señalado por Dios”
En el muy peculiar estilo paulino, la doctrina de la encarnación
adquiere tintes dramáticos, de una intensidad poco común para describir el
esfuerzo divino por hacerse presente y actuante desde adentro mismo de la historia
humana. La “Navidad” para San Pablo está íntimamente relacionada con la
realidad extraordinaria de la adopción que hace Dios de sus criaturas humanas
como hijos e hijas suyos. Así lo expuso en su epístola a los creyentes de la
región de Galacia, con lo que evidencia que él no tenía en la mente la idílica
historia de Belén (aunque sin duda la conoció) ni mucho menos el “ambiente
navideño”, no al menos como ahora lo conocemos. Él quiso ir a la raíz de las cosas,
una actitud que bien podría imitar la cristiandad de estos tiempos veleidosos y
superficiales. Por eso nos acercamos a su reflexión, para así complementar la
alegría y el gozo que nos embargan con una buena dosis de comprensión de los
planes mayores de Dios. Más apegado al uso negativo de la palabra carne y sus derivados, debió incorporar a su fe y pensamiento
la manera tan positiva en que el resto de los testigos cristianos hablaron de
cómo Dios se insertó en la humanidad de Cristo al mundo pues, como lo
percibieron ellos, “con la encarnación de Dios, en la historia de Jesús se
fusionaron en una unidad la realidad de Dios y la realidad del mundo”.[1]
Y en la propia tradición paulina el énfasis es el mismo: primero con el
magnífico himno de Filipenses 2.5-8 (sobre la humillación de Cristo) y en I Tim
3.16 (“ha sido manifestado en carne [jos
efaneróthe en sarkí]”). La encarnación del Hijo de Dios encontró unanimidad
total en los demás escritos apostólicos (Jn 1.14; I Jn 4.2; Heb 10.5-7). La
fuerza del Cuarto Evangelio en este tema es insuperable: “En efecto, en cuanto
que el mundo se cierra a la palabra, no basta la pura comunicación de la verdad
divina (como gnosis), sino únicamente
la manifestación de la palabra en cuanto carne entre toda carne, para revelar a
ésta su extrañeza frente a la palabra y, por tanto, frente a la verdadera vida,
que ella no tiene”.[2]
Si ensayamos una paráfrasis actualizada de sus clásicas palabras de
Gálatas 4.3-5 (“Antes de que, como humanidad, pudiéramos conocer a Cristo, las
fuerzas opresoras de este mundo nos mantenían como menores de edad, pero al
llegar a su madurez plena la historia, Dios se hizo uno de nosotros, nacido
igual que nosotros, sometido a las leyes de este mundo para liberarnos de todas
ellas y adoptarnos extraordinariamente como sus hijos e hijas”) nuevamente podremos
apreciar cómo para San Pablo, la Navidad puede y debe leerse en la clave de la
encarnación como acción suprema de Dios para actuar desde la historia, desde un
tiempo pletórico de sentido que había alcanzado plena madurez: ni antes, ni
después, la pertinencia divina para someterse al dictado del tiempo aconteció
en Cristo para conseguir el propósito de adoptar a los seres humanos y de
transferirles el don de la salvación no fuera, sino bien adentro de la
historia, la misma que, llena de conflictos y contradicciones, acogió al Hijo
de Dios no sin sujetarlo a una serie de situaciones marcadas por el pecado, la
injusticia y el crimen.
“Su Hijo nació de
una mujer y se sometió a la ley de los judíos”
Siempre preocupado por el papel de la ley, como buen judío, el apóstol Pablo
utiliza dos metáforas, una negativa (“cárcel”, Gál 3.23) y otra positiva (“pedagogo”,
3.24), a fin de colocarla al servicio del conocimiento de Jesucristo: “Pero
ahora que ha llegado el tiempo en que podemos confiar en Jesucristo, no hace
falta que la ley nos guíe y nos enseñe” (3.25). Estar unidos a Jesús tiene un
efecto revolucionario: la filiación divina (26), actuar como él (27), superar
las diferencias raciales, sociales y de género (28a), la igualdad absoluta
(28b) y el derecho a recibir las promesas de Dios (29). No es poca cosa porque
con ello los creyentes estaban llegando a “la mayoría de edad espiritual” (4.1-2),
libres ya del sometimiento a terceros. Eso evidencia la precariedad del pasado al
no conocer a Cristo (4.3a) y cómo los poderes (“rudimentos”, “principios”, NVI)
de este mundo actuaban sobre nosotros (4.3b), en una relación de esclavitud. El
pero con el que continúa el texto es
uno de los más importantes de todo el Nuevo Testamento, porque desvela la acción
divina en medio del cumplimiento de los tiempos para romper todos los
paradigmas y modelos de su propia acción (con débiles paralelismos en otras
religiones): a) “envió a su Hijo”, b) “nacido de una mujer” y c) sometido “a la ley de los judíos”. Pablo
ve en la sumisión del Hijo de Dios a las leyes biológicas (“nacido de mujer”)
un episodio más de su humillación voluntaria, pues no se refiere a María, su
madre humana, directamente, sino en palabras neutras. El agregado de las leyes
judías lo conecta totalmente con la religión de sus padres y con aquello que
debe superarse definitivamente.
Esa cadena de sucesos biológico-teológicos abrió las puertas de la
libertad humana ante la ley, mediada por Cristo (4.5a), pues ya como hijos de Dios,
en la filiación de él mismo, se completó el acto de adopción (4.5b). El gran rival
y colega de Pablo, el apóstol Pedro, esbozó también una fe similar en los
efectos de la encarnación divina en el mundo: “por medio de las cuales [cosas] nos
ha dado preciosas y grandísimas promesas, para
que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina,
habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la
concupiscencia” (II P 1.4, RVR60). O, según la versión Dios habla hoy: “…para que por ellas lleguen ustedes a tener parte en la naturaleza de Dios”. San Pedro
habla también, a su modo, de la adopción, pero su perspectiva es más
personalizada.
Con ello podía venir el Espíritu a establecer la familiaridad total con
el Creador y Redentor (4.6a). Al orar, las palabras fluyen como de los labios de
un niño pequeño (4.6b): “Papá, querido Papá”. Termina así la esclavitud y la
filiación divina es algo definitivo, total (4.7). Todo eso nos ha ganado la
encarnación del Hijo de Dios en el mundo. Todo es consecuencia de la Navidad
cristiana: un cambio trascendental en las relaciones entre Dios y sus criaturas:
Dios se abajó para ser como uno de nosotros.
Conocemos el relato de la natividad en Belén. Hemos visto
representados en belenes vivientes y en coloridas estatuas la escena del bebé
yacente en un pesebre. Reflexionando sobre esta escena, el poeta jesuita Gerald
Manley Hopkins habló de la “menguante infinidad de Dios menguante hasta
adquirir forma de bebé”. “Menguante es el signo que se nos da para reconocer al
Salvador. No encontraremos a un Dios infinito, sino a un bebé confortablemente
envuelto que yace sobre paja. Tenemos un
Dios que mengua —un Dios que se abaja y decrece— y que viene a nosotros en toda
la majestad de un comedero… Navidad —la fiesta de la encarnación, la fiesta de
Dios que se hace carne de nuestra carne—, esta fiesta celebra el hecho de
que Dios mengua para habitar en nosotros... También nosotros somos un lugar
donde Dios se contrae, un lugar donde Dios toma carne y vida humana. En la
carne y vida humana, en nuestros yoes de carne, en nuestras vidas concretas, es
donde resplandece la luz divina.[3]
[1] H.-G. Link, “Razón”, en L. Coenen et al., dirs., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. IV. 3ª ed. Salamanca,
Sígueme, 1990, p. 21.
[2] H. Seebass, “Carne”, en L. Coenen, op. cit, vol. I, p. 232.
[3] Patrick F. Earl, cit. por Javier
de la Torre, “Un desafío crucial: la teología en el diálogo interdisciplinar”, en
Carlos Alonso Bedate, ed., El saber
interdisciplinar. Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2014, p. 184. Énfasis
agregado.
[1] H.-G. Link, “Razón”, en L. Coenen et al., dirs., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. IV. 3ª ed. Salamanca,
Sígueme, 1990, p. 21.
[2] H. Seebass, “Carne”, en L. Coenen, op. cit, vol. I, p. 232.
[3] Patrick F. Earl, cit. por Javier
de la Torre, “Un desafío crucial: la teología en el diálogo interdisciplinar”, en
Carlos Alonso Bedate, ed., El saber
interdisciplinar. Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2014, p. 184. Énfasis
agregado.
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