sábado, 14 de enero de 2017

El testimonio comunitario, prueba de fe, L. Cervantes.O.



15 de enero, 2017

Así distinguimos entre los hijos de Dios y los hijos del diablo: el que no practica la justicia no es hijo de Dios; ni tampoco lo es el que no ama a su hermano.
I Juan 3.10, Nueva Versión Internacional

El amor de Dios nos ha hecho sus hijos/as
“Del estudio de la primera carta de San Juan puede legítimamente deducirse que para los cristianos no hay criterio de fidelidad y coherencia cristiana fuera del amor al prójimo, esto es, que cuando nosotros decimos que nuestra doctrina nos lleva la práctica, no hacemos más que remitirnos a una de las más sólidas vertientes del pensamiento cristiano de los inicios”.[1] El amor lleva, necesariamente, al compromiso, por lo que la comprobación de una adecuada comprensión del amor de Dios exige una sana práctica comunitaria, siempre a prueba en medio de los conflictos del mundo.

Ese amor distingue a los hijos/as de Dios del resto del mundo (3.1a) de manera visible y práctica, en los hechos cotidianos, pues para ellos/as el amor no es una alternativa más, sino el único modo de ser hijos/as de Dios en el mundo. Experimentar ese amor tan extraordinario que ha conducido a la filiación divina es una prueba mayúscula de la acción de Dios para redimir a la humanidad. Por eso es extraño el amor de Dios practicados por sus hijos/as: porque es un anticipo del mundo venidero, del reino de Dios en plenitud (3.2).

Ese amor es la única fuerza capaz de enfrentarse al pecado y así superar las exigencias de la ley (3.4). Jesucristo, gracias a la forma tan perfecta en que trasladó el amor de Dios al mundo, pudo “quitar nuestros pecados” (v. 5). Permanecer en él es “permanecer en su amor”, como tanto se insiste en el Cuarto Evangelio (“Así como el Padre me ha amado a mí, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, así como yo he obedecido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”, Jn 15.9-10). Amar y conocer se vuelven una misma cosa, pues para Juan no hay contradicción entre ambas realidades, posibilidades efectivas para todo ser humano (6b).

De ahí surge la conexión con la justicia: permanecer en el amor de Jesucristo conlleva practicar su justicia, porque él es justo” (7). Seguir dominados por el pecado es una injusticia (8a), pero si se ha nacido de Dios, el principio salvífico, la “semilla de Dios” (9) dará brotes, muestras claras de su justicia. Ésa es la distinción clave entre los hijos de Dios y quienes no lo son: la práctica efectiva de la justicia junto con el amor (10). Por eso el mundo, con sus estructuras injustas, se resiste a la práctica profética del amor de Dios en Cristo: “Si fueran del mundo, el mundo los amaría como a los suyos. Pero ustedes no son del mundo, sino que yo los he escogido de entre el mundo. Por eso el mundo los aborrece” (Jn 15.19).

El amor, o es eficaz, o no es amor
“La herejía denunciada en I Juan se caracterizaba fundamentalmente por la negativa a aceptar la encarnación y sus consecuencias, en particular aquella del amor al prójimo como humilde vehículo de salvación- […] La consecuencia inmediata era que no había más compromiso con la práctica del amor a los hermanos, y el cristianismo perdía toda su fuerza transformadora”.[2] La fuerza transformadora del amor tenía que manifestarse, en primer lugar, en la comunidad cristiana, para constatar su viabilidad en todo el mundo. Si allí, como anticipo histórico del Reino de Dios, no acontece, será muy difícil que se aprecie en otros espacios: “En la concreción del amor al prójimo se realiza una dimensión ineludible de nuestra fe: el amor a Dios. El texto es claro: no existe otra alternativa; un amor a Dios que no se verifica en el amor concreto al prójimo, no es verdadero amor a Dios”.[3]

Reaparece así el mensaje anunciado desde antaño: el amor mutuo entre hermanos/as (3.11). El propio Señor Jesucristo anticipó esta exigencia en el Cuarto Evangelio: “De este modo todos sabrán que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros” (Jn 13.35). Tal como lo referiría tiempo después Tertuliano(160-220 aprox.) en un sermón titulado precisamente: “Mirad cómo se aman”, donde afirma:

Pero es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros lo que nos atrae el odio de algunos que dicen: mirad cómo se aman, mientras ellos se odian entre sí. Mira cómo están dispuestos a morir el uno por el otro, mientras ellos están dispuestos, más bien, a matarse unos a otros. El hecho de que nos llamemos hermanos lo toman como una infamia, sólo porque entre ellos, a mi entender, todo nombre de parentesco se usa con falsedad afectada. Sin embargo, somos incluso hermanos vuestros en cuanto hijos de una misma naturaleza, aunque vosotros seáis poco hombres, pues sois tan malos hermanos. Con cuánta mayor razón se llaman y son verdaderamente hermanos los que reconocen a un único Dios como Padre, los que bebieron un mismo Espíritu de santificación, los que de un mismo seno de ignorancia salieron a una misma luz de verdad [...], los que compartimos nuestras mentes y nuestras vidas, los que no vacilamos en comunicar todas las cosas.[4]

El recuerdo de la historia de Caín es un abordaje radical del problema del desamor humano, de hasta dónde puede llegar el odio criminal (3.12a). En ese caso, se trató de la oposición entre justicia e injusticia (12b, obras malas vs. obras justas). La reacción del mundo, por ello, no es extraña, dado que se trata de un ambiente dominado por la injusticia profunda (13). Haber pasado de muerte a vida instala el amor como consigna permanente de vida en el seno de la comunidad: no amar es seguir muertos, afirma San Juan (3.14b). Odiar al hermano es asesinarlo (con ecos intensos del Sermón de la Montaña) (15a) y nadie con esos sentimientos podrá permanecer en la vida eterna (15b). De modo que el desafío es enorme, descomunal para algunos, imposible de lograr para otros, pues el testimonio comunitario es la prueba máxima de fe en el mundo complejo en el que vivimos.





[1] Raúl Lugo Rodríguez, “El amor eficaz, único criterio. (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA, núm. 17, p. 108, www.claiweb.org/index.php/miembros-2/revistas-2#14-25.
[2] Ibíd., p. 113, 114.
[3] Ibíd., p. 117.
[4] Tertuliano, “Mirad cómo se aman” (Apologético 39), en Tertuliano, textos, www.mercaba.org/TESORO/TERTULIANO/05.htm.

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