22 de enero, 2017
Además, les
digo que, si dos de ustedes en la tierra se ponen de acuerdo sobre cualquier
cosa que pidan, les será concedida por mi Padre que está en el cielo.
Mateo 18.19, Nueva Versión Internacional
La vida en
comunidad normada por el amor de Dios
“Los seguidores/as de Jesús deben vivir en comunidad su fe en el Dios de
la vida”,[1]
lo cual los lleva a experimentar una vida comunitaria que exige plantear y
replantear continuamente el tipo de relaciones humanas que deben prevalecer.
Éstas no son tan distintas a las que rigen en el mundo, excepto porque toda
iglesia afirma que su existencia y práctica se basa en la preeminencia del amor
divino en su seno. Todas las situaciones que acontecen en su interior se supone
que están regidas por ese amor, lo que convierte a cada comunidad cristiana en
una especie de laboratorio humano del amor de Dios revelado en Jesucristo.
El amor en la comunidad cristiana es una de las realidades obligadas de
la fe para que cualquier comunidad de fe pueda definirse como tal. “El amor
libre y gratuito de Dios, corazón de la revelación bíblica, es el fundamento y
el sentido último de la comunidad de discípulos de Jesús; ésta debe ser
expresión de ese amor en la historia”.[2]
Ésa fue la intención de Jesús al delinear la necesidad de formar una comunidad
desde el interior de una nación antigua que debía recuperar el sentido original
de su existencia porque había dejado de realizarlo en la historia. Jesús formó
una comunidad nueva de discípulos en la que desarrolló, sobre todas las cosas, la
regla de la igualdad, la humildad y el amor mutuo, tal como se desprende de los
primeros versículos de Mateo 18, el cual es todo un tratado al respecto.
Posteriormente, en 20.26-27 (siguiendo a Mr 10.43-45) estableció con mayor
claridad el “estatuto político” de la comunidad cristiana: si en el mundo hay
superioridad entre las personas, en ella “el que quiera hacerse grande entre
ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser
esclavo de los demás”.
En la comunidad cristiana no hay lugar para la alcurnia de ninguna
clase. De ahí que se necesiten normas o un conjunto de doctrinas para regir la
convivencia humana en la iglesia. La comunidad mateana no dejó de atender ese
aspecto: “Mateo está atento a la riqueza, pero también a las dificultades de
esa convivencia; al recordarlo reflexiona la experiencia eclesial que sustenta
su evangelio. Por ello da normas muy precisas para ese compartir”.[3]
El criterio formal que asume Mateo 18 es el de la atención a “los más pequeños”
(vv. 6-9). De hecho, ése es un principio social y político actual que permite
valorar el avance de una sociedad, según trate a las minorías o grupos
vulnerables. “El mayor en el Reino es el menor en este mundo, el despreciado.
Aquellos que siguen esta norma de conducta no deben preocuparse más por saber
quién es ‘el más grande’ en la comunidad cristiana, en la Iglesia. Colocando al
niño ante sus discípulos, Jesús le quita el piso a esa inquietud desorientadora”.[4]
Gustavo Gutiérrez, al analizar el pasaje, afirma: “La parábola [de la
oveja perdida] recuerda cuál debe ser la prioridad pastoral de la ekklesia: los pequeños. No sólo no
escandalizarlos [v. 10], se debe también ir en busca de ellos [vv. 11-14]. Si
bien la Iglesia debe cuidar de los que están dentro de ella, es imperativo
igualmente ir más allá de sus fronteras”.[5]
La enseñanza, así, tiene un claro sesgo misionero: “La Iglesia es misión, Jesús
es pastor universal”, el mundo era su parroquia.
Amor al hermano y
disciplina eclesial
“Si tu hermano peca contra ti…” (18.15a): esta frase marca la presencia
del realismo en las relaciones humanas en la iglesia, pues más allá de
reconocer la psicología del pensamiento subjetivo de cada persona (y que, además,
lo hace muy bien: todos nos sentimos los agraviados, no los ofensores…), se avanza
en el análisis práctico de las relaciones humanas concretas, pues los desafíos
para la sobrevivencia histórica de la comunidad cristiana en medio del mundo son
enormes: tenemos que lidiar con las mismas contradicciones presentes por todas
partes y darles un “cauce cristiano” para que las cosas no vayan al traste. Y
Mateo 18.15-20 esboza principios muy sólidos, tal como los enumera Gutiérrez y
que podemos enunciar en orden:
a) “La vida en
comunidad no puede basarse en actitudes fáciles y componedoras.
b) El amor cristiano
rechaza el amiguismo que se traduce en una especie de coexistencia pacífica.
c) Nada más lejos de
una auténtica comunidad, ésta supone fraternidad, pero también exigencia mutua”.[6]
La iglesia nunca debe olvidar que “está formada por justos y pecadores,
o más exactamente por personas que son las dos cosas a la vez”, tal como decía
Lutero, justos y pecadores al mismo tiempo. El acento ahora está puesto en la
vida dentro de la comunidad. “Es conveniente proceder por etapas que
protejan al hermano en dificultad y eviten toda precipitación. Tal vez haya en
esto una polémica contra el rigorismo que se vivía en ese entonces en la
sinagoga judía”. Lo primero de todo es que debe “buscarse ganar al hermano” (15a). Se
trata de un discreto, pero eficaz, tú a tú, un diálogo directo que aclare situaciones
y malos entendidos. “Si esto no da resultado el asunto debe comprometer a otros miembros de
la comunidad [Dt 19.15] porque es ella la que está en cuestión. Si la nueva
exhortación es desoída será necesario apelar a la comunidad, la ekklesia dice
el texto explícitamente (cf. v. 17). Hemos llegado a la última instancia”.
Las lecciones del pasaje son profundas y constituyen todo un camino
El v. 18 deja el esquema del procedimiento para el tratamiento
de estos casos (que ha seguido una pauta de severidad creciente) y dar el
fundamento de estas reglas disciplinarias: lo que se ate o desate en la tierra,
lo será igualmente en el cielo. La actitud frente al hermano equivocado no es
simplemente una cuestión de oportunidad, ni se limita a una opinión humana; es
una exigencia que viene de lejos, ella expresa la vocación y el papel de la
Iglesia en la historia humana. Se trata de una autoridad acordada a toda la
Iglesia, pero de la que ella no puede hacer uso sino con delicadeza, persuasión
y diálogo fraterno.[7]
El siguiente y definitivo paso es aprender a perdonar continuamente las
ofensas para así confirmar el postulado absoluto de la vida en comunidad: que Jesús
se mueve en medio de ella, porque, como concluye Gutiérrez: “Perdonar es dar
vida, eso debe caracterizar a la asamblea de los seguidores de Jesús. Negarse a
hacerlo, ilimitadamente, es negarse a creer en el Dios de la vida, que como lo
dice la Biblia repetidamente, perdona y olvida el pecado. […] En efecto, el
basamento del perdón está en el amor gratuito de Dios que todos estamos
llamados a poner en práctica”.[8]
[1] Gustavo Gutiérrez, “Gratuidad y
fraternidad: Mateo 18”, en Revista de
Interpretación Bíblica Latinoamericana, núm. 27, 1997, p. 78, http://claiweb.org/index.php/miembros-2/revistas-2/17-ribla#26-38.
[2] Ibíd.,
p. 75.
[3] Ibíd.,
p.
78.
[4] Ídem.
[5] Ibíd.,
p. 79.
[6] Ibíd.,
p.
79.
[7] Ibíd.,
p.
80.
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