1 de enero, 2017
A la memoria de Dan Swanson, amigo y
feligrés en la distancia
Amen a los
demás con sinceridad. Rechacen todo lo que sea malo, y no se aparten de lo que
sea bueno. Ámense unos a otros como hermanos, y respétense siempre.
Romanos 12.9-10, Traducción en Lenguaje Actual
La visión ideal
del cuerpo de Cristo: Ro 12.4-8
Cualquier evaluación de la vida comunitaria cristiana debe situarse
siempre en el marco de la doctrina de la iglesia para así apreciar, desde un
inicio, cómo el Espíritu Santo quiere darle forma en medio del mundo. La comparación
con el cuerpo, desarrollada en varios momentos en las cartas apostólicas (I Co 6;
12; Ef 1; 5; Col 1; 3), es presentada aquí una vez más como premisa básica para
acercarse a una sana definición de lo que debe ser la vida comunitaria. La
visión ideal es precisamente ésa: la de un cuerpo que funciona adecuadamente y
en el que cada miembro cumple una función determinada (12-4). Rom 12.5 vuelve a
ella y la expone con claridad: “Algo parecido pasa con nosotros como iglesia:
aunque somos muchos, todos juntos formamos el cuerpo de Cristo”. Diversidad y
unidad, comunión en la variedad, tal como escribió José Míguez Bonino al
referirse a los inicios de la iglesia en el Nuevo Testamento,[1]
cuando las diferentes comunidades buscaban un lugar en el imperio romano y ni
de lejos eran aceptadas como parte del paisaje social. Muchas veces ni entre
ellas mismas se entendían, pero buscaron, bajo la dirección del Espíritu no
solamente “limar sus diferencias”, como se dice hoy, sino enfrentarlas y
superarlas, aunque no siempre con éxito.
La comparación de la iglesia con el cuerpo alcanzó fuerte arraigo y se
convirtió, con el tiempo, en una afirmación doctrinal que ha llegado hasta
nosotros con la misma fuerza y el desafío de experimentarla más allá de la mera
teoría o el ideal. Fundamentarla sólidamente y partir de ella hacia las
acciones concretas fue una tarea que los apóstoles no eludieron pues se
atrevieron a extraer sus consecuencias hasta que pudiera ser vivida de manera
efectiva por las comunidades. San Pablo lo hizo decididamente al reflexionar
sobre algunos hechos irrefutables: primero, “Dios nos ha dado a todos
diferentes capacidades, según lo que él quiso darle a cada uno” (6a). Segundo, “…si
Dios nos autoriza para hablar en su nombre, hagámoslo como corresponde a un
seguidor de Cristo” (6b). A partir de ahí, comienza a describir algunos
carismas o dones que son los que deberán desarrollarse comunitariamente: “servir
a otros” (7a), “enseñar” (7b), “animar a los demás” (8a), “compartir los bienes
propios” (8b), “dirigir a los demás” (8c), y “ayudar a los necesitados” (8d). A
cada tarea le agrega un valor propio, un “extra cristiano” para distinguirlo de
las posibilidades humanas que pueden surgir, de cualquier manera: “sirvámosles
bien” (7a). “dediquémonos a enseñar” (7b), “debemos animarlos” (8a), “no ser
tacaños” (8b), “poner todo nuestro empeño” (8c) y ayudar con alegría (8d).
La visión real de
la comunidad cristiana: Ro 12.9-10
Las exhortaciones que siguen forman un “catálogo de virtudes”, muchas de
las cuales aparecen en diferentes momentos del Nuevo Testamento para concentrar
y especificar los diferentes valores, principios y dones que las comunidades
debían desarrollar para una sana convivencia, sí, pero sobre todo para que el
testimonio del Evangelio de Jesucristo resultase más efectivo. Algunas abarcan
aspectos muy generales, otras son más concretas, pero todas ellas intentaron ser
una plataforma básica de conducta para la iglesia que se estaba edificando en
varios lugares del imperio romano. En todos los casos, la orientación se
encamina hacia la convivencia y el trabajo al servicio del Señor. Romanos 12.9-10
contiene los elementos básicos de la fe vivida de manera comunitaria: “Amen a
los demás con sinceridad. Rechacen todo lo que sea malo, y no se aparten de lo
que sea bueno. Ámense unos a otros como hermanos, y respétense siempre”. O, en
otras palabras: “Participen activamente en este laboratorio del amor que es la
comunidad cristiana y aprendan a desarrollar el arte del respeto y de la
edificación mutua, todo ello con una conciencia y una práctica positiva”.
La mirada eclesiológica de Pablo se fue expandiendo progresivamente
hasta entender que la fe comunitaria que experimentaban las comunidades cristianas
dentro del imperio debía hacerse universal para recuperar la unidad humana
fraterna que se había perdido por causa del pecado y de las estructuras
sociales que gobernaban la vida y el pensamiento de las personas. Él creyó
firmemente en la capacidad de las enseñanzas de Jesucristo para, como se dice
actualmente, “restablecer el tejido social”, establecer reglas de amor en la
convivencia humana y así crear comunidades de fe que reflejasen, en su estilo
de vida, el modelo de existencia personal y colectivo que el Señor vino a traer
como parte de su proyecto centrado en la presencia del Reino de Dios en el
mundo. Creyó en el amor como fuerza universal, revolucionaria, para transformar
el mundo y asemejarlo al reino venidero de Dios, más allá de las imposiciones
legales: “En el pensamiento de Pablo, el amor es precisamente fidelidad al
acontecimiento-Cristo, según un poder que destina
universalmente el amor de sí. El amor es lo que hace del pensamiento una
fuerza. Es por esto que sólo él, y no la fe, tiene la fuerza de la salvación. […] La fe sin amor sólo es subjetivismo vacío
[I Co 13.1-3]”.[2]
“El que ama no hace mal al prójimo: en resumen, el amor es la plenitud de la
ley”, afirma en Ro 13.10. De modo que, ya insertos/as en una comunidad
cristiana, cualquiera que sea, se nos impone el imperativo del amor, el respeto
y la edificación mutua.
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