sábado, 25 de febrero de 2017

El amor de Dios transforma todas las cosas, L. Cervantes-O.



26 de febrero de 2017

¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro, o la violencia?
Romanos 8.35, Nueva Versión Internacional

El amor es el ser mismo de Dios
Dentro de las grandes afirmaciones que brotan de la Biblia está la naturaleza amorosa de Dios. “Dios es libre y ama y crea por un acto de libertad y por un acto de amor. No le mueve un acto de necesidad, porque no pudiera hacer otra cosa, sino que le mueve la libertad y el amor”.[1] Y gracias a él se relaciona con su pueblo, con la humanidad, con la creación: “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31.3). Significativamente, la primera mención del amor de Dios en la Biblia es aquella en la que Abraham solicita piedad por Sodoma ante el anuncio de su destrucción inminente: “¿De veras vas a exterminar al justo junto con el malvado? Quizá haya cincuenta justos en la ciudad. ¿Exterminarás a todos, y no perdonarás a ese lugar por amor a los cincuenta justos que allí hay?” (Génesis 18.23b-24). Sabemos bien el final de esa historia, pero el patriarca percibió muy bien que los sentimientos divinos bien podrían entrar en juego ante una decisión tan extrema.
Una sana interpretación del amor de Dios, que siempre está en cuestión al momento de las grandes definiciones humanas nos la ofrece la doctrina cristiana. “En el inicio de todo, cuando decimos: ‘Creo en un solo Dios creador’, estamos diciendo que en el inicio no hay un destino ciego, un azar, una necesidad… sino un acto de amor, de libertad; crea porque quiere compartir su amor, no porque no le quede más remedio”.[2] Dios sale de sí mismo, se manifiesta, se revela en la gracia, en la creación, en la revelación. En Cristo se da la máxima revelación, tanto de esa alienación de Dios, de ese anonadamiento en el amor, cuanto de la vuelta, retorno del ser humano hacia él. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos que Dios está totalmente enamorado de su creación: “La eternidad está enamorada de los frutos del tiempo” (William Blake). La veía como buena al brotar de sus manos (Génesis 1.10ss) y, por ende, quedó prendada de ella mientras el mundo y el cosmos existan. Desde su eternidad se ha ligado inevitablemente a la historia humana en la persona de Jesucristo.

El amor en las etapas de la salvación
“Y, por fin, en el Espíritu se incorpora toda la humanidad a la Iglesia, a ese dinamismo del amor que sale, se entrega totalmente, y porque lo da todo, lo recupera todo otra vez; es algo maravilloso”.[3] Romanos 8.29-30 da fe del itinerario amoroso de Dios, quien progresivamente se ha desvelado como un Creador totalmente comprometido con la redención completa de sus hijos/as mediante un proceso, el llamado “orden de la salvación” (conocer-predestinar-llamar-justificar-glorificar), en el que curiosamente no aparece mencionado el amor, aunque inmediatamente el apóstol Pablo se refiera a él en esa expresión que es toda una consigna de fe: “¿Qué diremos frente a esto? Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra?” (8.31). el amor divino se despliega, de desdobla en formas impensadas: denuncia del pecado, accesibilidad permanente, compañía constante. El amor de Dios es el acompañante silencioso de la totalidad de la historia humana, en medio de sus dilemas y contradicciones.
Dios no escatimó, no se guardó a su propio Hijo, agrega el texto (8.32). Por ello, podrá darnos todas las demás cosas, que se relativizan totalmente ante ese acto de entrega apasionada y desinteresada, in-con-di-cio-nal. La respuesta humana, no siempre positiva a ese amor tan abundante, no hace, por supuesto, del Señor un “Dios despechado” o rechazado. “Es la luz de la gracia —que ha podido, ha sobreabundado, sobre el pecado—, la luz del amor, la que desvela lo que en mí hay de desamor, no al revés”.[4] Dios busca que nos enamoremos de él, al igual que hizo con Jeremías, quiere seducirnos con la grandeza de lo que Él es, con ninguna otra cosa. “De nuevo, la coherencia; no es que yo, mirándome a mí mismo descubra lo que hay de mal en mí, haciéndome una especie de harakiri, sino que, a la Luz del Amor se desvela lo que en mí hay de desamor”.[5] Pone así, en nosotros, la semilla de la mística, del enamoramiento salvífico. Tal como han expresado dos poetas latinoamericanas contemporáneas: la cubana Belkis Cuza Malé (“Mujer brava que casó con Dios”) y Clara Silva (“Te pregunto, Señor”).
En cada paso que damos el amor de Dios nos asalta, nos asombra, nos alumbra y nos muestra nuevos caminos. Esa es una ruta mística, abierta por la misma Escritura y desarrollada como vía cristiana de experiencia espiritual.[6] Lamentablemente, en nuestro medio padecemos de un misticismo comunitario y estridente, explosivo que olvida con demasiada frecuencia que Dios se encuentra más en el “silbo apacible” (I Reyes 19.10-12, en respuesta al amor por el Señor que consumía [un misticismo desatado] a Elías) que en la vocería ruidosa.
Finalmente, debemos recordar lo que bien escribió Karl Barth: “El amor de Dios es creativo. Es decir, un amor que causa que aquellos que han sido amados por él, sean capaces de amar igualmente”.[7] Nada nos podrá apartar de ese amor que se ha impuesto como una realidad ineludible en nuestras vidas: todo lo negativo que se nos oponga en el camino, como enumera dos veces el apóstol (8.35, 38-39), pero también lo aparentemente positivo tiene la capacidad de hacerlo: el éxito, el triunfo fácil, las victorias aparentes, el bienestar económico, etcétera. Estamos marcados, tatuados, con el amor de Dios en todo nuestro ser. Humanamente, cualquier cosa podría alejarnos de él, pero cuando estamos tomados, seducidos, atraídos por la gracia divina, nada, literalmente, podrá contra esa fuerza amorosa que nos sostiene en el mundo y en el mundo de Dios. A él nos apegamos porque transforma todas las cosas, en nuestra visión de fe y en la realidad efectiva de la salvación.



[1] Pedro Rodríguez Panizo, “Karl Barth (1886-1968)”, en Universidad de Cantabria, España, p. 10, https://web.unican.es/campuscultural/Documents/Aula%20de%20estudios%20sobre%20religi%C3%B3n/2008-2009/CursoTeologiaKarlBarth2008-2009.pdf.
[2] Idem.
[3] Ibíd., p. 13.
[4] Ídem.
[5] Ídem.
[6] Una cita de Pedro Crisólogo, arzobispo de Rávena, como muestra: Al ver al mundo oprimido por el temor, Dios procura continuamente llamarlo con amor; lo invita con su gracia, lo atrae con su caridad, lo abraza con su afecto”, en José Argüello Equipo Teyocoyani, eds., Caminar con los Padres de la Iglesia. Lecturas espirituales para el crecimiento en la fe. Managua, 2006, p. 37, http://servicioskoinonia.org/biblioteca/pastoral/ArguelloPadresIglesia.pdf.
[7] Karl Barth, Dogmática eclesiástica, IV/2.

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