26 de noviembre de 2017
Yo
soy el principio y el fin, el primero y el último. A los que dejen de hacer lo
malo, Dios los bendecirá, pues les dará el derecho a comer de los frutos del
árbol que da vida eterna. Apocalipsis
22.13-14, TLA
La vida de Dios en el
mundo
¿Qué
queremos decir cuando hablamos de “la vida de Dios en el mundo”? Que Dios,
desde su absoluta eternidad, hacia la cual nos atrae y desde la cual nos ha
hecho venir al mundo y a la historia, comparte su vida como creador que es de
la misma y nos convida a experimentarla plenamente. Cada etapa de avance en la
historia de la salvación, esa vida se va mostrando progresivamente como el gran
proyecto divino para toda su creación. En la visión de Apocalipsis somos
testigos de la forma en que la revelación divina despliega las posibilidades
vitales para todas sus criaturas. Paso a paso lleva a los lectores por senderos
complejos donde la historia y el futuro se entrelazan para hacer ver el destino
venturoso de los creyentes en Jesucristo, a pesar de las adversidades que
vivían al momento de la escritura del libro. “Con el inicio del capítulo 22, se
pasa ahora del registro simbólico de la ciudad al del paraíso. Es la búsqueda
de los orígenes perdidos, la nostalgia de la paz divina con toda la creación
renovada” (Biblia de Nuestro Pueblo).
La descripción del Apocalipsis no resulta extravagante
ni se desborda en fantasías; “mantiene una intensidad retenida, de continuas
remembranzas bíblicas”, especialmente en relación con los inicios de la
creación en el Génesis y las afirmaciones del Cuarto Evangelio, íntimamente
ligadas. La nueva Jerusalén extiende su contagio a la humanidad y a la
naturaleza. Los “ríos de agua viva” son mostrados desde su origen en el trono
de Dios, dador de la vida (vv. 1-2). “El Apocalipsis crea las expresiones ‘agua
de vida’ y ‘árbol de vida’. Insiste en la fecundidad sin mengua de esta vida y
en su alcance universal”. Las enfermedades que dañan a la humanidad serán superadas
definitivamente y la absoluta calidad de vida aparece ya no como un sueño o una
posibilidad remota sino como algo que proviene directamente de Dios. La imagen
fluvial se inspira en aquel río que regaba el primer jardín (Gn 2.10) y, sobre
todo, en la visión de Ezequiel, quien vio manar del templo agua que se convertía
en río creciente, y cuyas aguas dan vida (Ez 47.1-12). Es la utopía perfecta, el
triunfo definitivo de la vida sobre la muerte. Además, ya nadie podrá desagradar
a Dios y la presencia de Dios será completa, diáfana y transparente (vv. 3-5).
La
vida divina, abundancia de vida para todos
La
luz directa de Dios alumbrará a todos y quienes tengan el nombre de Dios
escrito en la frente accederán a la plenitud de la vida. Estamos ante “la comunión
perfecta, sin sombras de pecado, anudada entre Dios y la humanidad: la armonía
cósmica. La historia de la salvación llega a su plena culminación feliz. Se
muestra la presencia de Dios-Trinidad, dador de vida” (Ídem). Eso es lo que ha mostrado el libro, de principio a fin (1.4-6;
22.1-3). “Ahora Dios y el Cordero son los ocupantes simultáneos del mismo trono”.
Con esta atrevida expresión se indica la comunión perfecta en el Padre y el
Hijo; ambos comparten la divinidad y son fuente de vida para toda la creación. El
Espíritu es contemplado en ese río impetuoso que brota del trono; sólo Él es
quien hace posible la fecundidad para toda la Iglesia.
La vida que viene de Dios es plena, total e impecable.
El vidente debe creer todo lo que está viendo y anunciarlo sin dilación (7-10),
como debe hacerlo hoy la iglesia. Si el mal sigue presente, hay que lidiar con
él de la mejor manera y mantenerse firmes en la fe de Jesucristo, pero con una
actitud sabia, crítica y atenta, de entrega total (11). Debe haber mucha
atención hacia lo que sucede en la historia y hacia quien es el origen y destino
de ella (12-13). La ética transformadora de sus seguidores producirá beneficios
inevitables y visibles (14a), pues el Señor los guía. El juicio definitivo mostrará
las cosas como realmente son y separará a los justos de quienes promueven la
muerte (15), pues ése es el criterio absoluto para aplicar la justicia de Dios
en todo lo sucedido.
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