sábado, 18 de noviembre de 2017

"Yo les daré nueva vida", L. Cervantes-O.


19 de noviembre de 2017

Yo les daré nueva vida. Haré que cambien su manera de pensar. Entonces dejarán de ser tercos y testarudos, pues yo haré que sean leales y obedientes. Pondré mi espíritu en ustedes, y así haré que obedezcan todos mis mandamientos. Entonces vivirán en la tierra que les di a sus antepasados, y ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios.
Ezequiel 36.26-28, Traducción en Lenguaje Actual

La historia como espacio de gracia, salvación y juicio continuo
Ezequiel 36.16-38 es parte del mensaje en el que el profeta expone parte de la perspectiva divina sobre los acontecimientos recientes en la historia de su pueblo, algo que ha aparecido antes en el libro. La estructura es muy clara: los vv. 16-21 presentan la historia del pueblo; 22-32, la primera parte de la acción que prepara el Señor, así como las consecuencias de dicha acción; los vv. 33-36 y 37-38, finalmente, las perspectivas de reconstrucción, que se sitúan también en la línea de la acción del Señor. El cuadro está resumido: la mala conducta de Israel produjo su situación actual, la dispersión entre los pueblos es la consecuencia lógica de este comportamiento. El vocabulario es muy del culto, pues la mala conducta del pueblo es calificada como “profanación”.[1] La suerte de Israel no fue algo fortuito, sino algo que él mismo propició dada su mala conducta, con la cual no sólo se degradó en su propia calidad de vida, sino que profanó y puso en ridículo el mismo nombre de Dios entre las demás naciones (16-21).[2]

La historia, en cuyo interior se muestra intensamente la historia de salvación, pues no puede ser de otro modo en el desarrollo del pacto de Yahvé con Israel, es un escenario complejo de acciones, decisiones y contradicciones que retorcieron, por decirlo así, la relación entre ambas partes. Las tendencias religiosas del pueblo dominadas por el rumbo político y social a que se vio orillado hicieron que el comportamiento humano se mostrase como un auténtico conflicto con las exigencias divinas de obediencia y respeto hacia la alianza:

Hay una furiosa batalla: el hombre, en su presunción, intenta modelar la historia sin consideración y desafiando a Dios. Los profetas son testigos de la miseria que soporta el hombre, así como también de la perversidad humana soportada y hasta tolerada por Dios. Pero Dios lucha con el hombre. Al Señor se lo desafía en la historia, donde se promulga Su juicio y donde debe establecerse Su reino. Pues los serafines proclamaron que es el reino del espacio, y no el reino de la historia el que “está lleno de Su gloria”. En la historia sólo se encuentra una pequeña parte de la gloria divina.[3]

Ezequiel, como profeta y sacerdote, expone las nuevas vicisitudes del pacto en las condiciones extremas en las que ahora se hallaba el pueblo y encuentra que la fidelidad divina al pacto produce exigencias y promesas que se entrelazan de una manera sumamente compleja para transmitirla adecuadamente al pueblo exiliado y en crisis porque, además, el nombre de Dios estaba en juego: “Los israelitas están desterrados; quienes los ven sacan una conclusión lógica: el Señor no es capaz de proteger a su pueblo. De este modo, al castigar a su pueblo, Dios se condena a que le comprendan mal...”.[4]

Dios ofrece vida en medio de la desolación y la crisis
“Había que tener una fe muy profunda y estar realmente atento a la palabra del Señor para atreverse a anunciar, tras la caída de Jerusalén, este mensaje de un corazón y de un espíritu nuevos”.[5] Porque, en medio de los sucedido, Dios decidió reparar el ultraje de su nombre, santificándolo así: primero, haría volver a su tierra a los israelitas debidamente purificados de sus manchas pasadas (24s), “Dios purificará a su pueblo con una aspersión de agua pura (v. 25), el profeta recuerda aquí las purificaciones rituales del templo; el simbolismo del agua como fuente de vida y de purificación es llevado hasta el fondo (cf. Ez 47)”;[6] luego, infundiría en ellos un corazón y un espíritu nuevos (27) para que fueran capaces de mantener los compromisos de la nueva alianza (27s) y así poder saborear de modo definitivo las promesas (29s).

Finalmente, hay un cambio completo, una novedad radical. Queda transformado lo que mueve al hombre en su más profunda intimidad: el Señor cambia el corazón de piedra del israelita y le da un corazón nuevo. Para los antiguos, el corazón era la sede de la inteligencia, de la comprensión. Un corazón de piedra, endurecido, es un corazón que no comprende, que no escucha, una inteligencia roma (cf. Is 6). El corazón de carne irá acompañado de un espíritu nuevo; aquí se trata tan sólo de un paralelismo (cf. Ez 11.19s): el hombre dotado de un corazón y de un espíritu nuevo es una nueva criatura; estamos ya muy cerca, como en Ez 37, 1-14, del relato de la creación (Gn 2-3). Pero no basta: el Señor dará además su propio Espíritu: “Os infundiré mi espíritu”. ¿Qué más se puede pedir?[7]

En el v. 28 aparece la fórmula de la alianza. Cuando se haya realizado la acción del Señor, quedará restablecida la alianza; pero ésta es obra exclusiva del Señor, está hecha por iniciativa suya”.[8] Las culpas y desviaciones del pasado serán un continuo referente para la conversión y la fidelidad (31s). Sólo entonces, una vez purificados, podrán los hijos de Israel repoblar felices y en paz la tierra de sus antepasados (33-38).[9] Pero, eso sí, Israel nunca podrá argumentar sus propios méritos para disfrutar de todas estas bondades, pues es una “casa de rebeldía”. Esta idea la ilustraría Ezequiel con la visión de los huesos secos y la revivificación de lo muerto (que no es necesariamente la resurrección cristiana), de lo históricamente perdido. El Dios de la vida se presenta en todo su esplendor e intensidad ante su pueblo y ante el mundo.



[1] Jesús María Asurmendi, Ezequiel. Estella, Verbo Divino, 1982 (Cuadernos bíblicos, 38), p. 51.
[2] La Biblia del Pueblo de Dios. Biblia del Peregrino. Bilbao, Mensajero, 2008, p. 949.
[3] A. Heschel, Los profetas. II. Concepciones históricas y teológicas. Buenos Aires, Paidós, 1973, p. 61.
[4] J.M. Asurmendi, op. cit., p. 52.
[5] Ibíd., p. 51.
[6] Ibíd., p. 52.
[7] Ídem.
[8] Ibíd., p. 53.
[9] La Biblia del Pueblo de Dios. Biblia del Peregrino, p. 949.

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