31 de diciembre de 2017
I. El amor materno y eterno de
Dios
Cuando me enojé contigo,
me alejé de ti por un poco de tiempo,
pero muy pronto tuve compasión de ti
y te manifesté mi amor eterno.
Isaías
54.8, TLA
Isaías 54 pertenece a la segunda
sección del libro profético y tiene como base histórica lo acontecido al pueblo
de Israel a partir de la caída de Jerusalén y, más tarde, en el exilio
babilónico. Analizados teológicamente, los sufrimientos y humillaciones del
pueblo personificado en Sión tendrían que dar sus frutos, puesto que de esa
manera podría haber continuidad directa con el pacto y las promesas de Dios. En
otras condiciones, ese pueblo pudo haber desaparecido sin dejar mucho rastro o
memoria. Pero la persistencia de la alianza y el testimonio continuo de una
relación directa con Dios produjeron una reacción de esperanza en medio del
pueblo que los profetas supieron canalizar en mensajes concretos y directos. Nadie
hubiera esperado que una nación reducida a servidumbre pudiera reconquistar
siquiera su nombre. Algo que intuyó muy bien después San Agustín (citado por
Rubem Alves): el pueblo es cuando un puñado de personas comienza a soñar el
mismo sueño. Es un sueño mayor, más grande que el sueño de cada uno. Y ese
sueño debía poseer el corazón de los integrantes del pueblo: los profetas,
guiados por Dios, tuvieron la capacidad de reformular esos sueños para
presentarlos como nuevas y fragantes utopías capaces de movilizar a las
personas incluso en momentos tristes y difíciles.
“El profeta describe los
tiempos cercanos, llenos de gozo y de felicidad, semejantes al gozo y a la
alegría que siente la mujer que era estéril y despreciada y que ahora es
fecunda y de nuevo acogida (cf. 1 S 2.5; Sal 113.9)” (Biblia de Nuestro Pueblo). Otra imagen también familiar para el
pueblo era la de la mujer repudiada y de nuevo acogida como esposa. Oseas había
utilizado en su tiempo la misma figura (Os 1.16s). Israel es presentado como la
esposa del Señor (54.4-5a) y, por lo tanto, como una persona con la que ha
vivido multitud de situaciones en esa relación matrimonial a lo largo del
tiempo. Ese tiempo transcurrido había sido, siempre, para el pueblo un espacio
de salvación, gracia y justicia, sobre todo cuando se obedecía la voluntad de
Dios. Jerusalén, al personificar al pueblo, recibe una palabra de esperanza en
medio de la desolación (v. 1): abandonada y afligida, Yahvé busca una
reconciliación con ella (v. 6). “Olvidarás la vergüenza de tu juventud y no
recordarás más el oprobio de tu viudez” (v. 4). Allí está el tiempo
transcurrido de dolor y pena, pero Dios anuncia tiempos nuevos, una nueva
situación de felicidad y alegría.
“Dios promete amor eterno; y
no es que quiera reiniciar, en sentido estricto, esta relación con su pueblo,
Él jamás lo ha abandonado, su aparente ocultamiento fue sólo un instante (7). El
pueblo puede estar seguro y confiado del amor perpetuo de su Dios (cf. Dt 4.37;
10.15; Jr 31.2; Miq 1.2), sobre todo porque es un amor gratuito. Dios no se ‘enamoró’
de Israel porque fuera una nación ‘buena’ y ‘santa’, sino porque era un pueblo
esclavizado que ni siquiera le conocía (cf. Dt 7.7s); mas cuando le conoció,
tampoco fue un modelo de santidad ni fidelidad” (Ídem). Ahí radica precisamente la gratuidad del amor divino: Dios
ama sin méritos suficientes, contra viento y marea, en medio de todas las
circunstancias: “Las montañas podrán cambiar de lugar,/ los cerros podrán
venirse abajo,/ pero mi amor por ti no cambiará./ Siempre estaré a tu lado/ y
juntos viviremos en paz./ Te juro que tendré compasión de ti” (v. 10).
II. El
amor fiel e incondicional de Dios en todo tiempo
Pueblo de Israel,siempre te he amado,
siempre te he sido fiel.
Por eso nunca dejaré
de tratarte con bondad.
Jeremías 31.3, TLA
Jeremías 31 es una etapa más en el notable
desarrollo del pensamiento religioso en Israel. Ante una etapa complicada para
la historia del pueblo, la sensibilidad del profeta tocada por la inspiración
divina le hace exponer una cadena de afirmaciones que recuerdan el pasado de la
alianza y sus rumbos difíciles. La memoria se va hasta la época del éxodo,
referencia ineludible para hablar del origen del pueblo y de la alianza misma.
Ahora el desierto nuevamente es un espacio que debe atravesarse para recuperar
la relación directa con Dios en la tierra de la promesa: “La mención del
desierto evoca el lugar geográfico que atravesó Israel cuando salió de Egipto y
se dirigió a la tierra prometida; el desierto será de nuevo paso obligado para
retornar a la tierra” (Biblia de Nuestro
Pueblo). Debe tomarse en cuenta el valor simbólico que el desierto posee en
la Biblia como paso obligado de una conciencia de oprimido a una conciencia
liberada y liberadora, el paso de la esclavitud a la libertad, del pecado a la
gracia. “Es en el desierto, no antes, donde Israel nace al mundo como pueblo;
es en el desierto donde se ejercita para vivir la libertad, la solidaridad y la
igualdad; es en el desierto donde el Señor le hablará al corazón de su amada
Israel para conquistarla de nuevo (cf. Os 2.16)”. Más tarde, en el desierto es donde
los evangelios sinópticos colocan las escenas del último de los profetas de la
antigua alianza y del Mesías mismo).
El amor divino es incansable e
incuestionable, pues a pesar de los vaivenes sociales, políticos y espirituales
del pueblo ha permanecido firme, contra todo y contra todos, por lo que el
profeta se solaza en afirmarlo: “…siempre te he amado,/ siempre te he sido
fiel./ Por eso nunca dejaré/ de tratarte con bondad” (v. 3) Ésa es la razón por
la que, una vez más, el Señor viene en auxilio de su pueblo, pero esta vez para
levantarlo de las cenizas y la destrucción, lo que será motivo de gran alegría:
“Volveré a reconstruirte,/ y volverás a danzar alegremente,/ a ritmo de
panderetas” (v. 4). Los sueños del pueblo se cumplirán nuevamente y la
situación dará lugar a un nuevo inicio, lleno de buenos presagios. Se plantarán
viñedos para producir buen vino y el culto se restaurará (vv. 5-6). Volverán
del exilio y reiniciarán su vida en donde siempre debieron vivir, aun cuando
esa experiencia llegaría a ser fundamental para las nuevas condiciones de fe.
Quienes regresen, quebrantados corporalmente incluso (v. 8) serán testigos del
nuevo trato con Yahvé (v. 8). Su arrepentimiento será genuino, que es lo que su
Dios esperaba (9). Todas las naciones deberán enterarse de eso, incluyendo a
sus verdugos (vv. 10-11). Las nuevas bendiciones producirán enorme alegría,
cotidiana y litúrgica (11-12). Las lágrimas se terminarán (16-18) y Dios los
aceptará de nuevo ante su súplica (18b).
El cariño de Dios por su
pueblo ha pasado por grandes pruebas, pero es innegable (20) y ahora se
manifestará de una manera nueva e inesperada (21-22). El sueño de Jeremías se
cumplirá (23-26) y una nueva alianza se asoma en el horizonte (31-34) basado en
la responsabilidad personal de cada uno. La pastora y teóloga afro-estadunidense
Renita Weems lo ha resumido admirablemente: “La meta del pacto era la formación
de un orden mundial completamente diferente que comienza con una nueva
humanidad que será capaz de escuchar la voz de Dios y de ser su pueblo. Dios es
alguien que tiene empatía con el mundo para identificarse con sociedades rotas,
comunidades exiliadas, víctimas torturadas y tierras perdidas. Debemos volver
una y otra vez al libro de Jeremías porque nos recuerda lo que a veces es tan
inimaginable: que de la ruina puede surgir la resurrección y de un corazón malo
la compasión y la empatía hacia el otro” (Global
Bible Commentary. Nashville, Abingdon, 2004, p. 225). En el anuncio de un “nuevo
pacto” está contenida la posibilidad de una nueva era, de nuevos tiempos que
transcurrirán como parte de la gran bendición de Dios. En eso creemos también
hoy.
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